Fue esta misma ola verde la que catapultó al Uruguay a la palestra mundial. Y surfeándola, a su presidente, José Mujica. Claro que bien leída la analogía debe entenderse que el presidente se subió a una ola que provocaron los usuarios, que a partir de una práctica cotidiana forzaron la regulación. La práctica hizo la ley.
Hace al menos diez o quince años que la marihuana, el faso, el porro o como quiera llamársele circula libremente en las calles de la capital más al sur del continente americano. Hay cultivadores de décadas en Uruguay. Fieles representantes de la pulsión natural del amor por el cultivo, en un país de pobladores echados del campo, que canalizaron el llamado natural de la tierra en la planta psicotrópica.
Ese fue el espíritu básico de la regulación que se impuso en Uruguay, darle un marco jurídico al autocultivo. La garantía de que la cárcel no se escondía detrás de cada cogollo que crecía en el patio del guey que la cultivaba. La ley se sancionó en diciembre de 2013 y permite tres tipos de usuarios recreativos.
Los autocultivadores, que pueden tener hasta seis plantas en su casa. Los clubes cannabicos que pueden tener entre 15 y 45 miembros y cultivar en conjunto un tope de 99 plantas. Y los compradores del faso estatal. La novedad de la regulación que Uruguay se planteó es que el Estado va a producir marihuana. Hay dos empresas que fueron elegidas para cultivarla en un predio fiscal de diez hectáreas a 60 km de Montevideo, en el que deben garantizar un sistema de producción continuo y escalonado (de 5 toneladas el primer año, hasta llegar a producir entre 20 y 22 toneladas anuales para el mercado interno). Las empresas productoras están exoneradas de impuestos. El Estado les cobrará un canon fijo y otro variable (que se usa como variable de ajuste si el mercado negro desploma sus precios ante el comienzo de la venta del estatal) que según cifras oficiales, recaudarán unos diez millones de dólares al año.
Para que el faso del Estado se empiece a vender aún resta resolver algunas cuestionas básicas del sistema de distribución. La ley del cannabis establece que la marihuana se venda en farmacias, pero los de la industria química aún no terminan de acordar la tajada que le van a sacar a la nueva droga que agregarán a su oferta.
Tampoco se tiene una variedad estable de semilla, es decir, que produzca siempre la misma planta genéticamente hablando, que permita al Estado reconocerla, y controlar en caso de incautar grandes cantidades.
El argumento que Mujica usó para meter la legalización dentro de la agenda de su partido fue el combate al narcotráfico. Para cumplir mínimamente con ese cometido, la marihuana que venda el Estado no debe superar el precio que se paga en el mercado negro: el porro prensado que viene de Paraguay. Eso le pone un tope al precio de venta de la marihuana estatal de un dólar por gramo, aproximadamente.
Eso en lo que tiene que ver con la marihuana recreativa. Otras dos ramas del árbol de la legalización son la apertura para el cáñamo industrial y la marihuana medicinal, que meten más presión a la economía uruguaya, ya que ambas instancias están libradas a la iniciativa privada. Es decir, las empresas plantan lo que quieren. También le brindan ingresos al Estado, que cobra por cada licencia que expide para estos fines.
La legalización uruguaya creó también un instituto regulador (Ircca) y un registro de usuarios y productores. El software que permita reconocer a los usuarios (que pueden comprar hasta 40 gramos por mes en farmacias) es otra de los elementos que tiene demorado al sistema de venta. Mientras que el registro va lento, porque los usuarios aún desconfían de qué pasará con esas bases de datos, por más que el gobierno jure y perjure de que están dadas las garantías de reserva de esa información.
En las latitudes del sur se sostiene que el formato de la legalización es parte del giro en la política de drogas promovido por Estados Unidos, y que la economía de escala chiquita que Uruguay tiene era un ensayo perfecto para ver cómo funciona el mecanismo. El rumor es que Chile es el siguiente. Algo más lejos está Argentina, que tardó años es despenalizar el consumo. Y aún más lejos, Brasil, cuya política de drogas es parte del caballito de batalla que se utiliza para reprimir comunidades y barrios enteros, sobre todo en sus grandes metrópolis.
Lo de México sorprendió aunque esté a años luz del proceso relatado en este artículo. Visto desde el sur, la situación creada por la Suprema Corte funciona como una puerta entreabierta, una válvula de escape al miedo, una ventanita para que salga el humo y afloje la paranoia. Un poco de aire que habilite a que la mota sea fumada (y plantada) en ese país más libremente.
Foto de portada: Rebelarte.info – Última marcha de la marihuana ilegal, Montevideo, 5 de mayo de 2012.
[…] Eliana Gilet y Fran Richart – […]