Mientras un eficiente aparato de propaganda desparrama la imagen de Israel como campeón mundial en vacunación y democracia vibrante que celebra la cuarta elección nacional en dos años, la realidad en el terreno muestra el verdadero rostro del régimen que decide quiénes reciben la vacuna y votan y quiénes no, según su etnicidad. Y eso tiene un nombre: apartheid.
Cualquiera que recorra el territorio ocupado de Cisjordania empieza asombrándose y termina acostumbrándose ante los “hechos consumados” de ese territorio −gobernado por el ejército israelí− donde la población árabe originaria de casi tres millones ‘convive’ por la fuerza con más de medio millón de colonos judíos asentados en tierras robadas a las comunidades palestinas. Esas colonias –ilegales en el derecho internacional− construidas con lujo de infraestructura (incluyendo carreteras y líneas de transporte de uso exclusivo) y nivel de vida de primer mundo, fuertemente custodiadas por militares y sofisticados sistemas de vigilancia que impiden el acceso a la población palestina son en este tiempo, más que nunca, el escenario del apartheid: allí las personas judías (muchas venidas de Rusia, Estados Unidos o cualquier otro país) están siendo vacunadas contra el COVID-19 y votando en las elecciones israelíes, mientras la población palestina, por no ser judía, ni recibe la vacuna ni puede votar para elegir a quienes decidirán sobre cada aspecto de su vida y su muerte.
¿Modelo de qué?
Casi no hay vez que, cuando se habla de la vacuna contra el COVID-19 en el mundo, no se mencione a Israel como país a la vanguardia en vacunación per cápita. No importa cuántas veces las organizaciones de derechos humanos palestinas e internacionales denuncien la omisión de Israel –responsable, como potencia ocupante, de proporcionar vacunas a la población ocupada–, el aceitado aparato de propaganda continúa operando para invisibilizar esa omisión y a la mitad de la población gobernada por Israel que no está siendo vacunada[1]. Para añadir más insulto a esa gente, Netanyahu se ha dedicado a ofrecer donación de vacunas a los países ‘amigos’ que trasladaron –o trasladen− su embajada a Jerusalén y lo apoyen en su lucha contra los organismos internacionales hostiles (léase Consejo de DD.HH. de la ONU, Corte Penal Internacional).
Mientras tanto la población palestina de Cisjordania sufre desde febrero la ola más virulenta de la pandemia: con un 75 por ciento de casos de la variante británica B117, el sistema de salud de por sí frágil no puede dar respuesta a la cantidad de contagios diarios, que ahora afectan a la juventud. En un comunicado reciente, Ely Sok, coordinador general de MSF en los territorios ocupados declaró: «Estamos muy preocupados por el retraso y la lentitud del despliegue de la vacunación. Por un lado, en Israel la gran disponibilidad de vacunas está permitiendo al gobierno perseguir la inmunidad de rebaño, sin ninguna intención de contribuir de forma significativa a la mejora de las tasas de vacunación en los territorios ocupados; y por otro lado, ha resultado difícil obtener una imagen clara de la disponibilidad y la estrategia de entrega de las dosis de vacunas ya recibidas por parte de las autoridades de salud palestinas.» A mediados de marzo, menos del 2% de la población palestina había sido vacunada contra el COVID-19 en Cisjordania y Gaza, una cifra alarmantemente baja en el contexto de la tercera ola de una pandemia mortal.
¿”Democracia judía”?
El 23 de marzo hubo elecciones en Israel. El politólogo palestino Salem Barahmeh señalaba hace poco en The Guardian lo absurdo que es transitar por las carreteras de Cisjordania viendo los carteles de propaganda electoral israelí (destinados a la población colona)[2]: «Esto plantea una pregunta legítima: ¿por qué los israelíes hacen campaña electoral en Cisjordania, el territorio designado por el consenso y el derecho internacionales para formar parte de un futuro Estado palestino? Israel ocupa y controla la totalidad de Cisjordania y se ha anexionado de facto grandes partes de ella, asentando a entre 650.000 y 750.000 israelíes en tierras palestinas. Según el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, una empresa de colonización de esta naturaleza no sólo es ilegal sino que se considera un crimen de guerra. Sin embargo, estos colonos ilegales pueden postularse, hacer campaña y votar en las elecciones israelíes, y han llegado a ocupar una posición de reyes en la política de coalición israelí.» En efecto, Netanyahu ha puesto a estos colonos extremistas en sus coaliciones de gobierno. De ahí su envalentonamiento –especialmente en la era Trump– y sus constantes agresiones y tropelías contra las comunidades palestinas ‘vecinas’.
Dado que al aparato de propaganda le encanta cacarear que Israel es una democracia plena porque la población palestina puede votar, es necesario aclarar quiénes votan y con qué limitaciones. El 20% de la población de Israel es palestina, y por tener ciudadanía israelí (aunque no nacionalidad, que se reserva para la población judía) puede votar en las elecciones; la mayoría lo hace por los partidos árabes que en 2015 se unieron en la Lista Conjunta y lograron en 2020 el récord de 15 bancas, constituyéndose en el principal bloque opositor a las pretensiones de Netanyahu.
No obstante, el potencial impacto de esos partidos es muy limitado, en lo formal porque no pueden alterar ninguna de las disposiciones de carácter constitucional que garantizan la supremacía judía en el Estado, y en la práctica porque jamás son invitados a integrar las coaliciones de gobierno que surgen del parlamento (es una línea roja que ningún partido judío cruzaría). En todo caso, el hecho de que un millón y medio de personas palestinas puedan votar oculta que hay otros casi seis millones –en Gaza, Cisjordania e incluso Jerusalén Este− que no pueden hacerlo pese a que Israel gobierna sus vidas. Por eso hay sectores que llaman a boicotear las elecciones por considerar que la presencia palestina en el Knesset es decorativa y solo contribuye a dar una legitimidad engañosa a la ‘democracia’ israelí.
Pese a los hábiles malabarismos que permitieron a Netanyahu mantenerse como primer ministro desde 2010, su imposibildad de obtener o conservar la mayoría necesaria para gobernar llevó a que Israel tuviera cuatro elecciones en dos años. En cada esfuerzo por formar una coalición gobernante –siempre provisoria e inestable−, el “Rey Bibi” se alía con los sectores más extremistas del espectro religioso, y el electorado israelí se corre más hacia la extrema derecha.
Esta vez los dos partidos de lo que en Israel llaman “centroderecha”: Yesh Atid (de Yair Lapid) y Azul y Blanco (de Benny Gantz) obtuvieron entre ambos 25 escaños. La “centroizquierda” representada por el Partido Laborista y Meretz, que sigue luchando por mantener la ilusión de que existe un “campo de la paz”, consiguió 13 bancas. Y la gran triunfadora ha sido la ultraderecha, formada por los partidos religiosos y de los colonos, que obtuvo 72 escaños.
Otro resultado nefasto de esta ronda es que la versión israelí del Ku Klux Klan llegó al parlamento gracias al apoyo de Netanyahu, y podría terminar integrando un nuevo gobierno. Itamar Ben-Gvir, el líder de Poder Judío, es discípulo del rabino Meir Kahane, cuyo partido fascista Kach fue ilegalizado en los Noventa y considerado como terrorista por muchos gobiernos occidentales.
A esto se suma que Netanyahu logró quebrar la Lista Conjunta cooptando a Mansour Abbas, líder del partido islamista conservador Lista Árabe Unida con promesas que nunca cumplirá; esto hizo que los partidos palestinos obtuvieran solo 10 escaños. Esto no debe sorprender: es la misma lógica ‘pragmática’ por la que en el plano internacional no tiene empacho en hacer alianzas y negocios de armas con gobernantes fascistas y claramente antisemitas.
Pero ni todo el dinero derramado para acallar las protestas durante la pandemia, ni el haber llegado a las elecciones con el 70 por ciento de la población vacunada con dos dosis, ni su astucia para neutralizar opositores −así como para eludir los juicios que enfrenta por corrupción− alcanzaron para garantizarle a Netanyahu los 61 escaños que necesita para formar gobierno; solo podría hacerlo incorporando a su coalición al partido islamista, pero el profundo racismo antiárabe de sus aliados lo hace imposible.
Más aún: el analista Jonathan Cook explicó que Netanyahu se ha convertido en el principal obstáculo para que la ultraderecha triunfante pueda formar gobierno por sí sola, ya que una buena parte de esos partidos quieren que se haga a un lado y ceda el lugar a líderes más extremistas que, entre otras cosas, no le perdonan no haber concretado la anexión formal del territorio palestino. También es cierto que la ultraderecha está dividida entre los religiosos fundamentalistas y los más seculares respecto a lo que significa la soberanía judía (los primeros quieren que gobiernen los rabinos y consideran que la base inmigrante de los otros no son judíos puros). Así que Israel se encamina a una quinta ronda electoral en julio.
Lo cierto es que ni extremistas ni liberales mencionaron la ocupación colonial de Palestina en la campaña, como viene haciéndose normal en la política israelí. La década Netanyahu ha logrado normalizar hasta tal punto el estatus quo que la opinión pública considera los territorios ocupados como parte de Israel. Los políticos ni siquiera se molestan en mencionar la “solución de dos estados”, que ya no es más que el mantra hipócrita y obsoleto con que la ‘comunidad internacional’ evita tomar medidas para presionar o sancionar a Israel.
Esto es Apartheid
En este panorama sombrío, dos hechos recientes podrían considerarse modestamente alentadores. En enero B’Tselem, la más prestigiosa organización israelí que vigila los derechos humanos en el territorio palestino ocupado, en un minucioso informe de ocho páginas titulado “Esto es apartheid”, por primera vez analizó como uno solo el régimen que gobierna todo el territorio entre el Mediterráneo y el Jordán, calificándolo de “supremacía judía”. B’Tselem reconoce que no es la primera organización en hablar de apartheid[3], pero afirma que espera no ser la última; y que para luchar para ponerle fin, es necesario nombrarlo como lo que es.
También en enero el periodista y analista judío Nathan Thrall publicó un excelente artículo en el LRB titulado El engaño de los regímenes separados, donde hace pedazos la falacia tan cara al sionismo liberal y sus amigos –especialmente en estas latitudes− de que Israel es una democracia plena con un ‘problemita’ aparte que es su ocupación del territorio palestino. En ambos textos se demuestra de manera contundente que hay un solo régimen de supremacía judía entre el Mediterráneo y el Jordán, que gobierna a 14 millones de personas bajo un sistema de apartheid donde la mitad judía goza de derechos que se le niegan total o parcialmente a la otra mitad no judía; y que la colonización y judeización de todo el territorio es una política de Estado desde su fundación –más allá del discurso que haya usado en cada período−.
El otro hecho es que en marzo la Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) anunció la apertura de una investigación por los presuntos crímenes cometidos en los territorios palestinos desde 2014, después de cinco años de investigaciones preliminares y del visto bueno de la CPI respecto a su competencia para juzgar este caso. Fatou Bensouda (que en 2010 se había negado a examinar el ataque israelí al barco Mavi Mármara de la Flotilla de la Libertad) afirmó que tratará el caso de forma «independiente, imparcial y objetiva», en respuesta implícita a las críticas de Israel y Estados Unidos.
Como era de esperar, Netanyahu inmediatamente acusó a la CPI de «esencia de antisemitismo e hipocresía», y ningún gobierno respetable del mundo rechazó semejante insulto −que no habría tolerado si saliera de Venezuela o Corea del Norte, por ejemplo−. No hay que olvidar, sin embargo, que –como dijo el analista Jonathan Cook− serán factores políticos y no jurídicos los que determinen la suerte de la investigación; y la excepcionalidad de que goza Israel en el mundo, así como la disposición de los gobiernos occidentales a ceder a sus presiones, no es un buen pronóstico. El periodista Eugenio García Gascón ha ido más allá en su escepticismo, haciendo notar que Estados Unidos, Alemania, Australia y Canadá ya cerraron filas en torno a Israel (el primero llegó a negarle la visa a Bensouda, que igual en junio será sucedida por un fiscal británico).
Se sabe también que el régimen de Israel ya está trabajando duro y destinando ingentes recursos para neutralizar la amenaza de la CPI y hacerla descarrilar. Israel tiene siempre una explicación for export para todas y cada una de sus atrocidades contra el pueblo palestino, casi siempre bajo la sacrosanta “seguridad”, que lo justifica todo. Pero hay algo que la mejor ‘hasbará’ no puede responder, y es la creciente demanda palestina de igualdad. Como afirmó Nathan Thrall en otro excelente artículo en el NYRB: «Durante más de medio siglo el dilema estratégico de Israel ha sido, por un lado, su incapacidad para borrar a los palestinos, y por el otro, su negativa a darles derechos civiles y políticos.» El margen que este régimen colonial, racista y supremacista tenga para seguir vendiéndose como democrático es algo que solo la Historia responderá. Una cosa es segura: el pueblo palestino no se irá a ninguna parte, ni dejará de resistir.
[1] Recientemente, y gracias a una enorme presión internacional al más alto nivel (incluyendo legisladores de EE.UU.), Israel accedió a vacunar a los presos políticos y a los palestinos que trabajan en Israel. Pero hasta el momento no ha proporcionado vacunas para la población de Cisjordania y Gaza (incluso bloqueó su entrada a la Franja).
[2] Por razones de espacio no trataremos aquí las elecciones anunciadas por la Autoridad Palestina para mayo; pero importa señalar que la AP tiene menos poder que un gobierno local en cualquier democracia.
[3] Gracias al incansable trabajo de las organizaciones palestinas de derechos humanos, calificaron al régimen israelí de apartheid: un informe del Consejo de Investigación de Ciencias Humanas de Sudáfrica (2009); el Tribunal Russell sobre Palestina (en su sesión de 2011 en Sudáfrica); el Comité para la Eliminación de la Discriminacion Racial (CERD) de la ONU (2012 y más específicamente 2019); y la Comisión Económica y Social para Asia Occidental (CESPAO) de la ONU (2017); este último informe, elaborado por los expertos en derecho internacional estadounidenses Virginia Tilley y Richard Falk, fue retirado de la web de la CESPAO por presión de Israel, por lo cual su directora renunció.
Una versión más corta y adaptada de este artículo fue publicada en el semanario Brecha el 31/3/21.
Protesta en la Universidad de Columbia durante la Semana del Apartheid en 2017.
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