Crisis política y policial en Bolivia

Pablo Mamani Ramírez

México, DF. Bolivia continúa atravesando una profunda crisis de Estado. Un poder armado, la policía, y el poder político, el gobierno, al enfrentarse han dejado al descubierto la continuidad radical del Estado no descolonizado, pese a que éste trata de auto-transformase a sí mismo. Las mutuas acusaciones y violencias han tirado por los suelos la idea de la descolonización del Estado, de la revolución del y en el Estado y las aparentes transformaciones estructurales de las relaciones sociales de poder a nivel gubernamental y de la policía boliviana.

La acusación del gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) de un golpe de Estado no es nada menor, tomando en cuenta el significado de esta palabra y los reales golpes de Estado, como los que hemos sufrido con Luis García Mesa o Hugo Banzer Suárez en las décadas de los setenta y ochenta del siglo veinte. Y a la vez, tampoco son menores los insultos que la policía ha proferido en contra del gobierno y Evo Morales y, en particular, con la quema de un poncho verde (que es un símbolo de autoridad originaria de los ayllus andinos) en la plaza Murillo.

Así, a partir del conflicto entre gobierno y policía, en el contexto de la demanda salarial de éstos y el argumento del gobierno de la no disponibilidad de recursos económicos, descubrimos las dos caras del poder del Estado. Y es sobre ello que nos interesa reflexionar, dado que detonó una realidad insalvable que habla de naturaleza íntima del Estado en general, y del Estado boliviano en particular, reproducida paradójicamente hoy por un grupo de “revolucionarios” gobernantes.

El enfrentamiento entre el brazo armado y el poder político durante la semana de 22 a 27 de junio de 2012, nos habla de la realidad de un Estado-gobierno que no ha cambiado pese a la propaganda de su descolonización. La policía destruyó las propias oficinas del Estado, y el gobierno los acusó de propiciar un escenario de golpe de Estado. En el fondo, éste ha sido un enfrentamiento íntimo dentro del propio Estado sin que necesariamente tenga que ser para anularse, como es un golpe de Estado, aunque la sociedad fue presa de este hecho. Esto nos enrostró las dos caras del poder. En otras palabras, es el develamiento social de la naturaleza constitutiva de la lógica interna del Estado, expresado en la violencia y la dominación.

A partir de ello se puede sostener que el Estado en Bolivia, pese a la gran fuerza de los movimientos sociales indígenas y populares, no ha cambiado en su naturaleza colonial y liberal. El Estado sigue siendo el mismo de hace poco porque reproduce la enajenación social y recurre a métodos autoritarios para dirimir sus diferencias internas. Y lo peor: ha sido capaz de poner en vilo a toda una sociedad que quedó presa de esa naturaleza colonial del Estado, pues criminaliza la lucha social india o cualquier otra lucha social, o simplemente las invisibiliza.

En este punto se podría pensar que un Estado-gobierno en un sistema democrático y producto -como es el boliviano- de quince o veinte años de lucha social, podría tener un horizonte histórico distante y radicalmente diferente al cuestionado Estado colonial. Pero la realidad nos muestra hoy que aquello no es posible, aunque ciertamente haya logrado hechos interesantes. ¿Por qué se produce esto de este modo? Hay que dar una mirada a la lógica interna del Estado-gobierno, y externa para tener claridad de lo que ocurre.

El gobierno ha destapado una vez más su cara profundamente autoritaria, y la policía, una violencia sin atenuantes y de primera mano. Podemos parodiar imaginando cómo dos amigos se pelean en condiciones íntimas en una misma casa, uno atrincherado en una esquina y el otro, en la otra. En medio queda la sociedad atrapada ante las pulsiones intolerantes del poder. Ese es el drama de este hecho, y lo real es que al final no es sino una diferencia mínima de lo mismo. Es la intimidad del poder colonial y liberal en sí mismo, es el desnudamiento de una realidad de cosas que no ha cambiado. Es la continuidad del mismo Estado-gobierno, aunque con actores diferentes a los de los años y décadas pasadas.

La naturaleza del Estado es ésta. Hacemos mal en pensar cambiarla por algo más social y comunitario, o por algo más propio. El Estado, por su naturaleza, es un hecho enajenante de lo social o de lo comunitario; es el espacio y lugar histórico de la exaltación del poder como dominio. En otras palabras, es el espacio de una radical contradicción de lo social. Dado que el Estado es antitético a la sociedad, que se reproduce de forma más amplia y flexible en su dinámica interna o externa mientras el Estado congela la pulsión social como fuerza dada y no dándose, tal vez es mejor decir que el Estado es la fuerza bruta de la dominación, tanto en su forma de macro-poder como en su forma microbiana del poder.

Además descubrimos que el Estado en Bolivia está entre la frontera de lo colonial y lo moderno; sufre de una gran ambigüedad histórica. Su modernidad es su radical separación ante la sociedad, y lo colonial es su patrimonialismo expresado en los grupos urbanos blanco-mestizo y cierta dirigencia campesina hoy. Dado que los nuevos gobernantes se sienten como se sentían sus “parientes culturales”, propietarios del Estado y del gobierno, es en esa lógica que ejercen el poder y la violencia estatal. Sienten que el poder es un patrimonio que le pertenece exclusivamente a su Yo. No es la violencia legítima, como decía Max Weber, sino el ejercicio del monopolio de la violencia patrimonialista. Por eso se afirma: “sí o sí se va hacer la carretera por el TIPNIS” (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure).

Desde este lugar y lógica, el gobierno se enfrenta a la sociedad india y popular como si ella fuera el mismo enemigo interno. En el pasado y bajo el paradigma de la doctrina de seguridad nacional, la sociedad indígena originaria y popular era catalogada como el enemigo interno; hoy incluso se puede decir que hay una guerra declarada por los ministros blanco-mestizos en contra del indio en Bolivia, un hecho absolutamente contrario a la lucha india. Esto es así aunque esté en ella el movimiento cocalero en función de gobierno. En resumen, el Estado en Bolivia es la historia colonial y liberal in situ porque es un hecho descarnado de lo social. Por esto, nuevamente el indio es el enemigo interno y por tanto es un anti, según lo definían los gobiernos norteamericanos en décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo veinte.

Por esto la policía, por su sentido de existencia misma, al enfrentarse al gobierno hizo lo que sabe hacer: producir violencia, una violencia de pronto contra sí misma, un autoflagelo contra la naturaleza de su histórica constitución. Ahí se han encontrado cara a cara los dos rostros del poder. Y con ello nosotros hemos revivido los oscuros días de 12 y 13 de febrero de 2003, cuando se enfrentaron policías y militares con un saldo de más de 10 policías y cuatro militares muertos en la plaza Murillo, y 12 civiles entre El Alto y La Paz, aunque esto en un contexto histórico y social diferente al actual momento.

La policía y el gobierno estuvieron a punto de repetir aquellos violentas jornadas de febrero de 2003, que además fueron el preludio de la caída del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, que efectivamente se produjo luego con el levantamiento de la ciudad de El Alto y las provincias aymaras, y con la llegada de contingentes de mineros de Oruro y movilizaciones en Cochabamba, Potosí y otros centros del país.

En esa lógica se observó durante los seis días un espectacular despliegue de fuerzas dentro de la intimidad del Estado. De lo ocurrido al final quedó lo íntimo de lo mismo, que es la coexistencia del poder estatal-gubernamental porque se necesitan mutuamente para seguir reproduciéndose. El ejemplo inocultable e inobjetable de ello es que, a menos de 24 horas del final de este hecho, la policía gaseó a la IX marcha indígena originaria de la Amazonia y los Andes, que ingresó a la ciudad de La Paz después de 60 días de marcha esforzada; ésta intentó entrar a la plaza Murillo, pero fue repelida por la violencia policial.

¿Dónde está en esto el “Plan Tipnis” como golpe de Estado? El gobierno, en la lógica autoritaria y patrimonial del poder, había acusado a la marcha indígena de ser parte de una conspiración en contra del gobierno. Nunca se debe descartar una aventura de este tipo por grupos oligárquicos, pero la marcha indígena no está ocupada en esto sino en la defensa de su vida y de su territorio. Si aquello fuera cierto, el Estado-gobierno debe dar con los autores de tal posibilidad mediante una investigación profunda; además, es su obligación hacerlo.

Así, estamos ante la intimidad profunda del Estado que produce violencia contra sí mismo y contra la sociedad. No estamos ante un Estado-gobierno que tenga un horizonte social más amplio, un Estado social, o ante un Estado plurinacional y comunitario. Con esta lógica, ha logrado sin duda la división de la sociedad indígena originaria que habita entre lo urbano y lo rural, lo cual al final puede ser la derrota de la sociedad en tanto un cuerpo histórico actuante.

Si esto es la realidad ¿dónde está entonces la descolonización del Estado? ¿Cómo nos pueden demostrar que el Estado es Plurinacional Comunitario? ¿Cómo saber que el Estado es otro Estado, cuando las evidencias son contrarias a esta posibilidad? Además, ¿es esto el Estado plurinacional por el que se ha luchado desde la sociedad, sus organizaciones y en la Asamblea Constituyente? ¿O es el engaño más radical de los últimos 50 años a la sociedad, y particularmente a la mayoría sociedad indígena originaria, campesina y popular?

Aquí hay además un problema ontológico del poder; es la visión de la centralidad del Estado como si éste fuera el motor mismo de la historia (con ello no negamos su importancia histórica). Esta visión de la centralidad del Estado nos está conduciendo a una conspiración en contra de lo que se ha soñado, como es el cambio de esta totalidad social por otra totalidad social, el trastocamiento del orden estatal actual por otro orden societal.

Así, el método planteado como la trasformación del Estado desde el Estado nos resulta hoy como un engaño histórico. Se impuso una visión estadocéntrica. Con ello no estamos negando, como suele pensarse, que sea necesario el Estado como un mínimo sentido de organización de lo social, sino estamos aludiendo al Estado como una especie de adoración de ciertos grupos de poder a su lógica, su institucionalidad, su rutina diaria, su gramática dominante.

Sin duda, toda sociedad requiere de una organización mínima para su autogobierno. Es decir, lo nuestro es una crítica a la predisposición de sucumbir ante la cartografía de la dominación estadolátrica, de su narrativa cargada de un eufemismo llamado “el cambio”, y lo más complicado en nuestro caso es que en Bolivia nos hemos planteado discursivamente cambiar el Estado colonial por un Estado Plurinacional. Y si esto no se lleva acabo, es decir, la constitución del Estado Plurinacional, esto simplemente será un engaño y un gran fraude histórico del que intentarán aprovecharse los partidos de la vieja oligarquía, como el Movimiento Sin Miedo o Unidad Nacional.

De hecho, al parecer desde esta visión estadocéntrica no es posible cambiar al Estado por otro Estado, dado que éste esta fundado en la enajenación y en el violentamiento de lo social. La frase “revolución del Estado” o “descolonización del Estado” es un abuso del lenguaje. Incluso el ideario revolucionario sin realidad revolucionaria es el mayor descaro.

Al final, con la visión estadolátrica todos quedaremos derrotados por el Estado colonial, porque estamos atrapados por el Estado en tiempos de una gran predisponibilidad social como nunca antes de hacer una nueva historia, hecho que no teníamos desde hace diez años. En palabras más claras, desde la lógica estadolátrica que inspiró García Linera estamos ante un autoengaño y, a la vez, un engaño de los grupos que se han instalado en él. El movimiento campesino, particularmente su dirigencia, es quien va salir derrotado de esto por su apoyo a la lógica estadocéntrica, que ni siquiera es parte de la lucha de los años 2000, 2001, 2003 y 2005.

Ahí están las dos caras del poder del Estado que no han sido desmontadas; se reproducen nuevamente bajo otros mecanismos. Podría ser que la civilización del Estado sea el derrotero que nos conduzca hacia nuestra propia derrota, pues ¿puede un gobierno y Estado que somete a la violencia a su propio pueblo ser un Estado revolucionario? Pues no. Y lo peor: el Estado-gobierno enfrenta al movimiento campesino contra el movimiento indígena originario, es decir, el ayllu Andino y el sindicato campesino. Y hoy, esta división es radical.

El gobierno favorece al sindicato campesino, particularmente a su cúpula, y declara como enemigo interno a los ayllus y capitanías. No toma en cuenta que éstas son las antiquísimas organizaciones sociales del mundo de los Andes y la Amazonía, y las que sustentan filosófica y moralmente al Estado plurinacional. El lograr dividir es la vieja trama del poder colonial que en nuestro medio fue expresado: “divide y reinarás”. Con ello destruye el gran tejido social construido durante un largo tiempo, que fue el sostén para resistir y atacar al Estado y gobiernos neoliberales por un tiempo de 20 años (y 519 años).

Sin embargo, es indudable que la sociedad indígena originaria -redistribuida en todo el territorio del mismo Estado- sigue siendo un espacio-tiempo de una real potencia social para continuar en la lucha social, como lo muestra la IX marcha de los pueblos de la Amazonia y de los Andes en contra de la destrucción de su hábitat y de sus derechos sociales y políticos, gravemente quebrantados.

Publicado el 2 de julio 2012

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