Venimos a exigir justicia por los 72, para que no haya otra masacre

Alfredo López Casanova

Es un lunes y son las 7 de la mañana. La plancha del Zócalo de la ciudad de México es una inmensidad que agobia a Don Leopoldo Euceda. Mira los grandes edificios que tiene enfrente. La Catedral le asombra mientras escucha la música de un organillero madrugador, que afanosamente mueve la manivela del cilindro y la música sale, vuela retumbando en las paredes, se la lleva el viento mezclándola con el ruido de los carros. A Don Leopoldo Le inquieta el excesivo movimiento de esta agitada ciudad, la contaminación y el smog no es común que lo respire donde vive. Mira para todos lados. Apenas ayer estaba a 1,798 kilómetros de distancia, que es la que hay de México a Comayahua, Honduras. Estaba trabajando su tierra, viendo como va creciendo la milpa y sus plantas de café. Nunca se imaginó estar aquí, o al menos no en estas circunstancias, parado con una cartulina frente al Palacio Nacional, esperando que el presidente López Obrador lo reciba a él y a otras 20 familias que vienen de distintos países de Centro y Sudamérica. Son familiares que vienen a exigir justicia y que les digan la verdad de lo ocurrido hace 9 años en San Fernando, Tamaulipas, donde fueron asesinadas, masacradas 72 personas migrantes, su hijo estaba entre ellos.

Mientras las otras familias de los 72 asesinados y personas solidarias, extienden en la plancha del frio cemento, largos papeles para formar un gigante +72, que ha sido dibujado con los cientos y miles de nombres de migrantes asesinados y desaparecidos, Don Leopoldo remueve sus recuerdos de esos largos y angustiosos nueve años, y lo acontecido retumba en su memoria cuando aquel 2 agosto del 2010, su hijo Marvín Leodan, le dijo que se iba porque aquí en su pueblo, la vida era muy difícil y que no saldrían adelante. Don Leopoldo intentó retenerlo: “Mira no te vayas, aquí, si bien somos pobres, tenemos nuestras tierras que nos dan comida, mira, pronto estas plantas también nos darán café y tendremos algo más”. Pero su hijo quería conseguir un buen trabajo para poder mandarle a su familia, tenía 19 años y muchas ganas de buscar otra cosa. Y él decía: “no papá, yo me voy a Estados Unidos, allá consigo un trabajo y podemos mejorar, salir adelante.” Él salió solo, y en el camino y se juntó con otras personas también de aquí de Honduras.

En toda la ruta al norte mantuvo comunicación constante con su familia hasta tres días antes de que los mataran junto a 71 migrantes, 58 hombres y 14 mujeres.

Después de tres días de estar en Tamaulipas, su hijo le llamó para decirle que necesitaba dinero urgentemente, que por favor les enviara 3,500 lempiras porque lo estaba necesitando. El dinero se lo enviaron, les llegó pero luego perdió la comunicación, su familia pensó que era para liberarse, de algo. Tal vez no dijo lo que estaba pasando para no preocuparlos, “pero si nos preocupamos porque ya no había manera de saber qué pasaba. Cuando ya ocurrió la masacre de San Fernando, yo como padre sentí que él estaba allí, porque se perdió la comunicación.” Y entonces en su familia se mantuvo esa persistente angustia y este presentimiento por la falta de información. “Yo les decía que luego va aparecer y que luego va a llegar”, y su mamá también decía que tenía esperanzas que su hijo va a regresar en cualquier rato. “Y así nos estuvimos un montón de años, 8 años hasta que luego llegó otra gente para ayudarnos, eran los de Antropología Forense de Argentina, y nos ayudaron hasta lograr identificar a nuestro hijo con la información que habíamos dejado en la embajada allí, en Tegucigalpa”.

Ha pasado más una hora. El sol se refleja en las torres de la Catedral. Don Leopoldo habla en tono bajito con las personas que se acercan a preguntarle qué hacen. Pacientemente vuelve a contar la historia de su hijo y de la masacre de San Fernando, mientras sostiene su cartel frente a los transeúntes que registran la acción de las familias, que cargan baldes de engrudo y escobas mojadas, que esparcen sobre el piso, pegando gigantes imágenes del +72, un símbolo de la ignominia que representa la impunidad y la violencia contra miles y miles de migrantes desaparecidos y asesinados, que no son fantasmas ni pasado, son un presente frente a una política de estado que no los respeta y no los reconoce.

Don Leopoldo le dice a unos jóvenes que le preguntan, y una vez más les cuenta: “Lo que estamos haciendo ahora es un pequeño recordatorio, para los que no conocen de la masacre de San Fernando, vean que sentimos algo por nuestra familias desaparecidas y asesinadas, pero también lo hacemos porque queremos justicia, castigo a los responsables. Porque cuando se hace justicia no se sigue dando estas masacres, verdad?”

A 9 años de la Masacre de San Fernando se sigue exigiendo el esclarecimiento de la verdad. Las familias han venido reclamando en todos estos años la plena y total identificación de todos los cuerpos, para entregarlos a los familiares, pues todavía faltan 9 cuerpos sin identificar.

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