La presidenta Dilma Rousseff tomó la iniciativa política al convocar el lunes 25, ante los 27 gobernadores y los 26 alcaldes de las capitales estatales, «cinco pactos a favor de Brasil»: responsabilidad fiscal, reforma política, salud, transporte público y educación. Propuso un plebiscito popular que autorice la convocatoria de una asamblea constituyente para encauzar la reforma política, que es el punto más polémico y más resistido por las instituciones. Aunque al día siguiente debió dar marcha atrás respecto de la constituyente, mantuvo la iniciativa, ya que las reformas se pueden encauzar por la vía parlamentaria.
El tiempo dirá si las reformas llegan a concretarse y, sobre todo, si alcanzan para colmar las expectativas de la población, molesta en particular por la corrupción y la desigualdad, viejos problemas brasileños que no han disminuido en la década que lleva gobernando el Partido de los Trabajadores. Por el momento, hay dos cosas que parecen evidentes: las instituciones siguen a la defensiva, pese a las iniciativas tomadas por la presidenta, y la calle sigue siendo el lugar elegido por buena parte de los jóvenes para hacerse escuchar.
Asustado por la persistencia de las movilizaciones, el Congreso archivó la propuesta de enmienda constitucional 37 (por 430 votos contra nueve), que promovía una reforma constitucional para retirar al Ministerio Público la posibilidad de realizar investigaciones criminales, que sólo podría hacer la policía, en un país donde sólo 11 por ciento de los crímenes comunes y 8 por ciento de los homicidios son resueltos. La propuesta de enmienda constitucional 37 levantó una oleada de protestas bajo el lema «Brasil contra la impunidad». El mismo día la Cámara aprobó un proyecto que destina 75 por ciento de las regalías del petróleo a la educación y 25 por ciento a la salud. Hasta el momento se había registrado un pesado tironeo entre los diferentes estados para hacerse con las ganancias de una de las más prometedoras fuentes de ingresos del Estado, pero la calle logró «convencerlos».
Las manifestaciones siguen y seguirán durante un tiempo. Pero empiezan a notarse cambios y diferenciaciones. En Sao Paulo el Movimiento Pase Libre (MPL) decidió marchar en las periferias urbanas, mientras grupos como Mudança Já (Cambios Ya), que no aceptan partidos y sólo hablan de la corrupción, tienden a concentrarse en el centro enclave de las clases medias, como analiza el sociólogo Rudá Ricci.
La calle brasileña está enviando un profundo mensaje no sólo al gobierno de Rousseff, sino al conjunto de los gobiernos progresistas de la región: la pasividad llegó a su fin. Luego de una década de excelentes precios internacionales para las exportaciones y de una evidente bonanza económica que parece estar llegando a su fin, muy poco ha cambiado. En particular, no hay cambios estructurales.
Incluso un conservador como el ex ministro de Hacienda del régimen militar, Antonio Delfim Netto, comenta una encuesta internacional de Pew Researh Center apuntando que el principal problema es que «una economía de mercado controlada por las finanzas es portadora de graves problemas de desigualdad» ( Valor, 18 de junio de 2013).
La mayoría de los entrevistados en 39 países del mundo sienten que «el funcionamiento del sistema beneficia a los más ricos». Esto indica que la población tiene perfecta conciencia de lo que está sucediendo, y podemos concluir que si no ha estallado antes es porque no encontró el momento adecuado.
Un estudio de la central sindical uruguaya PIT-CNT revela que la masa salarial en relación al PIB era en 2010 inferior a la de 1998, cuando gobernaba la derecha y campeaba el más crudo neoliberalismo. Los datos lo dicen todo: en 1998 los salarios de los trabajadores representaban 27.2 por ciento del PIB. En 2010, luego de ocho años de gobierno del Frente Amplio y de un crecimiento sostenido de la economía, perciben 23.5 por ciento del producto. Lo que indica «un incremento de la porción que se apropian los dueños del capital» (Instituto Cuesta-Duarte, diciembre de 2011).
El 30 por ciento de los trabajadores uruguayos ganan algo más del salario mínimo, y la mitad de los que trabajan perciben menos de dos salarios mínimos. La situación no es muy diferente en Brasil y en Argentina. Es cierto que una parte de la población salió de la pobreza extrema, más por el ciclo de crecimiento económico que por las políticas sociales, que siempre tapan problemas pero no resuelven la situación de fondo de las mayorías.
Esa mitad de la población que ya no pasa hambre, pero que tampoco puede vivir dignamente, está cansada, y está empezando a perder la paciencia. Hasta ahora los gobiernos progresistas jugaron con dos cartas a su favor: la situación de los trabajadores pobres ha experimentado una mejora relativa, y un triunfo de la derecha podría implicar retrocesos. Pero el fantasma de la derecha ha dejado de operar en el imaginario colectivo. Porque es poco más que un fantasma.
Si en alguno de los países mencionados ganara la derecha, los que más perderían serían los miles de militantes y profesionales de izquierda que ocupan cargos de confianza en ministerios, municipios, empresas estatales y gobiernos centrales. La impresión es que buena parte de la gente común, como la que protesta estos días en las calles brasileñas, pero también en las uruguayas, no está dispuesta a seguir dejándose chantajear con el fantasma de la derecha. Buena prueba es lo que sucede en Chile, donde la población ha intensificado sus movilizaciones contra el gobierno derechista de Sebastián Piñera pero no muestra entusiasmo ante el probable retorno de Michelle Bachelet en las presidenciales de noviembre de este año.
Las personas quieren soluciones y luego de una década ya no se puede seguir diciendo que no hay recursos. Quienes creen que esto es un sarpullido primaveral, se equivocan. Es el comienzo de algo nuevo. La discusión sobre si la crisis política que se instaló en Brasil, y que se profundiza en Argentina, beneficiará a los partidos de la derecha o a los de izquierda, tiene poca trascendencia. Hoy lo real es la calle, y allí se juega el futuro.