Ventanas

Alicia Alonso Merino

Encarcelar la pobreza

Una mirada radiográfica a las prisiones a lo largo y ancho del planeta nos muestra una realidad muy parecida. Salvando las distancias respecto de las condiciones de habitabilidad y hacinamiento, quienes allí están encerradas, en una mayoría, son personas empobrecidas, marginadas y con pocas oportunidades. El sociólogo francés, Loïc Wacquant, en su libro Castigar a los Pobres, argumentaba que se usa la cárcel como una aspiradora social con el objeto de limpiar los desechos humanos que genera el sistema económico capitalista y así eliminar la escoria de la sociedad de mercado del espacio público. Esta escoria estaría formada por la pequeña delincuencia, personas en situación de desempleo o indigencia, sin hogar, con discapacidad, sufrimiento emocional grave, drogodependencia, migrantes en situación administrativa irregular, personas abandonadas por el deterioro del sistema de seguridad social y salud, y la juventud de barrios de las periferias de las ciudades obligadas a normalizar su vida con empleos precarios.

Si miramos la realidad penitenciaria española, un primer dato en el que fijarnos es el del nivel de instrucción de la población encarcelada. Según datos de finales del 2022, un 15% de la personas presas era analfabeta. Además, un 33% tenía estudios primarios completados, un 44% estudios secundarios, mientras que solo un 4% tenía estudios universitarios1. Si ponemos el foco en las mujeres, nos encontramos que más de seis de cada diez no habían superado los estudios básicos. De ellas, en torno a un 10% no tenían estudios2.

Otro dato a tener en cuenta como indicador de pobreza es la salud. La población penitenciaria tiene una salud peor que el resto de la población. Las patologías crónicas más frecuentes son artrosis, reuma, asma, hepatitis, angina de pecho o infarto, con una sobrerrepresentación de personas con SIDA. Y a nivel psicológico hay una elevada presencia de personas con sufrimiento mental y patologías definidas3. De hecho 34,8% de la población penitenciaria refiere haber sido diagnosticado, alguna vez en su vida, de un trastorno mental o emocional, siendo la prevalencia mayor entre las mujeres (42,3%) que entre los hombres (34,3%). Además, durante 2022 se produjeron 16.370 ingresos en las camas de enfermería de los centros penitenciarios, de los cuales 7.941 fueron motivados por patología psiquiátrica (48,5%) lo que nos da una idea del alto porcentaje de personas con sufrimiento psíquico y emocional dentro de los muros de las prisiones.

Si prestamos atención a las personas presas con adicciones (otro de los colectivos sobrerrepresentados), vemos que estas vienen en su mayoría de familias numerosas con niveles de estudios bajos. Antes de entrar a prisión sus ingresos procedían del empleo en el mercado laboral (un 44% de los hombres y 31% en las mujeres) y en la economía sumergida (un 29% de las mujeres y un 27% de los hombres). En general, los hombres están más incluidos o en los circuitos del mercado laboral mientras que las mujeres tienen que buscarse la vida por otros medios alternativos como la economía sumergida, robos u otros subsidios4.

Si en cambio nos fijamos en el tipo de delito por el que son encerradas, vemos que más de la mitad de los hombres, un 53% lo están por delitos contra el patrimonio y contra la salud pública, es decir, delitos llamados de pobreza (dónde la situación de exclusión juega un papel determinante en su comisión). Y si miramos a las mujeres, este porcentaje se incrementa hasta un 67%, de los cuales un 42% contra el patrimonio y un 25% contra la salud pública (es decir, tráfico de drogas).

¿Por qué hay una sobrerrepresentación de personas que han cometido solo dos tipos delictivos en las cárceles? Bueno, pues como resulta imposible perseguir todos los delitos que recoge el Código Penal, las policías ejercen un poder selectivo sobre las personas y criminalizan a quienes tienen más a mano. Aquí los prejuicios sexistas, racistas, clasistas y xenófobos, van configurando una fisonomía de las personas que delinquen en el imaginario colectivo que se ve reforzado por los medios de comunicación5. Así, se retroalimentan los procesos de criminalización: más sospecha, más vigilancia, más detenciones, más encarcelamiento, en un círculo que se repite. Dentro de esta lógica nos encontramos que ciertos colectivos como personas migrantes, racializadas, drogodependientes, con patologías mentales e incluso de la diversidad sexual, se encuentran sobrerrepresentadas en la prisión.

La selectividad punitiva, además, se ensaña con las mujeres (racializadas y empobrecisas) que ocupan las últimos eslabones en la cadena del narcotráfico debido a su mayor exposición (venta en sus hogares o transporte transfronterizo) lo que las hace ser “presas fáciles” de la acción policial.

Las características que definen la interseccionalidad, como son el género, la etnia y la nacionalidad, también tiene un impacto que hacen más gravosa su discriminación por el sistema de selectividad penal. Así nos encontramos que hay una sobrerrepresentación de mujeres extranjeras (una de cada 4 reclusas es extranjera), de etnia gitana y de aquellas que han sufrido violencia a lo largo de sus vidas. De tal manera que algunas estimaciones sugieren que hasta cuatro de cada cinco reclusas han sobrevivido a violencia doméstica o abusos sexuales.

Pero la prisión también tiene un efecto de pauperización, es decir, no solo encarcela la pobreza si no que empobrece a quienes son encerradas allí, por lo tanto reproduce la pobreza. Aquí también los factores de interseccionalidad juegan un papel importante, ya que mayor será la empobrecimiento cuanto mayores factores se unan.

Las condiciones de vida que suponen la prisión suponen en muchos casos una degradación a todos los niveles que se ve acentuada para aquellas personas sometidas a regímenes de vida más limitantes como es el aislamiento penitenciario con gran afectación a la salud mental. Todo ello agravado por una desatención general de la salud, debido a la falta de personal médico.

La salida de prisión supone otra condena, como dice César Manzanos. Se convierte en un camino tortuoso, largo y lleno de obstáculos. A la falta de autoestima se une la pobreza no sólo económica sino de ideas, de amistades, de oportunidades. La “libertad” supone encarar muchas dificultades: encontrar una vivienda, un empleo, transporte, adaptarse a las nuevas tecnologías, restablecer los vínculos familiares… Situación que se verá igualmente agravada si se trata de extranjeras sin arraigo o con pocos lazos en el territorio.

Además, a la falta de apoyo económico y formativo para rehacer sus vidas, unido al estigma social que supone haber pasado por la cárcel aumentará la discriminación, la exclusión y la marginación. En definitiva, seguirán depauperándose y condenadas a una espiral de empobrecimiento y criminalización de la que, sin cambios estructurales, resultará difícil salir.

1 Secretaría General de Instituciones Penitenciarias-SGIIPP (2023). Informe General 2022. Ministerio del Interior.

2 Secretaría General de Instituciones Penitenciarias-SGIIPP (2021). La situación de la mujer privada de libertad en la institución penitenciaria.

3 Zabala-Baños, María del Carmen; Martínez Lorca, Manuela; Segura Fragoso, Antonio; López Martín, Olga; González González, Jaime; Romero Ayos, Dulce María; Tort Herrando, Vicens; Vicens Pons, Enric y Dueñas Herrero, Rosa María (2026) Medición de la calidad de vida en la población penitenciaria española. Rev. Psicopatología Clínica, Legal y Forense, Vol.16, 2016, pp.34-47.

4 Martínez Perza, Carmen; Quesada Arroyo, Pedro; de Miguel Calvo, Estibaliz; Dzvonkovska Natalia; Nieto Rodríguez, Lucía (2021). Situación de las personas con adicciones en las prisiones españolas. Una visión con perspectiva de género. Unión de Asociaciones y Entidades de Atención al Drogodependiente (UNAD), Madrid.

5 Zaffaroni, E. R., Alagia, A., & Slokar, A. (2015). Manual de Derecho Penal. Parte General (Segunda ed.). Buenos Aires: Ediar.

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