foto: Marco Teruggi
La clave del actual conflicto en Venezuela no es tanto de carácter social como geopolítica, dado que se trata de un país pleno de riquezas y emplazado en una posición estratégica (un país bisagra entre dos subcontinentes), en un planeta en el que a escala global miden fuerzas Estados Unidos y China. Después de 60 años de conflicto en Colombia, “creo que se está configurando una guerra interna en Venezuela, de manera que puede convertirse en la Siria de América Latina; esto llevaría a una profunda desestabilización del continente”, sostiene el periodista e investigador uruguayo Raúl Zibechi. Colaborador en medios como La Jornada de México o Brecha de Uruguay, desde hace tres décadas ha recorrido América Latina trabajando con los movimientos sociales. Coordinación Baladre de luchas contra la precariedad e Iniciativas sociales Zambra han publicado libros de Zibechi como “Latiendo resistencia. Mundo nuevo y guerras de despojo” (2016), “Descolonizar la rebeldía” (2014) y “Brasil potencia: entre la integración regional y un nuevo imperialismo” (2013). En el primero de los títulos resalta la función esencial de la masacre: “Ayer y hoy constituye el principal modo de disciplinamiento de los de abajo en América Latina”.
–En artículos y libros te has mostrado muy crítico con los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina. Ante las embestidas de la oposición de extrema derecha venezolana, con el apoyo de las elites mundiales, ¿crees que los movimientos populares han de tomar partido en esta coyuntura?
Toman partido y es necesario que lo hagan porque son la llave de los cambios posibles y deseables. Sin los movimientos, o sea la gente común organizada para promover o impedir cambios, nada de lo que sucedió en América Latina en las tres o cuatro últimas décadas sería igual. La camada de gobiernos progresistas y de izquierdas que surgieron desde 1999, son producto indirecto de estos movimientos. Indirecto porque no tenían ese objetivo específico, no se propusieron llevar a tal o cual persona o partido al gobierno, aunque en muchos casos los apoyaron, incluso antes de que fueran gobierno.
El asunto es que no hay unanimidad, ni puede haberla, en cuanto a la valoración de estos gobiernos ni en relación a la actitud hacia ellos. Hay movimientos que apoyan al progresismo y otros que se oponen, y unos cuantos tienen posiciones intermedias y oscilantes según las coyunturas. Lo que no resulta adecuado es quitarle legitimidad cuando toman caminos que no se comparten. Se trata de explicar las razones por las cuales hacen lo que hacen, en vez de sentenciar que se convirtieron en agentes del imperio o cosas similares, que recuerdan el período estalinista cuando todo opositor era tachado de “agente del enemigo”.
–¿Consideras que cabe una “tercera vía”?
El término “tercera vía” no me gusta. Pero entiendo que te refieres a un camino propio de los movimientos, que no necesariamente pase por la estrategia estatal o partidaria. Creo que ese sería el camino a explorar, algo que en los últimos años hemos denominado autonomía. Que pasa por diseñar estrategias propias que, en determinado momento, pueden establecer lazos con algunos partidos o con el Estado, pero que en su conjunto no se subordinan a ninguno.
Sin embargo, una estrategia de este tipo no es sencilla porque supone la constitución de sujetos colectivos sólidos, bien plantados en el escenario político y, sobre todo, capaces de crear y sostener una cultura política propia. Esto es muy excepcional en todo el mundo, y en América Latina lo encuentro en muy pocos movimientos, en particular en el zapatismo y en los sin tierra de Brasil, aunque ambos transitan caminos diferentes. Una estrategia propia sólo puede construirse pensando en la larga duración, para no quedar entrampados en coyunturas políticas o electorales que suelen des-potenciar las capacidades de los movimientos.
–En un reciente artículo publicado en La Jornada, afirmabas que la pugna estratégica entre Estados Unidos y China estaba fracturando América Latina. ¿Qué posición ocupa Venezuela?
En ese artículo recojo un análisis de dos economistas latinoamericanos, que tienen la enorme virtud de darle densidad material a los conflictos en la región, rehuyendo las consabidas letanías ideológicas. El punto de partida es que hay una fractura entre Sudamérica, volcada hacia China, y Centroamérica y el Caribe, volcados hacia Estados Unidos. Para llegar a esa conclusión aportan datos sobre comercio exterior y endeudamiento, y establecen que el epicentro de la fractura es Venezuela.
-¿En qué consiste el conflicto que mencionas?
El eje del conflicto es geopolítico más que social, aunque este tiene su importancia. En todo el mundo hay una pugna entre la potencia decadente y la potencia emergente, o sea Estados Unidos y China. En realidad, la geopolítica explica algunas cosas y es una “ciencia” de carácter imperial, antipática y detestable, pero ayuda a posicionarse si uno rehúye la tentación de creer que las alternativas al imperialismo yanqui son los chinos o los rusos. Se trata de potencias que disputan hegemonías y no de fuerzas emancipatorias, como creen algunos analistas de izquierda. Son opresoras, no liberadoras. Lo que está sucediendo, y esto puede ser positivo, es que la pelea entre potencias puede, sólo puede, abrir espacios a las luchas de los abajos. No más, ni menos.
–¿Cómo se concreta este razonamiento en el caso de Venezuela?
En base a este escenario, lo que veo en Venezuela es un país rebosante de riquezas, de hidrocarburos y minerales, y una geografía que mira hacia el Caribe desde Sudamérica. Es un país bisagra entre dos subcontinentes, al igual que Colombia. Por eso son espacios estratégicos, donde las líneas de fricción entre imperios se convierten en fallas tectónicas en las que emergen los conflictos.
Lo que resulta aleccionador, es que apenas termina la guerra en Colombia, una guerra de seis décadas, se abre la posibilidad de guerra en Venezuela. Creo que se está configurando una guerra interna más que una invasión, aunque los paramilitares parecen estar operando desde Colombia. Venezuela puede convertirse en la Siria de América Latina, lo que llevaría a una profunda y sistémica desestabilización de todo el continente. Una tormenta, en el lenguaje zapatista.
–Tras recordar su acompañamiento crítico a la Revolución Bolivariana, el sociólogo Boaventura de Sousa Santos afirma que las conquistas sociales de los últimos veinte años “son indiscutibles”. ¿Qué le responderías?
Hay que precisar qué se entiende por conquistas sociales. Si se trata de la reducción de la pobreza y el aumento del consumo, estaría de acuerdo. Sin embargo, yo no las llamaría de ese modo, ya que no estamos ante cambios estructurales, como la reforma agraria o la urbana, sino ante la mejora de indicadores puntuales o coyunturales.
En los países con gobiernos progresistas y de izquierda hubo políticas sociales, inspiradas en las políticas del Banco Mundial pero más extensas, que aliviaron la situación de los sectores más pobres y los incluyeron en el consumo. En algunos países parece haberse avanzado en relación a la desigualdad, pero no en todos como lo muestran los estudios en Brasil y Uruguay que analizan los ingresos del 1% durante los gobiernos del PT y el Frente Amplio. Ahí la desigualdad siguió creciendo.
-No hubo cambios…
Lo que no hubo son cambios estructurales. Las vendedoras ambulantes y de los mercados, los recogedores informales de basura, esas mayorías pobres que son el 60 por ciento de nuestro continente, tienen ahora ingresos mayores, pero siguen ocupando los mismos lugares en la estructura social, cultural y productiva. Eso se relaciona con la hegemonía de la acumulación por despojo, que se ha agravado en la última década, que desindustrializa o impide la industrialización.
En cada país esto se manifiesta de modos diferentes. En Brasil hubo un avance del agronegocio y un retroceso de la industria. En Venezuela se profundizó el rentismo petrolero. Lo más grave es que se difundió una ideología que hace creer que el mundo deseable se basa en el reparto y no en el trabajo. Esto abre las puertas a la corrupción, que es inherente a la acumulación por despojo.
Por el contrario, creo que estamos en un período de transición muy similar al que vivimos durante nuestras independencias, en la primera mitad del siglo XIX. Fue la lucha, a muerte, entre una clase dominante peninsular (los llamados godos) y una clase emergente de criollos. Una clase en decadencia y otra ascendente que necesitaba el poder estatal para consolidar su riqueza, que era producto de la apropiación violenta de la tierra. Ambos sectores, y muy en particular los criollos, apelaron al pueblo (indios, negros, mestizos y blancos pobres) para inclinar la balanza a su favor, pero en cuanto vencieron les dieron la espalda. La opresión bajo las repúblicas fue incluso más violenta que con las monarquías.
-¿Cómo valoras la derrota electoral del gobierno de Cristina Kirchner, en Argentina, y la “caída” de Dilma Rousseff en Brasil? ¿Supone una involución o la apertura de un periodo con nuevas oportunidades?
Siento que son manifestaciones de lo que llamamos como fin de ciclo. Algo se terminó, más allá de que haya gobiernos de un color o de otro. Lo que llegó a su fin, fue un tipo de gobernabilidad tejida en base a los elevados precios de las exportaciones y una paz social lubricada con alzas sostenidas de salarios y prestaciones sociales, posibles precisamente por esos precios altos del petróleo, el gas, los minerales y la soja.
El fin del ciclo supone el triunfo de las derechas en el corto plazo, pero sobre todo un período de ingobernabilidad en el cual nadie, ni siquiera los progresistas, tienen posibilidades de gobernar en calma. Las clases medias se han hecho muy conservadoras y aprendieron a luchar en las calles. Los sectores populares despiertan de la siesta progresista y se disponen a retomar las calles para defender lo que consideran sus derechos. En tanto, la economía sigue su caída libre en un clima de confusión política.
–¿Qué escenario se otea en la región más allá del análisis cortoplacista?
Si levantamos la mirada hacia el mediano plazo, podemos ver que se abre un nuevo período para los movimientos, con la posibilidad de zafar de la tutela que significaron la izquierda y el progresismo. Eso puede permitir que algunos movimientos hagan una opción por un proyecto propio, aunque creo que la mayoría seguirán prisioneros de la vieja cultura política que coloca a los caudillos en un lugar central y el acceso al Estado como clave de bóveda de los cambios.
No soy muy optimista respecto a que seamos capaces de mirar más lejos que los períodos electorales, aunque unos cuantos movimientos de mujeres y de jóvenes, que son los más activos en este momento, parecen querer rehuir esa perspectiva.
–¿Qué movimientos sociales regidos por los principios de la asamblea, la autonomía y la autogestión observas actualmente con mayor pujanza en el continente?
Los movimientos de carácter comunitario, aunque no existan comunidades formales. Tengo gran confianza en el zapatismo, pero también en franjas del movimiento mapuche, en movimientos locales urbanos en Ciudad de México y en el estado de Lara (Venezuela), donde se registran experiencias notables que congregan decenas de miles de personas.
En todo caso, creo que los movimientos indígenas siguen siendo los más avanzados, aunque en los últimos años ganaron fuerza los movimientos negros en Brasil y Colombia, donde los jóvenes y las mujeres viven bajo una constante persecución policial y estatal.
–¿Qué podría aprender, a tu juicio, la izquierda occidental del zapatismo?
Ética. El zapatismo es una inmensa escuela de ética. Se despegaron de la agenda estatal-partidaria, abandonando los focos de atención mediáticos, al precio de hundirse durante meses en el silencio y la falta de noticias sobre lo que hacen. Pero eso les ha permitido crear una agenda propia, que es uno de los rasgos mayores de su autonomía.
En cierto momento se preguntaron qué tipo de militante nacería de la opción de no tomar el poder estatal, o sea de no pelear por cargos, puestos y remuneraciones dentro del sistema. El resultado es esa nueva generación de jóvenes de las comunidades que luchan con múltiples armas, incluyendo la música, la danza, el teatro y los conocimientos científicos. La clave en este punto es la creación, que simboliza la creación de un mundo nuevo.
Entre los siete principios zapatistas figura “bajar y no subir”, lo que es un rasgo básico de una nueva cultura política que va a contrapelo de la vieja cultura de nuestras izquierdas que busca ventajas, incluso individuales, dentro del sistema y del Estado.
–Has propuesto una mirada diferente sobre el “narcotráfico”, más allá de la de desaforados criminales que asesinan a diestro y siniestro. Podría aplicarse a países como México o Guatemala. ¿En qué consiste?
Intento responderme la pregunta de qué función cumple el narcotráfico. Porque si es exitoso, si avanza de forma exponencial en nuestras sociedades, no puede ser sólo porque resulta económicamente exitoso. Es evidente que cumple también funciones sociales y culturales. La segunda pregunta sería: qué sucedería con los jóvenes de los sectores populares, que son sus principales adherentes y víctimas, si no existiera el narco.
Observando las realidades micro en barrios de nuestro continente, creo que el narco es hoy el control social en la zona del no-ser, por usar conceptos que provienen de Fanon. Recordemos que Deleuze plantea que las sociedades disciplinarias dieron paso a las sociedades de control, o sea pasamos del encierro al control a cielo abierto. En su análisis el principal modo de control es el endeudamiento, algo que funciona en las zonas del ser (donde la humanidad de los seres es respetada), pero en las zonas del no-ser (donde la dominación se ejerce por la violencia) no hay capacidad de endeudarse. Ahí la masacre, los paramilitares, el narco y los feminicidios aparecen como modos de control de los sectores no integrables.
Por el reverso, podemos preguntarnos qué sucedería con los jóvenes y las jóvenes si no existieran esos modos de control/represión/genocidio. Sin duda se levantarían contra un sistema que los condena a la marginación y les cierra todo futuro. Estarían en el mismo lugar que estuvimos las generaciones de los 60 y 70, peleando aún a riesgo de perder la vida para poner fin al sistema capitalista.
Creo que sobre este asunto debemos investigar y trabajar seriamente.
–En mayo de 2017 Lenín Moreno sustituyó a Rafael Correa en la presidencia de Ecuador, después que éste ocupara durante una década la presidencia. ¿Consideras que puede producirse algún tipo de viraje?
Ya se produjo. Moreno tomó distancias de Correa y en el horizonte se puede ver una crisis que afectará de lleno al gabinete y al partido que sostiene al gobierno, Alianza País. Moreno tiene un estilo bien diferente al de Correa, me refiero a lo personal, al carácter, ya que busca conciliar con los movimientos y no confrontarlos, por eso le cedió a la CONAIE la sede que le corresponde. Pero también tiende a conciliar con los empresarios y la derecha, de modo que su gobierno aunque más tolerante es a su vez más moderado, en una situación de crisis económica aguda y de déficit que hereda del gobierno anterior.
–Por otro lado, en países como Argentina se ha discutido mucho sobre la figura del Periodista “militante” y si es coherente con los principios de rigor, búsqueda de la verdad y contraste de las fuentes. ¿Te consideras un periodista e investigador “militante”? ¿Qué opinas de esta polémica y la que enfrenta a periodistas con comunicadores populares?
Me siento militante, tanto periodista como investigador militante. Pero lo hago partiendo de un hecho básico: no es un título o un lugar que avale un sentimiento de superioridad, moral o intelectual, sino como mera exigencia ética, de rigor y de compromiso.
El rigor se relaciona con decir la verdad en todo momento, aunque sea incómoda. Lo que no quiere decir que uno no se equivoque. Todo el tiempo nos equivocamos y hay que tener el valor de reconocerlo.
En cuanto al compromiso, desde que viví en Perú en los 80, durante la guerra de Sendero Luminoso, me ilumina una frase de Emil Cioran: “Uno debe ponerse del lado de los oprimidos en cualquier circunstancia, incluso cuando están equivocados, sin perder de vista, no obstante, que están hechos del mismo barro que sus opresores”.
Es difícil admitir que unos y otros estamos amasados con el mismo barro, pero es el modo de abrirnos a un sentimiento de compasión, que pone un límite a la intransigencia del revolucionario que, muy a menudo, cree que los que están dispuestos a dar su vida por una causa son seres especiales, como sostuvo Stalin.
Entrevista publicada originalmente en Resumen Latinoamericano