Debemos mucho a los “sin papeles” en Canadá

Alexandre Beaudoin Duquette

Montreal, Canadá. A los migrantes sin papeles que llegan a Canadá, el país les debe la presencia en el espacio público de la discusión sobre la ciudadanía política y jurídica, señala Guylaine Racine, profesora de la escuela de Servicio Social de la Universidad de Montreal y realizadora de un documental sobre una marcha de migrantes en 2011. 

Desde la implementación de la política de integración de 1962, Canadá adquirió una reputación de país acogedor para los demandantes de asilo. Pero detrás de esta máscara hay entre 200 y 500 mil indocumentados que viven en Canadá; cada año, 8 mil son expulsados de ese país.

El Conseil canadien pour les réfugiés acusó que la política del gobierno canadiense es cada vez más estricta.  Según su informe 2013, entre otras restricciones, los plazos para los que piden asilo se redujeron, los que provienen de los 27 países de origen designados no tienen derecho a apelar de la decisión que tome el gobierno sobre su asilo y los demandantes rechazados no pueden pedir un examen de riesgo antes de ser deportados.

Guylaine Racine afirma que los refugiados en Canadá redefinen la ciudadanía.  Racine y Merdad Hage realizaron el documental llamado Les Pas Citoyens (Los Pasos Ciudadanos), y ella comparte la forma en que se involucró.

El inicio de la marcha

Me enteré de que algunos refugiados -un grupo que se llama Solidarité sans frontière y otro que se llama No One Is Illegal– estaban interesados en organizar una marcha de Montreal a Ottawa. Un mes antes leí un artículo sobre Jaggi Singh, que señaló: “Yo nací aquí, tengo mis papeles, no estoy en peligro.  Cuando organizamos actividades, considero que tengo que realizar acciones que pueden ser arriesgadas. A la gente que está ahí participando, que son indocumentados, hay que protegerla”. Eso me sorprendió porque, frecuentemente, cuando se organiza este tipo de actividades, la gente no se plantea esta pregunta de orden ética: “Participen, participen, pero una vez que se les castiga, ya no nos incumbe”.

Poco después me enteré de la existencia de la clínica Santé-accueil.  Fui a una reunión organizada por sus miembros; presentaron la idea de la marcha y, en mi mente, germinó la idea de participar como ciudadana. Asistí a una segunda reunión, con Solidarité sans frontière, y la gente me dijo que tenían muy pocos espacios de difusión. A menudo están muy mal recibidos en los grupos comunitarios porque a la gente le parece que tienen una posición extremista.  La idea de un mundo sin fronteras le da pánico a la gente, lo perciben como algo espantoso y piensan: “¿Qué va a pasar?  Vamos a vivir el desbordamiento”.

Como siempre lo hacen como grupo, deliberaron y aceptaron mi propuesta de hacer un documental, pero por supuesto pidieron acceso al futuro material.  Quisieron estar al corriente, pero no en términos de control. Se hicieron una muy buena pregunta para un grupo: “¿lo podemos aprovechar?”

Salimos y marchamos.  Yo nunca antes agarré una cámara ni nada por el estilo, pero tengo aptitud para las entrevistas.  Nos encontramos marchando y haciendo entrevistas, pero también observando una construcción de solidaridad.  Éramos un centenar, a veces doscientas personas como máximo, y caminamos entre Montreal y Ottawa.  Cuando llegamos cerca de Ottawa alcanzamos ser un par de miles, pero muy pocos si tomamos en cuenta la importancia de esa causa.

De ahí surgió el documental. Se trató de expresar un compromiso.  Me interesó la palabra de la gente y me fascinó que dentro del grupo no existió distinción entre ciudadanos y no ciudadanos en términos legales.  La gente se sintió ciudadana o, en todo caso, con una gran pertenencia a su conjunto. Es claro que, una vez terminada la marcha, la distinción entre los que tienen papeles y los que no existen y se puede ver, a veces con violencia. Dos o tres personas con quien marchamos fueron deportadas durante el mes siguiente; otras, durante la marcha.  Todo esto nos lleva a reflexionar.

Durante la marcha, muy seguido reflexioné que la ciudadanía legal o jurídica es una cosa, pero la que construimos en la cotidianidad y en nuestras relaciones con la gente es otra. Para mí, ese detalle es algo que vale la pena ser observado en un grupo de personas que no son ciudadanos jurídicos. Por esa razón decidimos jugar con la idea de “los no ciudadanos”. Así llamamos al documental.

La ciudadanía

La idea de trabajar el concepto de ciudadanía emergió de la marcha.  Yo me interesé antes en la pertenencia, en los lazos sociales que creamos, los compromisos que desarrollamos y cómo éstos construyen una parte de nuestra identidad, pero a título personal.  Nunca escribí sobre ello.  El trabajo social tampoco se ha interesado mucho en estas cuestiones. Los que trabajan un enfoque más comunitario sí tienen un discurso sobre la ciudadanía, sobre el acto de tomar la palabra. Podemos ser ciudadano jurídico de un país y, a la vez, no ser ciudadano porque nunca tenemos la posibilidad de expresarnos y no tenemos ninguna palabra que decir sobre lo que nos sucede.

Étienne Balibar, a quien citamos y que ha influido en mi trabajo, señaló una vez que debemos mucho a los “sin papeles”: el haber reintroducido la ciudadanía en el espacio público. Lo importante no es la ciudadanía jurídica, sino una ciudadanía política, pero cuando no se tiene la ciudadanía jurídica, sigue siendo muy problemático: uno puede ser deportado.

La ética de los ciudadanos legales

Todo lo que tuvimos durante la marcha estuvo en un nivel escénico y fue hecho por los participantes. Por ejemplo, un joven que luego se marchó cuando vio que no le darían los papeles, hizo un cuadro. Construyó una especie de pájaro, en medio del cual había una aguja del tiempo que representaba el plazo para las personas deportadas.  Al final, lo quemaron, para decir: “mira, eso es lo que nos pasa al final”.  Por lo tanto, lo reivindicarom.  La mayoría de las cosas que crearon fueron obras efímeras.

Al llegar un poco antes de Ottawa, vimos a alguien de la policía federal (GRC) que nos filmaba. Seguimos caminando. Los que tenemos papeles nos organizamos para ser interpelados por el cuerpo policial o por los periodistas al principio. La gente decidía si aceptaba o no.  Pero en un momento vi a una de las personas en situación de riesgo de ser deportada, tomar uno de los volantes de la marcha, ir a tocar al vidrio del señor de la GRC y entregárselo.

Ese acontecimiento me puso enfrente de unas preguntas éticas que permanecieron en mi mente durante mucho tiempo: ¿Acaso con el efecto de la marcha de sentirte potente pues formas parte de un grupo creamos algo peligroso para la gente? No hay manera de saber qué bien le hizo a esa persona.

<p style=»text-align: justify;»><em>Publicado el 06 de Enero de 2014</em></p>

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