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El funeral de Pablo Neruda: ‘Primer acto público de oposición’

Plinio Apuleyo Mendoza / El Tiempo

Pablo Neruda murió hace 43 años,  el 23 de septiembre de 1973, cuando apenas habían pasado 12 días del golpe militar que derrocó al gobierno socialista de Salvador Allende en Chile y todos los actos públicos estaban prohibidos. El ataúd gris del poeta salió de la Clínica Santa María, en Santiago, casi en secreto, rodeado de su viuda Matilde Urrutia, la hermana de ésta y una amiga de la pareja. Pero Neruda era demasiado popular para irse solo.

Aquí la crónica del escritor y periodista Plinio Apuleyo Mendoza*, publicado en el periódico El Tiempo el 7 de abril de 2013: 

Nunca he olvidado aquel momento. Estaba en Caracas, ocupándome de la revista Bohemia, cuando me llegó la noticia de que había estallado un golpe militar en Chile contra el presidente Salvador Allende. Sin pensarlo dos veces, decidí entonces tomar el primer avión que saliera para Santiago, llevándome como fotógrafa a Fina Torres, una muchacha que semanas atrás yo había contratado en la revista.

Bonita, muy joven, casi una niña, vestida siempre de cualquier manera y con ojos llenos de sueño, sus fotos, magníficas, sabían rodear a temas y personajes de una atmósfera, un halo y un carácter muy particular. Pero a Fina la seguía un duende maligno que le extraviaba las cámaras, le hacía olvidar citas y llegar a los aviones cuando estos ya rodaban por la pista.

Pese a todo ello, decidí llevarla a Chile. El propietario de Bohemia, Armando de Armas, debió de interpretar aquella decisión mía de manera equívoca. Todo el mundo, en realidad, pues nadie cree en Edipos inocentes. Pero este lo era: luego de adquirir con su madre el compromiso de sacar adelante aquella niña con mucho talento pero desastrosamente imprevisible, me había convertido para Fina en un padre colérico, exigente y protector.

Aquel viaje a Chile estuvo lleno de sobresaltos. El avión no pudo aterrizar en Santiago porque todos los aeropuertos de Chile estaban cerrados por orden de los golpistas. De modo que el avión tuvo que regresar a Lima. Junto con un venezolano que estaba desesperado por llegar a Chile para encontrarse con su mujer, decidimos volar a Tacna. De allí, tramposamente, cruzamos la frontera en automóvil y nos dirigimos a Arica. No sé hoy cómo logramos obtener de las autoridades militares un salvoconducto para viajar de noche, pues en todo el país se había establecido el toque de queda.

A punto de ser fusilados

En una calle de Arica detuvimos un taxi. Su conductor no podía creer que yo le solicitara una carrera a Santiago, a solo dos mil o más kilómetros de distancia (algo tan estrambótico como parar un taxi en Barranquilla y pedirle que lo lleve al sur del país). Con dólares en el bolsillo y una moneda chilena que estaba por los suelos, no nos resultó costoso lo que el conductor cobraba por el viaje. Antes de tomar carretera, él se detuvo en su casa para llevar consigo una maleta.

Por cierto, aquel taxi, una verdadera antigüedad, se varó en pleno desierto, de noche y con un toque de queda que daba a aquellos parajes, bajo las fastuosas estrellas, un aura de silencio y soledad lunares. Nos ayudó a desvararlo un solitario cantante de óperas que venía desde Guayaquil y nada sabía de Allende ni de Pinochet.

Recuerdo que cuando llegamos a Antofagasta se oían disparos. Acababa de estallar una bomba. Como lo he escrito también, soldados histéricos recorrían las calles en todoterrenos y camiones. Fue entonces, en aquel instante electrificado de tensión, cuando el duende de Fina volvió a hacer una de las suyas poniéndole en su cámara un teleobjetivo tan grande como una bazuca, detrás de la cual, en el taxi, ella parecía como un francotirador agazapado. Violentos soldados saltaron de un camión, nos rodearon, nos sacaron a empellones y nos pusieron de cara contra un muro. Un oficial nos salvó de ser fusilados. Después de los centenares de muertos de esos primeros días posteriores al golpe, los soldados tenían el gatillo fácil.

Pese a todo, en aquel país todavía sin vuelos y con los aeropuertos cerrados, fui uno de los primeros periodistas extranjeros en llegar a Santiago. Logré ver amigos de izquierda escondidos en sus casas, mientras otros eran detenidos y llevados al Estadio Nacional y otros invadían las embajadas. Arrumes de sus libros eran quemados en las calles. No sé cómo, logré que una hermana de Jorge Edwards me consiguiera una cita con Neruda, que estaba internado en la clínica Santa María de los Ángeles. Allí me dirigí, siempre movilizándome en el viejo taxi contratado en Arica, apenas se levantó el toque de queda.

Nunca he olvidado el choque que recibimos Fina y yo cuando, al decirle a la recepcionista de la clínica que teníamos una cita con el poeta, ella nos replicó sorprendida: “El maestro Neruda murió a las tres de la mañana”.

Fue tal nuestra congoja y desconcierto que la mujer, apiadada, decidió darnos la dirección de la casa a donde habían llevado el cuerpo del poeta. Aquella dirección me quedó grabada para siempre en la memoria: calle Marqués de la Plata.

Como lo tengo escrito en un texto titulado Aquel adiós a Neruda, hacía frío y todavía flotaba en el aire una neblina matinal cuando llegamos a aquel lugar. La calle pequeña, olvidada, refugio ideal para un poeta, se desprende de otra, igualmente pintoresca, llena de árboles de un intenso color rojizo, que en plena primavera austral dan una impresión de otoño. Cuando, atendiendo los golpes que dábamos a la puerta, apareció una mujer a quien le hicimos una pregunta absurda:

–¿Don Pablo?

–Está arriba –respondió de la manera más natural.

Una casa saqueada

El patio de entrada se veía inundado. Las piezas de la primera planta, también, por un agua que fluía de alguna parte. Al otro lado del patio, en un nivel más alto, había un jardín húmedo, lleno de escombros: papeles, libros quemados, vidrios, muchos vidrios: crujían bajo la suela del zapato. Dos mujeres removían cautelosamente los escombros. Una de ellas se volvió hacia nosotros.

–La destruyeron –dijo simplemente.

Nos inclinamos para recoger una foto sucia de barro. Era muy antigua: tres hombres y una mujer, vestidos a la moda de los años 30, sentados en medio de la nieve. Parecían reír felices ante el fotógrafo.

–Eran fotos y cartas de don Pablo –dijo la mujer–. No esperaron siquiera a que muriera.

–¿Dónde lo tienen? –pregunté.

–Allí –dijo ella señalando una casa pequeña, semejante a un palomar, que se alzaba en lo alto del jardín.

Subimos por una empinada escalera. Al abrir la puerta, nos encontramos delante del féretro, en un cuarto helado y sin luces, donde solo había media docena de mujeres.

Aquel féretro gris, sin pompa, sin cirios, sin coronas, colocado en un extremo de la pieza y adornado solo con dos rosas blancas que parecían cortadas de prisa, daba una sensación de soledad. Bajo el cristal, descansando sobre un raso, la cara de Neruda parecía reducida, irreal. Lo humano en aquel momento no era su cara, sino la camisa de cuadros que llevaba abierta en el cuello y el saco de tweed: una indumentaria deportiva que hacía pensar en plácidos domingos en Isla Negra.

La esposa de Neruda estaba sentada junto al féretro, sola. A Matilde Urrutia la había yo conocido incidentalmente dos años atrás en Barcelona, en la casa de García Márquez. Nada en aquel verano hacía temer por la vida del poeta. Ni por Chile. La mujer rubia que entonces hablaba con animación mientras se enfriaban en la nevera las botellas de vino blanco esperando la llegada de Neruda permanecía ahora inmóvil y sin llorar, al pie del ataúd, en un cuarto sembrado de escombros. La casa había sido requisada y saqueada. Al ser desviadas las aguas de un canal, la planta baja se había inundado. No había luz eléctrica. Las ventanas estaban rotas. Rotas también las lámparas, rotas en añicos las cerámicas, quemados los libros y desaparecidos los cuadros, una colección de primitivos que Neruda había reunido a lo largo de su vida.

El segundo forastero que llegó, después de nosotros, era un escritor alto, jovial, de cabellos blancos que yo había conocido en un viaje anterior a Chile. No recuerdo hoy su nombre. Pertenecía al partido comunista. Cuando charlábamos en voz baja junto al féretro, Matilde se dirigió a él para solicitarle que se hiciera cargo de los trámites con la funeraria. Buscaba un auto. Yo le ofrecí mi taxi, que esperaba en la puerta. Así quedé también yo comprometido en esas diligencias que abarcaron el resto del día.

Recuerdo que al salir recogí en el jardín un buen número de fotos y cartas regadas por el suelo. Las tuve conmigo seis meses, hasta que se las devolví a Matilde en Caracas, cuando nos encontramos de nuevo en casa de Miguel Otero Silva. Aquella mañana, antes de salir con mi amigo el escritor, la vi en el jardín con la frente apoyada en el tronco de un sauce, llorando en silencio.

Mientras avanzábamos hacia el centro de la ciudad por calles grises, llenas de frío, mi amigo nos contaba a Fina y a mí cómo se había descartado la idea, propuesta por algunos, de llevar el cadáver de Neruda a México. Matilde no estuvo de acuerdo porque podría ser algo malinterpretado por el pueblo chileno. Mi amigo abrió su mano y nos enseñó una llave. “Es para la tumba de Pablo”, nos dijo.

El mausoleo donde sería sepultado el cuerpo del poeta pertenecía a los familiares de un famoso dirigente de fútbol chileno, Carlos Dittborn. Sepultura provisional: más tarde sus restos serían llevados a Isla Negra, para respetar una voluntad expresada por Neruda.

El empleado que nos atendió en la funeraria llenó las planillas con una minuciosa aplicación burocrática. “¿Nombre del fallecido?” “Neftalí Reyes Basoalto”. “¿Padres?” “José del Carmen Reyes y Rosa Basoalto”. Etcétera.

Al cabo de un detallado registro, no todo estaba en regla. Faltaba la cédula del poeta y el registro de defunción (lo obtendríamos más tarde: Neruda había fallecido a consecuencia de un cáncer en la próstata y no de un infarto, como se dijo).

Finalmente, una última pregunta: “¿Cuántas carrozas?” Nuestro amigo no sabía: “En condiciones normales deberían ser más: siete o diez carrozas, qué sé yo –dijo–. Pero me temo que en las actuales circunstancias baste una sola”.

Un funeral convertido en mitin

Su tono era ligeramente amargo. El amigo de Neruda no sabía en aquel momento si debía o no esconderse, si sería o no detenido. Aquella madrugada había recibido por teléfono la noticia de la muerte del poeta cuando se hallaba en su apartamento, entregado a una faena dispendiosa: estaba quemando su biblioteca, llena de libros marxistas, en previsión de una requisa. Los libros habían terminado de arder en la chimenea del salón cuando empezaba a amanecer.

Al día siguiente, contra lo que temíamos, había más gente de lo previsto en la puerta de la casa: unas 300 personas, contando periodistas y fotógrafos europeos. El sol apenas calentaba. Había en el aire algo que sugería aún el olor, el color del invierno austral. Cubierto con la bandera chilena, el féretro fue transportado a través del jardín lleno de agua hasta la carroza funeraria que aguardaba en la puerta. Cuando el cortejo iba a iniciar su marcha, en un ambiente donde llegaba a percibirse el miedo de aquellos días, estalló en la calle un grito anónimo:

–¡Camarada Pablo Neruda!

–¡Presente! –contestó la multitud.

El grito se repitió dos veces con la misma réplica. Luego, la voz anónima cortó con un rotundo: “Ahora y siempre”. Y el cortejo inició su marcha, de nuevo en silencio y muy despacio. No había mucha distancia de la casa de Neruda al cementerio general: dos kilómetros a lo sumo. En el clima que vivía la ciudad intensamente patrullada por el Ejército, aquel fue un recorrido lento y cargado de tensión. Había gente en algunas puertas y ventanas que miraba pasar el féretro sin decir nada.

Al llegar a la alta y abovedada puerta del cementerio, el féretro fue descendido de la carroza funeraria y depositado sobre una tarima rodante. El grupo, a medida que avanzaba, fue haciéndose más denso. De pronto, alrededor del ataúd, se alzó el rumor sordo de un canto. Parecía un zumbido de abejas. En la acústica de la galería, las voces se hicieron más decididas, más firmes. Cantaban La Internacional.

Detrás, en la plazuela que se abre delante del cementerio, se escuchaban las sirenas de los vehículos militares. Soldados, metralleta en mano, saltaban de los camiones. Pero la multitud seguía cantando. Cuando el ataúd iba a ser introducido en el nicho, en medio de una lluvia de flores, estalló de nuevo el grito a Neruda. Y de repente, otro intempestivo:

–¡Compañero Salvador Allende!

Era la primera vez que el nombre de Allende era gritado en Santiago después de su muerte. Un coro inmenso contestó: “¡Presente!”

Luego el saludo fue para Víctor Jara, un cantante chileno fusilado una semana atrás en el Estadio Nacional. Su esposa, una inglesa alta y rubia que se encontraba junto al féretro, estalló en sollozos. Cuatro días antes, acompañada por el embajador británico, había descubierto el cadáver de su esposo en la morgue, en medio de 200 muertos.

De pronto, el funeral de Neruda se había convertido en un mitin. ‘Primer acto público de oposición’, titularía el diario francés Le Monde. El acto fue, de todas maneras, muy breve. Apenas quedó clausurado el nicho que guardaba los restos de Neruda, se produjo de nuevo un silencio hecho de desconcierto y tensión. Seguían escuchándose fuera las sirenas de los autos militares. La multitud empezó a dispersarse con prisa en todas direcciones.

Cuando salimos, a pocos metros de la entrada, encontramos un grupo de mujeres vestidas de negro que lloraban. No lloraban por Neruda. Eran esposas de dirigentes obreros que habían muerto fusilados. Acababan de reconocer los cadáveres de sus maridos en la morgue y tenían en las manos recientes certificados de defunción dados por las autoridades militares. Lloraban a pocos metros de los camiones del Ejército.

De todo ello tomó Fina extraordinarias fotos, empezando por la de Neruda en el ataúd tomada la víspera. Junto con un relato mío, llegaría a varios medios de Europa. Por cierto, aquella hija adoptiva yo la llevaría a París, la haría entrar en el IDHEC (Instituto de Altos Estudios Cinematográficos), sin imaginar que con el tiempo se convertiría en una famosa directora de cine.

*Plinio Apuleyo Mendoza Escritor y periodista, coautor del ‘Manual del perfecto idiota latinoamericano’.

Plinio Apuleyo Mendoza fue a Chile por Allende y sepultó a Neruda. Este escritor y periodista cuenta cómo vivió las horas y circunstancias de la muerte del poeta.

Funeral de Pablo Neruda, Premio Nobel de Literatura, en el cementerio General de Chile en el año 1973.

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