Madrid, España. Desde hace unas semanas la sociedad española se ve sacudida por nuevos escándalos de corrupción que afectan a pilares fundamentales del régimen como la Corona (a través de su yerno Iñaqui Undangarín) y, sobre todo, el Partido Popular (PP), hoy en el gobierno y con mayoría absoluta en el Parlamento. Es difícil predecir el alcance que puede tener la salida a la luz de estos casos en medio de una crisis económica y social, con 6 millones de personas desempleadas (alrededor del 26 por ciento de la población activa), y de un desafío al nacionalismo español como el que se plantea desde Catalunya, en donde, por cierto, gobierna una coalición, Convergència i Uniò (CiU), también implicada en nuevos escándalos de corrupción.
La indignación de la población frente a este escenario parece haber rebasado ya un punto sin retorno que ojalá llegue, por fin, a dejar atrás la cultura del cinismo político vigente desde la mitificada transición política. Se anuncian nuevas movilizaciones que muy probablemente marcarán una nueva fase en el ciclo iniciado por el 15M y seguido luego por las sucesivas mareas en defensa de la educación, la sanidad o el agua y a favor de una democracia real. La repercusión internacional de estos escándalos, justamente después de que el gobierno haya alardeado de no haber tenido que pedir un nuevo rescate a la troika (Fondo Monetario Internacional Unión Europea, Banco Central Europeo), también va en aumento, configurándose así un panorama de inestabilidad política y social que no parece garantizar esa confianza inversora en la marca España que se quería ofrecer con una contrarreforma facilitadora de los despidos y la precarización laboral, así como con los recortes crecientes a los salarios, a las pensiones y a servicios públicos esenciales.
Es sin duda la difusión de la contabilidad B del PP, atribuida al ex tesorero de ese partido durante 20 años, Luis Bárcenas, junto con el dato de que ese mismo personaje clave de lo que se conoce como la trama Gürtel (red de corrupción que ha tenido su máxima expresión en las Comunidades Valenciana y Balear, gobernadas ambas por el PP pero que también implica a la actual ministra de Sanidad, Ana Mato) se haya acogido a la amnistía fiscal tan generosa promovida por el gobierno recientemente y se le haya encontrado en Suiza unas cuentas de más de 22 millones de euros, lo que constituye ahora el centro principal de la crisis. El hecho de que en esos papeles aparezcan figuras de primera línea del PP (empezando por el presidente del gobierno Mariano Rajoy y siguiendo con otros como Rodrigo Rato, ex número 1 del FMI y del paradigma del fiasco inmobiliario Bankia) que habrían recibido dinero negro en distintas ocasiones, ha provocado ya un clamor creciente a favor de la dimisión de todo el gobierno en amplios sectores de la opinión pública y, sobre todo, en las redes sociales, cada vez más influyentes. Hasta el mundo empresarial español define este escándalo como catastrófico y no parece creer la rotundidad con que los líderes del PP pretenden desmentir todo.
Esto es así porque pese a que Rajoy y sus colegas insisten en la falsedad de esos papeles, la ambigüedad de sus declaraciones (el matiz de Rajoy en Berlín salvo en algunas cosas se convirtió enseguida en trending topic en twitter el lunes pasado) y las de otros dirigentes, al igual que el silencio mantenido hasta ahora por las grandes empresas que aparecen como donantes (sobre todo, las constructoras, grandes beneficiarias del boom inmobiliario y de infraestructuras), no hacen más que reforzar la percepción de que no sólo ha habido una financiación ilegal de ese partido durante más de dos décadas (ya que aparece también implicado su anterior tesorero, Alvaro Puerta) sino que también ha habido enriquecimiento personal de muchos de sus dirigentes. El hecho, además, de que en esta ocasión hayan coincidido en la denuncia dos medios de comunicación con afinidades distintas como El Mundo y El País da mayor credibilidad a lo difundido, pese a que pueda haber detrás intereses de determinados sectores o personas, como el propio Bárcenas o incluso notables del PP que se hayan sentido marginados por la cúpula de su partido.
Crisis de gobierno, crisis de régimen
Difícilmente se puede encontrar desde 1978 un proceso de deslegitimación tan rápido de un gobierno que contara con una mayoría absoluta en el parlamento español. En efecto, en sólo un año de ejercicio, su desgaste, consecuencia de su política austeritaria con los y las de abajo y de su propia crisis interna, se está acelerando por momentos, como se reconoce en algunos estudios de opinión. Pero lo más relevante es que ese descrédito del PP no se ve compensado por un aumento de votos del partido de la alternancia, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), a su vez en descenso en medio de una crisis de proyecto y de liderazgo, agravada además por la fractura en torno a la cuestión nacional que afecta a ese partido en Catalunya.
Tampoco podemos olvidar que Convergencia y Unió, otro pilar subsidiario de los dos grandes partidos siempre que lo han necesitado, se ve también directamente afectado, como he indicado al principio, por recientes escándalos de corrupción, aunque en algún caso estén magnificados interesadamente por la misma fuente que ha destapado el caso Bárcenas para cuestionar su cambio de rumbo independentista. Una reciente encuesta ratifica el desgaste de esa formación, pero en este caso parece que en beneficio del ascenso de otras fuerzas a su izquierda y a favor del derecho a la independencia en esa comunidad.
Estamos, por tanto, ante una crisis, en mayor o menor medida, de los tres principales partidos que han sostenido el régimen, a su vez sometido desde hace tiempo a una progresiva reconstitucionalización en un sentido más neoliberal, autoritario y centralista. Un proceso que llegó a su máxima expresión con la reforma del artículo 135 de la Constitución en el verano de 2011 para imponer la regla de oro del equilibrio presupuestario, exigido por la eurozona para el pago de la deuda. Una política del shock, en suma, que supone nuevos pasos hacia el reforzamiento del nexo Estado-finanzas y el vaciamiento creciente de competencias de sus propias instituciones representativas para poder gobernar con decretos-leyes al dictado de un poder soberano supraestatal.
Esta crisis alcanza también a las direcciones de los dos grandes sindicatos, Unión General de Trabajadores (UGT) y Comisiones Obreros (CCOO), soportes de un modelo de concertación con la patronal y los sucesivos gobiernos que toca a su fin pero que se resisten a abandonar. No parece, además, que los congresos que van a celebrar próximamente anuncien una voluntad de cambiar de rumbo hacia un sindicalismo de lucha, dispuesto a contagiarse y a mezclarse con la renovada cultura de la movilización y de la democracia directa que está surgiendo desde el 15M, las redes motoras de las mareas y sindicatos minoritarios como el Sindicato Andaluz de Trabajadores.
La crisis afecta, en fin, a algo tan básico como es la delimitación de las fronteras y el presunto demos soberano de este Estado. Una cuestión que fue resuelta de forma antidemocrática en la mitificada Transición y que adquiere con la legítima reivindicación del derecho del pueblo catalán a decidir su futuro especial gravedad, tras la firme negativa de los distintos pilares del régimen incluyendo en primer plano a una Corona desprestigiada y al Tribunal Constitucional- a reconocer en condiciones de igualdad otras identidades nacionales distintas de la española
Nos encontramos, por tanto, ante una crisis en primer lugar del gobierno y del PP, pero también, aunque de forma desigual, de pilares básicos del régimen y del Estado. No es, por tanto, sorprendente, que desde distintos medios se hable de la necesidad de una segunda transición o incluso de una refundación del régimen, ni que desde movimientos como el 15M y fuerzas de izquierda se propugne la necesidad de nuevos procesos constituyentes. Es, en resumen, toda la política sistémica -y la forma cada vez más oligárquica y profesionalizada de hacerla- la que está en cuestión. Una política que han practicado y practican los grandes partidos, pero de la que no escapan otros, sometidos a presiones contradictorias, como Esquerra Republicana en Catalunya o Izquierda Unida en Andalucía, Asturias o Extremadura, con sus respectivos pactos de gobernabilidad. Una política, en fin, que se dedica a obedecer, en mayor o menor grado, a las condiciones impuestas por la deudocracia y al todo por el euro y que, de continuar por ese camino, no podrá impedir que sigamos el que está ya conduciendo a una catástrofe social en Grecia y Portugal.
Indignación ciudadana in crescendo
La indignación que se refleja en las encuestas y, cada vez más, en las calles aumenta más, si cabe, con la percepción de agravio comparativo entre la gente de abajo y, sobre todo, en las capas medias ahora en declive- ante un panorama en el que, en un contexto de saqueo de lo público, recortes varios y el verdadero escándalo de más de seis millones de personas desempleadas, los de arriba -políticos y banqueros- van saliendo de la crisis más ricos que antes y con las puertas giratorias entre lo público y lo privado funcionando a tope. Por eso, a la euforia de la burbuja inmobiliaria y del ascensor social sucede ahora un sentimiento de privación relativa creciente frente a la agravación de la desigualdad y la polarización social y, con ellas, la constatación del fin de las ilusiones en la sociedad de propietarios y en la soberanía del consumidor. Mezclándose así la fractura social con la que enfrenta a la ciudadanía con la clase política, no podemos sorprendernos de que la sensación de fin de régimen o la exigencia de una verdadera catarsis se extiendan por todas partes.
Con todo, el peso de las derrotas pasadas, la fragmentación de las protestas y la dificultad de arrancar victorias parciales frente a un gobierno que se aferra a su mayoría absoluta parlamentaria y a la debilidad de sus adversarios para seguir gobernando, continúan pesando como frenos para incorporar a nuevos sectores a la movilización y demostrar que sí se puede. No obstante, parece también que con escándalos como éste el miedo empieza a cambiar de bando, como se comprueba con el temor a un estallido social entre los de arriba. Confiemos en que la confluencia de mareas que se anuncia en torno a una marea ciudadana contra el golpe de estado financiero el próximo 23 de febrero (fecha que coincide con el aniversario del intento de golpe de estado de 1981) marque un salto adelante hacia la conformación de un bloque social amplio dispuesto a convertir la crisis actual en una oportunidad para abrir nuevos caminos por abajo y a la izquierda hacia otra política y otra forma de hacerla.
Porque si no se avanza hacia ese nuevo sentido común y se sigue en medio de una inestabilidad política y social sin salida, no sería descartable que ante las dudas sobre el cumplimiento de las obligaciones derivadas del pago de la deuda, la troika y Merkel (representante del Estado hegemónico de la eurozona) decidieran forzar una crisis de gobierno o imponer uno autodenominado tecnocrático (o sea, de los acreedores). La visita del gobernador del Banco Central Europeo, Mario Draghi, al Parlamento español a puerta cerrada el próximo 12 de febrero parece corroborar, ya sin guardar las formas, la tendencia de facto dominante a ese modelo en la periferia de la UE.
Publicado el 11 de febrero de 2013