El asesinato del comunero Camilo Catrillanca el 14 de noviembre a manos del «Comando Jungla», en un despliegue del Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE), puso nuevamente en pie a la nación mapuche y generó una crisis política en el gobierno derechista de Sebastián Piñera. Los hechos se produjeron en Temucuicui Tradicional, en la comuna de Ercilla, cuando un grupo de policías dispararon por la espalda sobre Catrillanca cuando conducía un tractor.
Según la página Mapuexpress, Catrillanca era un weichafe (guerrero mapuche) con una participación importante en las recuperaciones de tierras en la zona, hijo y nieto de longkos (dirigentes o caciques). «Este es un punto de quiebre en la historia de la sociedad mapuche», señala la página web.
La forma como se sucedieron los hechos revela el carácter colonial del Estado chileno y la ocupación militar del territorio histórico mapuche. Apenas conocido el crimen del comunero de 24 años, el intendente de la Araucanía, Luis Mayol, dijo a los medios que Catrillanca había participado en el robo de tres coches a profesoras de una escuela de los alrededores de la comunidad, mientras el director de Carabineros aseguró que tenía antecedentes por diversos delitos.
Mayol debió renunciar al saberse que Catrillanca no había participado en ningún delito ni tenía antecedentes, mientras el Instituto Nacional de Derechos Humanos presentó una querella ante un juzgado local por «homicidio calificado». Pero lo más grave es que Carabineros grabaron el procedimiento y destruyeron la tarjeta de video, como surgió del testimonio de un chico de 15 años que estaba también en el tractor que conducía Catrillanca.
Lo cierto es que el crimen se inscribe dentro de una política de militarización de la región mapuche, de las principales comunidades que resisten el modelo neoliberal y recuperan tierras. Los hechos revelan varias cuestiones.
La primera es que estamos ante un Estado racista que ejerce violencia colonial. Al pueblo mapuche y a sus organizaciones se les aplica la Ley Antiterrorista aprobada en 2008 por el gobierno «progresista» de Michelle Bachelet. El cuerpo policial Carabineros protege a los empresarios que ocupan tierras o agreden a las comunidades, mientras militarizan un territorio que ocupan desde hace un siglo y medio, como consecuencia de la guerra denominada “Ocupación de la Araucanía” (1860-1883).
La segunda es el tipo de represión ejercida, con cuerpos especializados como el Comando Jungla, integrado con agentes entrenados en Colombia. En ese país, las fuerzas contrasubversivas cuentan con el apoyo del Pentágono y en ciertos períodos con asesores argentinos e israelíes especializados en la lucha contra las guerrillas. El Estado chileno considera al pueblo mapuche como un enemigo a derrotar, por eso entrena sus fuerzas como el GOPE en países que tienen larga trayectoria en la guerra como Colombia.
La tercera cuestión es decisiva: la militarización y la violencia obedecen al modelo de acumulación por despojo o robo, que los zapatistas denominan con acierto como «cuarta guerra mundial» contra los pueblos, que busca convertir la naturaleza en mercancías. En esta guerra, los pueblos son un obstáculo para la valorización de capital, ya no un medio para la extracción de plusvalía.
En el sur de Chile, este modelo toma la forma de explotaciones forestales, minería y obras hidroeléctricas. Al sur del río Bio Bio, se puede observar un mar de pinos que invaden cada rincón y rodean brutalmente las comunidades mapuche, ahogando su capacidad de sobrevivencia con la implantación de un monocultivo que impide la sobrevivencia productiva de las comunidades.
En su trabajo sobre la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM), el historiador Fernando Pairican explica que sus militantes pertenecían a «una nueva generación de mapuche que se crió en la pobreza de las reducciones de los ochenta, maduró rodeada de plantaciones forestales en los noventa y se rebeló a mediados de la misma década» (“Malón. La rebelión del movimiento mapuche”, pág. 20).
Las grandes empresas forestales son una de las principales formas de acumulación del capitalismo chileno. El coordinador del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA), Lucio Cuenca, señala que entre 1975 y 1994 (durante la dictadura de Pinochet y los primeros años de la democracia), los cultivos forestales crecieron un 57%. El sector de la forestación aporta alrededor del 10% de las exportaciones y ocupa más de dos millones de hectáreas, concentradas en la región mapuche.
Más del 60% de esa superficie está en manos de tres grupos económicos. En los primeros años de Pinochet, entre 1976 y 1979, el Estado traspasó a privados sus seis principales empresas del área por debajo de su valor. El resultado es que la industria forestal quedó en manos de grandes grupos nacionales liderados por Anacleto Angelini y Eleodoro Matte.
Según Cuenca, las regiones invadidas por el monocultivo forestal se han convertido en las más pobres del país, en tanto Angelini integra la lista de los seis más ricos de América Latina. Cada año la frontera forestal se expande unas 50.000 hectáreas, en tanto la población sufre escasez de agua, cambios en la flora y la fauna y la desaparición del bosque nativo.
La tierra es la clave del conflicto mapuche y explica la militarización de toda la región. El historiador Gabriel Salazar sostiene que en 1960 cada familia mapuche tenía un promedio de 9,2 hectáreas y que después de 1979 se redujeron a 5,3. En la actualidad cada familia posee en promedio menos de 3 hectáreas, aunque el Estado de Chile sostiene que pueden sobrevivir con dignidad a partir de las 50 hectáreas. Bajo la dictadura (1973-1990) los mapuche perdieron dos tercios de las tierras que aún conservaban por el avance imparable de las forestales y la hidroeléctricas.
La cuarta cuestión es que Temucuicui es la comunidad más activa en la recuperación de tierras. En la última década recuperaron alrededor de 100.000 hectáreas, con especial activismo de la Alianza Territorial Mapuche. Esta organización nació en 2007 como resultado de «una nueva generación de comuneros que eran niños cuando irrumpió la cuestión autodeterminista, pero que cumplida la mayoría de edad, comenzarían a liderar el movimiento, retomando las prácticas, discursos y formas de hacer política de la CAM» (Pairican, pág. 356).
Un informe de inteligencia policial obtenido por el Centro de Investigación Periodística (Ciper), revela que Catrillanca era vigilado por ser activo en la defensa de la identidad cultural mapuche, aunque no hubo ningún hecho que lo vinculara con actividades ilegales o delictivas. Fue el principal dirigente estudiantil en Ercilla durante las protestas nacionales de 2011, cuando tenia 17 años.
La Alianza tiene fuerte arraigo en Temucuicui y trabaja por la autonomía de las comunidades, la autodeterminación de pueblo mapuche y, en particular, por la recuperación del territorio histórico. La violencia política no figura entre sus repertorios de acción colectiva, pero el Estado militariza y criminaliza las recuperaciones de tierras porque considera que es la única forma de detener el activismo de las nuevas generaciones. «Nos inventan delitos para estigmatizar al movimiento mapuche», sostiene el vocero de la Alianza, Mijael Carbone.
La respuesta del pueblo mapuche y de amplios sectores del pueblo chileno al asesinato de Catrillanca revela que una parte de la sociedad está dispuesta a enfrentar la militarización sobre la que se asienta la acumulación por despojo.
Publicado originalmente en Gara