“Vengo a decirles que levantaremos la moral y la dignidad de este pueblo, que dentro de muy poco no podrá creer cuánto se ha engrandecido y desafiará al futuro. Estamos refundando con espíritu de grandeza lo que otros convirtieron en falta de trabajo, miseria, pérdida de confianza en nosotros mismos. Ahora nos ponemos de pie y será para siempre”. ¿Donald Trump? No, Hitler, 1926. Hay similitud en los discursos de ambos y también puede haberla en el accionar del presidente estadounidense, si no se le para la mano con prontitud. Ambos percibieron qué es lo que estaban añorando sus respectivas franjas de población, nutridas de esa mayoría silenciosa y postergada en sus sueños de riqueza. Gentes a los que en su momento, como ocurriera en Estados Unidos, se les ofreció ser parte de la gran utopía “americana” y se quedaron a mitad del camino y en retroceso constante.
De esta capacidad de percibir el momento justo para dar el gran golpe, surge este tótem de la intolerancia, el autoritarismo y la provocación, llamado Trump. De loco, nada. Este personaje sabe muy bien lo que hace y a quién dirige cada una de sus palabras. Adivinó también que esos oídos receptivos a los que se dirigió en toda la campaña, confían en él como el hombre que vino a tirarles un salvavidas en un mar tormentoso. Por ello, no es difícil imaginar que en su euforia por aplicar una política expulsionista y racista contra la inmigración, disfrazándola de alentar así “fronteras seguras” o de aplicar un filtro xenófobo a ciudadanos de varios países árabes, Trump se sienta enormemente acompañado por esas masas de votantes que odian todo lo que sea diferente. Salvo que como ocurre hasta el presente, cuando los pueden utilizar para hacer las tareas que a ellos no les resultan nada gratas.
En esa singular arremetida, está la particular “guerra” que el mandatario de EE.UU ha iniciado con México y sus habitantes. Contra aquellos que ya están pisando desde hace años el suelo estadounidense (más de 34 millones) y con los que intentan entrar al mismo día tras día. Con esa idea aberrante, plagada de insultos hacia quienes son parte fundamental de haber latinoamericanizado, junto con otros compatriotas de la Patria Grande (y con ello entregarle todo lo bueno que esto significa) las ariscas y agresivas tierras del Imperio, Trump se inventa la idea de levantar un muro o mejor dicho,agrandar el ya existente.
No hay nada más simbólico en su política de exclusión que la construcción de un gigante de cemento adornado de torretas con personal armado hasta los dientes, Un muro que separe a los blanquitos del Ku Klux Klan o el Minuteman, que se entretienen en cazar a tiros a los “espaldas mojadas” latinos que se aventuran a cruzar la frontera por los sitios más complicados. De un lado, quedarán esos mascachicles y engullidores crónicos de agusanadas hamburguesas, hombres y mujeres que han hecho de la cultura solo la lectura de malas revistas de historietas, y del otro, no sólo queda México, sino toda Latinoamérica. Más claro, agua. Pero precisamente por esta transparencia en las decisiones brutales del nuevo jefe de la Casa Blanca, es que han surgido innumerables reacciones a pie de calle que posiblemente terminen convirtiendo en un boomerang la prepotencia del multimillonario.
A pesar de las habituales genuflexiones que el presidente Peña Nieto ha hecho siempre hacia el poderoso vecino, esta vez ha tenido que meter violín en bolsa, y aceptar, no por dignidad, sino por darse cuenta que si no lo hace la realidad terminará aplastándolo. El desafío de Trump empieza a tener múltiples respuestas en el pueblo mexicano. Incluso hasta en los sectores políticos que en otro momento le ponían alfombra roja a la bandera de la barra y las estrellas. Escuchar al vaquero Vicente Fox diciendo que el muro “es inaceptable” resulta patético, sabiendo como se las gastó ese ex presidente en su romance con los predecesores de Trump, pero está claro que esto ocurre porque la calle está marcando el pulso del México bronco, y nadie quiere quedarse a la intemperie o que le digan “cipayo” como a Peña Nieto.
No se trata de quien paga la construcción del muro, sino de que a fuerza de protestas éste se haga añicos por los cuatro costados. Para ello, es necesario, y en México muchos y muchas parecen entenderlo, que la revuelta popular alcance términos de unidad y patriotismo, y por ende de antiimperialismo, como lamentablemente no pudieron lograrlo hechos tan graves o dolientes que afectaron en las últimas décadas a mexicanos y mexicanas. Es necesario además, que esta misma receta de resistencia y lucha, se pudiera trasladar al resto del continente, desafiando esos cantos de sirena de algunas predicciones erróneas que valoran el “nacionalismo” trumpista.
Aquí, debe quedar claro que el único nacionalismo que deben abrazar quienes viven del Río Bravo hasta Tierra del Fuego es el que permita expulsar a las trasnacionales y a sus mentores de estas tierras. El nacionalismo revolucionario de Nuestra América, el que representa desde 1959 la heroica Revolución Cubana y el que se fue construyendo, en todo su contenido anticapitalista, con Hugo Chávez y la Venezuela Bolivariana o la fuerza de Abya Yala impregnada en el continente por Evo Morales, entre otros.
Así como Hillary Clinton representaba el avance de los peores pactos guerreristas, Trump y su macartismo interno y sus sueños expansionistas a fuerza de tratados comerciales de nuevo tipo e igual de peligrosos para Latinoamérica, o del odio hacia naciones árabes a las que EE.UU. invadió y destruyó, no pueden ser alabados por cierto falso progresismo en virtud de un ligero e infundado análisis de la realidad.
Hoy por hoy, México y su pueblo están en la primera línea del frente de un campo de batalla que impone el Norte imperial. Junto con su pueblo, jamás con sus gobernantes, debe alinearse, sin ningún tipo de dudas, el sentimiento y la acción rebelde de todo el continente.
Texto publicado en Resumen Latinoamericano