Woodstock nos mostró que es posible convivir en paz

Omar Páramo/Myriam Nuñez

“Si recuerdas Woodstock no estuviste ahí” es la frase que suele imprimirse en playeras conmemorativas y memorabilia alusiva a este mítico festival de 1969 y, más allá de la chanza evidente, tales palabras encierran mucho de verdad, señala  el profesor Julio Muñoz, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM, “pues cuando pensamos en conciertos que marcaron época, sin importar nuestra generación, lo más probable es que éste sea el primero en venirnos a la mente”.

Ello no es gratuito —añade—, ya que hablamos de un evento que reunió a cientos de miles durante tres días en una granja acondicionada cual foro de rock, sin que por eso se registrara un solo acto violento o de agresión sexual, y para lograrlo no se necesitaron policías, soldados o vigías, únicamente gente abierta a convivir y con un enorme respeto por los demás. Tan sólo por mostrar que no se requiere del Estado o de fuerzas autoritarias para que una multitud coincida en paz, esto es ya un acto profundamente revolucionario.

Y aunque todo arrancó oficialmente el 15 de agosto de 1969, justo en el momento en que Richie Havens salió al entarimado, enfundado en una túnica naranja, y comenzó a percutir su guitarra al ritmo del tema folk antibélicoHandsome Johnny, esto inició un poco antes, cuando cuatro jóvenes cuya edad no sobrepasaba la treintena decidieron organizar un festival para 80 mil asistentes en un campo de alfalfa en el pueblo de Bethel, Nueva York, el cual terminó por congregar a medio millón de individuos, como sugieren ciertas publicaciones, o a poco más de 300 mil, si atendemos a cálculos más conservadores.

“La cifra exacta no importa tanto como el hecho de que esta muchedumbre nos enseñó que, si la gente se reúne bajo un espíritu de convivencia y respeto verdaderos, los cuerpos de vigilancia y de represión salen sobrando. Esto fue un acto anárquico donde se prescindió de toda autoridad, el Estado se redujo al mínimo y las personas hicieron lo que quisieron, y no hicieron nada malo”.

Para Muñoz Rubio es importante entender el contexto en el que se desarrolló el festival y el trasfondo de aquel verano del 69: el hombre acababa de pisar la Luna, había una guerra en Vietnam que amenazaba con volverse eterna, los movimientos estudiantiles se esparcían por el orbe, los asesinatos del Che Guevara y Martin Luther King eran algo reciente y el activismo en favor de la igualdad racial y los derechos civiles se intensificaba en Estados Unidos… Por doquier se percibían ebulliciones y también ganas de hacer algo al respecto.

“Si algo caracterizó a la juventud de los 60 fue su afán de cuestionarlo todo, desde las relaciones económicas de producción, la política y el poder, hasta la vestimenta, las tradiciones y la sexualidad. Esto que se estaba dando desde Alaska hasta Tierra del Fuego; en Europa; gran parte de Asia, y en Australia, generó un fenómeno jamás visto y que no se ha vuelto a ver: una revolución mundial impulsada por jóvenes en movimiento” (el himno hippie San Francisco/Be sure to wear some flowers in your head justo tiene un verso que dice “there’s a whole generation with a new explanation: people in motion”).

Es en este marco que llega el año de 1969 al pueblo neoyorquino de Bethel, que en ese entonces tenía tres mil 900 habitantes, a quienes los organizadores de Woodstock les habían pedido permiso para realizar un festival con una asistencia promedio de 50 mil a 80 mil individuos por día, así que cuando de golpe se presentaron 400 mil sujetos provocando embotellamientos  de más de 30 kilómetros y el cierre de las autopistas, saltaron toda clase de focos rojos en el lugar.

Quizá por ello aquel viernes 15 de agosto, en un arrebato fuera de programa, el anunciador Chip Monck tomó el micrófono y soltó una petición insólita desde los altavoces: “Somos una barbaridad de gente y para que esto funcione sólo te pido recordar algo: el tipo junto a ti es tu hermano”. Parece que estas palabras cumplieron su objetivo porque todo salió tan bien que, para describir a Woodstock, hoy se emplea una frase vuelta ya slogan: fueron tres días de música y paz.

Los lastres de la nostalgia

A decir del profesor Muñoz, pocas cosas son tan humanas como la nostalgia y las ganas de regresar a tiempos ya idos, en especial al llegar a cierta edad, por ello encuentra particularmente conmovedor que las cenizas de Richie Havens —quien siempre se ufanó de haber inaugurado el festival— fueran esparcidas justo donde alguna vez estuvo el escenario de Woodstock, pues tal fue su deseo póstumo.

Sin embargo, advierte el académico, cuando lo nostálgico mira sólo hacia atrás corre el riesgo de volverse conservador y reaccionario, y la única manera de no caer en ello es tomar ese pasado y proyectarlo al futuro, de lo contrario suceden cosas como el malogrado Woodstock 50, el cual parecía más pensado para engrosar bolsillos que para evocar el espíritu de los 60. “Y he aquí lo irónico: una de las razones para cancelarlo fue que no había condiciones de seguridad ni cuerpos de vigilancia suficientes para controlar a gente que quería evocar un momento en la historia donde la gente mostró que era posible convivir en paz, sin necesidad de policías. ¡Así de absurdo!”.

Para el universitario, el gran error de estas conmemoraciones —se han realizado en 1979, 1989, 1994, 1999 y 2004— ha sido el intentar meter dentro del sistema un evento que, por su naturaleza misma, es antisistema, pues esto le hace perder su fibra revolucionaria y el mejor ejemplo de ello es la edición de 1999, recordada por sus grescas entre el público, las agresiones sexuales, la misoginia dirigida a cuanta mujer subía al escenario y el precio exorbitante de las botellas de agua (en 1969 Max Yasgur, el dueño de la granja donde se realizó el festival, regaló todo el líquido que pudo tras escuchar que vecinos suyos intentaban vendérselo a los jóvenes; “¿quién pide dinero a cambio de agua?”, preguntaba indignado). 

Quizá parte de esto se deba a que el rock se ha vuelto un negocio tan lucrativo que ya no hay lugar para propuestas de manufactura casera como el Woodstock original, como apuntaban dos de sus organizadores en el libro Young Men with Unlimited Capital, pero lo indiscutible es que la decepción entre quienes esperaban que el concierto del 99 fuera una celebración del “peace and love” fue tal, y los escándalos tantos, que las revistas especializadas terminaron por bautizar a aquel evento como “el día en que los 90 murieron”.

“Y es que no se pueden forzar las cosas así, pues lo que pasó en aquellos tres días hace medio siglo es irrepetible simplemente porque no se están dando las condiciones históricas, artísticas ni sociales de antes”, indica el doctor Muñoz Rubio, y su opinión parece ser la misma —mutatis mutandis— que la de muchos involucrados en Woodstock 50, como Frank Riley, representante de Robert Plant quien al saber de la cancelación definitiva de la nueva edición tan sólo expresó: “Hoy el mundo es muy diferente de como era en 1969”.

Conocer, asentir y amar

 Siempre se ha dicho que, además de Bob Dylan, los grandes ausentes de Woodstock fueron los Beatles y ello fue porque estaban a punto de separarse; sin embargo, para Julio Muñoz la huella de la banda de Liverpool es evidente en el festival y con esto no se refiere a los covers de Strawberry Fields Forever y Hey Jude interpretados por Richie Havens; a la versión de Crosby, Stills & Nash de Blackbird, ni a cómo la rasgada voz de Joe Cocker se apropió para siempre de With a Little Help from my Friends, sino a algo muy diferente.

“Hacía meses se había lanzado en los cines de Estados Unidos El submarino amarillo y la cinta estaba por doquier. Muchas cosas hacen de esta película una genialidad y una es que, a lo largo del metraje, de continuo aparecen tres palabras en mayúsculas gigantes y colores psicodélicos que resumen no sólo la filosofía beatle, sino el sentir de los jóvenes de la época: LOVE, KNOW y, sobre todo, YES”.

Para el profesor Muñoz es imposible entender lo sucedido en Woodstock —“ni siquiera hubo una solitaria pelea a puñetazos”, consignaba en su momento la revista Life— sin remitirse a esos tres conceptos que rondaban la cabeza de quienes se dieron cita en los campos de Bethel. “Había un acuerdo tácito entre todos: ver a la persona de al lado como alguien a quien amar; decirle sí a lo que no dañara a nadie, y saber más del mundo y de uno mismo”.

Y esta revolución no sólo se estaba dando abajo entre el público, sino arriba en el escenario pues, aunque en la actualidad hay quienes se empeñan en demeritarlo, el arte de los 60 era tremendamente innovador, agrega el docente. Ahí estaba Jimmy Hendrix y su inolvidable interpretación del himno nacional estadounidense; Joan Báez lanzando un poderoso mensaje político con la canción We Shall OvercomeThe Who con su manera tan única de acaparar reflectores y destrozar instrumentos, y un desconocido Carlos Santana que le sacaba a su guitarra Gibson color cereza una amalgama improbable de ritmos africanos y latinos. “Cada propuesta era espectacular y todas se sucedían sin descanso alguno”.

Por todo ello, el académico sostiene que, si algo de esta magnitud se logró en los 60, nada impide imaginar que es posible conseguir algo similar de nuevo. “Las condiciones opresivas de antaño persisten, por lo que podemos y debemos esperar nuevas rebeliones juveniles. No sabemos qué estrategias adoptarán las nuevas generaciones al protestar, pero de tomarse el tiempo para mirar el pasado y proyectarlo al futuro verán que es posible evitar la violencia y abrirle puertas al arte por la vía de amar, conocer y de decir sí”.

Este material se comparte con autorización de UNAM Global

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