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Wilma, una obra que pone al México racista en el ojo del huracán

Omar Páramo

Existe un listado con los nombres que tendrán los huracanes de aquí a seis años y, cuando este ciclo se cierra, la lista se aplica de nuevo en una rotación que se repetiría idéntica de no ser porque, de vez en cuando, aparece un huracán tan letal que su nombre se elimina. “Es curioso cómo en el ámbito meteorológico se borra el nombre de los eventos más destructivos para amortiguarles el mal recuerdo a quienes los sobrevivieron, algo así como cuando nosotros, ya a un nivel personal, borramos de nuestras vidas —o lo intentamos— a quienes más daño nos han hecho”, reflexiona Itzhel Razo.

Detectar esta semejanza fue el detonante para que la dramaturga yucateca comenzara a escribir Wilma, obra surgida de la necesidad de exorcizar algunos de los eventos más traumáticos de su infancia en Mérida, la mayoría ligados al haber crecido con una abuela racista que, por todas las vías, intentaba convencerla de que ella, por su ascendente irlandés, era superior a sus vecinos de herencia maya.

“Si estás en la capital de Yucatán muy rápido verás que el racismo se practica de forma cínica, pues no sólo tenemos una élite sólo accesible a las familias más acaudaladas —para pertenecer hay que ostentar apellidos extranjeros como Farhat, Fitzmaurice o Xakur—, sino que ésta ha hecho una práctica diaria el emplear expresiones despectivas como ‘huiro’ (equivalente a naco) para referirse a los mayas, ‘chihuó’ (o tarántula negra) para designar a las adolescentes de colegios pobres, o mestizo para cualquiera con piel morena. A fin de cuentas a Mérida se le dice la ciudad blanca no por el color de sus casas, sino porque en un tiempo sólo podían entrar los blancos”.

La obra trata de una niña pelirroja a la que se le prohíbe aprender maya, pese a ser la forma local de comunicarse, y que un día escucha en la radio la alerta de ciclones, pero en lengua indígena y por eso no entiende, sale al patio y se la lleva el viento. “La anécdota es simple, el trasfondo no, pues nos pone frente a un espejo que nos devuelve una imagen que nos cuesta aceptar: la de que todos, en mayor o menor grado, tenemos algo de racistas y de clasismo”.

La abuela de Itzhel se llamaba Wilma, como el huracán que golpeó la península yucateca en 2005, y tal coincidencia fue la chispa que le hizo concebir esta pieza de la que además de directora y autora, es protagonista. “Mucho de lo que ella quiso inculcarme era tan destructivo que me llevó a cuestionarme mucho de mí; de ahí lo personal de este ejercicio. Una mitad es ficción y la otra es mi vida, y retratada de forma tan fiel que vemos a mi familia, cierto que a través de un proyector de diapositivas muy viejo, pero ahí están, en escena”.

Una verdad incómoda

Como niña, Itzhel escuchó muchas veces de su abuela aconsejarle no compartir con niños indígenas, no broncearse para ser más blanca y seguir las costumbres europeas, y no las locales, por ser mucho más civilizadas. “La marca de ella en mí es tan profunda que llega a mi nombre, que es de origen maya y debería escribirse Itzel, pero ella le clavó una letra h en medio para arrebatarle su esencia indígena. He llegado a creer que lo hizo para formar así la frase It’s hell”.

En la obra teatral A puerta cerrada (1944) Sartre hacía decir a uno de sus personajes: “Nunca lo hubiera creído. ¿Se acuerdan de que nos hablaban de azufre, hogueras y parrillas? ¡Qué tontería! No hay nada de eso, el infierno es el otro”, noción que Itzhel reelaboró, muy a su manera, al concebir Wilma y proponer que esos otros que han hecho de nuestra vida un sitio infernal bien pueden ser borrados, como hacen los meteorólogos con los huracanes que más dolor causaron.

“Lo que verá el espectador es mi venganza en escena y cómo destrozo y arrojo al viento lo que me quisieron inculcar, porque en la pieza hablo maya y lo hablo mucho, doy una lección sobre cómo decir los colores en esa lengua, imito los acentos meridanos —desde el de los campesinos hasta el de quienes tienen ínfulas de grandeza— y canto una nana tradicional que hubiera deseado yo que alguien me tarareara cuando niña en la cuna, la de Koonex, koonex, palexen”.

Para Itzhel —quien es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM—Wilma fue una vía para romper con su abuela y sus prejuicios, y a fin de hacerlo de la forma más evidente estrenó la obra hace un año en el Centro Cultural La Rendija, en el corazón mismo de Mérida, en una función única y ante mucha de esa gente que, se le dijo alguna vez, debía despreciar. “La respuesta fue impactante; muchos me compartieron que se vieron a sí mismos practicando o recibiendo un racismo que, de tan cotidiano, creían normal”.

A decir de la artista, justo ése es el riesgo, el habituarnos a ver al otro con menosprecio y creer que no hay nada de malo en ello, y quizá la anécdota que mejor expone esta miopía moral es la recogida por Federico Navarrete en su Alfabeto del racismo mexicano, quien recordaba que en 2016 una escritora con un apellido propio de la élite meridense, Silvia Loret de Mola, publicó un artículo titulado ¿Existe racismo en Yucatán? (que de tan polémico fue borrado de los anales del diario donde apareció, como se hace a veces con los huracanes), y en donde argumentaba “que los grupos encumbrados a los que ella pertenece no son racistas porque tratan muy bien a su servidumbre”.

Entender y aceptar cada vez que tenemos alguna actitud racista o clasista es el primer paso para lograr un cambio, señala Itzhel Razo, “el siguiente es romper con eso y crear, a partir de ahí, algo diferente”.

Wilma se presentará en el Teatro El Milagro (calle Milán 24, colonia Juárez) el jueves 13, viernes 14, sábado 15 y domingo 16 de febrero, a las ocho y media de la noche, y de ahí se moverá al Foro Carretera 45 (calle Juan Lucas de Lassaga 122, colonia Obrera) con funciones los días 20, 21 y 22, así como 27, 28 y 29 de marzo.

Este material se comparte con autorización de UNAM Global

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