Tierra y cultura con raíces afromestizas

Zapateando Fotos: Andalalucha

A don Bartolo, in memoriam

Veracruz, México. Cada amanecer en Coyolillo, las campesinas y los campesinos llevan en su existencia identidades que han estado en resistencia durante siglos: la del amor a la tierra y la de su cultura afromestiza, que luchan por sobrevivir en medio de la devastación que los gobiernos, en todos los niveles y colores partidistas, provocan en las comunidades de México. Estas identidades se mantienen, a pesar de los problemas que causa el exilio obligado que llamamos migración.

Las y los coyolillos se dedican a sembrar como actividad principal, en largas jornadas bajo un intenso sol, para hacer producir las áridas tierras en lo propio o contratados en lo ajeno para llevar la subsistencia a casa. Doce horas de trabajo por 120 pesos en el corte de caña o tomate; menos, si son mujeres.

Como peones, viajan hasta dos horas diarias, de pie, en camionetas de redilas, o dejan a las familias durante quincenas, y hacen ganar a otros, a los patrones, a los ingenios. Y cuando no da, a buscar la vida en lugares más lejanos, a cruzar la frontera, el río, el desierto.

En lo propio, aguantan el menosprecio en forma de bajos precios a sus productos: a tres pesos la tara de chayote, a dos pesos el kilo de café cortado; reciben apenas migajas de apoyos gubernamentales, condicionados por el voto, el acarreo político. Es lo mínimo para mantenerse en la pobreza, pero los integra en el sistema de consumo.

Y a pesar de lo difícil de la situación, siguen cosechando para alimentarse: chile, maíz, frijol, calabaza. Y la vida toda se teje alrededor de su ser campesino. Incluso lejos de su tierra, siembran en los fríos patios de Chicago plantas de maíz y de tomate, de pepino, como añoranza del pueblo.

Coyolillo es una población formada, dicen, por esclavos liberados de la hacienda de Almolonga. El origen se pierde en la lejanía del tiempo y los documentos, pero en su cultura mantienen vínculos difíciles de borrar: la comida, el baile, la artesanía, los rezos, el color de la piel, los rasgos físicos, palabras, recuerdos, nostalgias. África presente, incluso en la geografía de paisajes que llevan sus nombres, como el Cerro del Congo, que vigila desde lo lejos el acontecer diario.

“Aquí hay raíz de sangre en el pueblo”, dice Amalio López Zaragoza para referirse a la raíz negra. Él es artesano y campesino. Ambos oficios los aprendió como herencia de los abuelos, y la exigencia de la sobrevivencia lo hizo ser también albañil. Actualmente es maestro de las jóvenes generaciones, a quienes enseña el arte en madera.

Amalio, a su vez, aprendió en el compartir de otros. A él lo enseñó su compadre Octavio López Zaragoza, y éste a su vez empezó a labrar madera bajo la guía de su padre, Don Bartolo. Ya son más de cien años de tradición. Refiriéndose a este aprendizaje que viene de los más viejos, Amalio expresa de don Bartolo: “Él nos enseñó a nosotros, y nosotros a otros para que no se pierda (…) Los abuelos la inventaron para celebrar el carnaval, ahora a los más nuevos nos encanta y seguimos produciendo.”

Amalio, sin haber terminado la primaria, hace diseños propios, dibuja y recrea. “Aprendí a hacer máscaras sencillas, luego agarré confianza y logré varias imágenes”, señala. A los 19 años comenzó: “Estaba un poco enfermo, me daban ataques. Fui sacando imágenes y eso me ayudó a sacar mi enfermedad. Los médicos me decían que practicara ejercicio para que se desarrollara el cerebro. Para mí no fue difícil, lo importante es la confianza y el amor.”

Al caer la tarde y hasta muy noche, después de una dura jornada en el campo, en el patio de Amalio se reúnen 14 muchachos, orgullosos de hacer las máscaras que portarán en las fiestas de carnaval. Duvan dice: “Ya he hecho máscaras, llevo dos años. Ésta es la tradición”. Regis relata: “El carnaval me gusta mucho, desde nuevo (joven). Andar con esos hilajos, divirtiéndonos, ver el recorrido y los bailes”.

Entre las figuras que se elaboran destacan: máscaras de toro, Caballero Águila, guerrero del México antiguo, de diablo, de Chicago Bull, de borracho, de león, de borrego, de chivo cimarrón, de viejito, entre otras. Ligadas a su ser campesino, las máscaras se trabajan con machete, además de otros instrumentos como navajas, escorpios, bulbios (gubias).

Octavio López Zaragoza explicó la elaboración en entrevista para la revista Callaloo: “Se saca el rostro de la máscara, según las figuras que uno quiera hacer. Y ya sacando la figura, ya después se escultura por dentro, se le va escarbando con escorpios y formones así y bulbias (gubias), y ya se saca lo de adentro y haces por fuera y ya luego se le sacan los ojos para ver. Las narices para respirar también. Se le hacen agujeritos para respirar, se talla y se seca. Dejamos que se seque unos cuatro o cinco minutos. Ya después se alija y así ya está bien lijadita, pues ya se pinta con barniz, con esmalte, con la pintura que quiera uno ponerle y se decora”.

La madera con la que trabajan las máscaras la consiguen en los terrenos, es árbol de calabazo blanco o de banco, equimite o gasparito, de nacastle y de cedro.

Ésta es una labor de paciencia, concentración y habilidad, “mientras tu mano pueda y tu cerebro aguante”, menciona Amalio, y añade: “Arde la cintura, a veces te lastimas, pero hay que entrarle sin miedo, a veces uno se cansa pero no hay que hacerle caso a los nervios.”

Robando tiempo al sueño y aguantando el cansancio, este grupo de jóvenes trabaja la artesanía por gusto. No es una actividad lucrativa, no se resolverán con ella las carencias que las políticas de gobierno dejan. Amalio explica en palabras sencillas su objetivo: “Para que cuando yo no pueda, otros produzcan cultura.” Sin embargo, algunos pesos sí se ganan cuando se venden las máscaras, completando con ello el ingreso familiar.

Los artesanos de Coyolillo han llevado sus máscaras de madera a varias partes en Veracruz y México: Cardel, Tres Zapotes, La Mancha, Yanga, Distrito Federal, Coacoatzintla, Tepetzintla, Tierra Blanca, Santiago Tuxtla, Cempoala, Naolinco, El Alto, Xalapa, Boca del Río. Mencionan el reconocimiento que han tenido en estas exposiciones: “Les llama mucho la atención la cultura de madera hecha a mano”.

Artesano y campesino, Amalio concluye: “A mí me gusta la naturaleza, cosechar al pie del Mirador en una montaña cerca de donde hay un nacimiento”.

Publicado el 4 de marzo de 2013

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