¿Usted compraría un whisky Blue Label o una bolsa Louis Vuitton de contrabando del Paraguay? Seguro que desconfiaría de la calidad. Eso vale para la “nueva democracia” impuesta por el golpe que tiro al presidente Fernando Lugo.
El país fue gobernado, durante 61 años, por el Partido Colorado, al cual pertenecía el general Stroessner, y también el actual presidente golpista, Federico Franco. Después de 35 años de la dictadura de Stroessner, el pueblo paraguayo eligió a Lugo como presidente, en abril de 2008. Yo estaba en Asunción y acompañé el proceso electoral. Había una esperanza de que el país rescatara la democracia, habría que reducir la desigualdad social.
El nuevo gobierno se volvió vulnerable al no cumplir importantes promesas de campaña, como la reforma agraria, y de distanciarse de los movimientos sociales. Apenas 20 por ciento de los propietarios rurales del país son dueños de 80 por ciento de las tierras. Hay que incluir una cuota de “brasiguayos”, brasileños que expulsaron a pequeños agricultores de sus tierras para expandir sus latifundios.
Lugo se equivoco al aprobar la ley antiterrorista y la militarización del norte de Paraguay, detuvo líderes campesinos y criminalizó a los movimientos sociales. No supo depurar el aparato policial, herencia maldita de Stroessner.
En un rito sumario, el 22 de junio el Congreso paraguayo destituyó a Lugo, sin asegurarle un amplio derecho de defensa. Es el llamado “golpe constitucional”, adoptado por Estados Unidos en Honduras y, ahora, en Paraguay. Preocupa a la Casa Blanca el progresivo número de presidentes de países latinoamericanos gobernados por líderes identificados con los deseos populares e incómodos a los intereses de la oligarquía.
Al contario de Zelaya, en Honduras, Lugo ni siquiera pensó, al ser derribado, en convocar a los movimientos sociales a la resistencia, aunque contara con la unánime solidaridad de los gobiernos del Unasur.
Es el segundo sacerdote católico electo presidente de un país en el continente americano. El primero fue Jean-Bertrand Aristide, que gobernó Haití en 1991, de 1994 a 1996, y del 2000 al 2004. Los dos decepcionaron a sus bases de apoyo. No supieron llevar a la práctica su discurso de “opción por los pobres”. Aprensivos frente a las elites, a quienes hicieron importantes concesiones, no confiaron en las organizaciones populares.
Los obispos paraguayos apoyaron la destitución de Lugo. Y el Vaticano los respaldó. Eso no sorprende para quien conoce la historia de la Iglesia Católica en Paraguay y su complicidad con la dictadura de Stroessner, en cuanto campesinos eran masacrados y opositores políticos torturados, exiliados y asesinados.
La lógica institucional de la Iglesia Católica juzga positivo un gobierno que la favorezca, y no que favorezca al pueblo. Exactamente lo contrario de lo que enseña el Evangelio, para cual el derecho de los pobres es el criterio prioritario en la evaluación de cualquier ejercicio de poder.
La caída de Zelaya y de Lugo demuestra que la política intervencionista de los Estados Unidos prosigue. Ahora en una nueva modalidad: se valen de artimañas legales para promover ritos sumarios. Ya que la última tentativa de golpe, en 2002, al presidente Chávez, de la Venezuela, no funcionó. Al contrario, toda América Latina respondió en defensa de la legalidad y de la democracia.
Queda una importante lección para los gobiernos progresistas de Brasil, Argentina, Venezuela, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y algunos otros como El Salvador y Perú. Elección no es Revolución. Ni revoca la lucha de clases. Por tanto, hay que asegurar el gobierno entre esa paradoja. ¿Como hacerlo?
Hay dos caminos: a través de alianzas y concesiones a las fuerzas oligárquicas o mediante la movilización de los movimientos sociales y la implantación de políticas que se traducen en cambios estructurales.
La primera opción es más seductora para quien se eligió, por lo mismo más fácil de quedarse vulnerable a la “mosca azul” y acabar cooptado por las mismas fuerzas políticas y económicas identificadas como enemigas. La segunda vía es más estrecha y ardua, pero presenta la ventaja de democratizar el poder y de volver a los movimientos sociales sujetos políticos.
La primavera democrática que vive América Latina puede, en breve, transformarse en un largo invierno, en caso de que los gobiernos progresistas y sus instituciones como la Unasur, Mercosur y el Alba no se convenzan de que fuera del pueblo movilizado y organizado no hay solución.
Publicado el 30 de julio 2012
Bien por Frei Betto que nos ilustra en torno a los movimientos de nuestra golpeada y saqueada América Latina. Da pena, mucha pena que los mismos latinoamericanos se presten a los abusos del poder yanqui.En fin, deberemos continuar esta lucha que, cuando parece más cerca el triunfo, más se aleja de nosotros. Hay que seguir esperando con toda esperanza…valga la redundante frase.