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Territorialidades indígenas en la Ciudad de México

J. Fernando González Lozada*

Foto: Marco Peláez / La Jornada

TERRITORIALIDADES INDÍGENAS EN LA CIUDAD DE MÉXICO [1]

Presencia indígena en la ciudad

A casi 500 años de la colonización española, la población indígena continúa presente y resistiendo en las ciudades latinoamericanas, a pesar de ser éstas, por excelencia, el espacio de la modernidad y del capital. Los conquistadores europeos pusieron particular empeño en los mayores centros de población para montar su poder en los espacios políticos, económicos y simbólicos existentes, así como para ejercer un mejor control de la fuerza de trabajo. Se dio así, una particular espacialización del modelo de dominación, al reservar los centros urbanos para los administradores virreinales y militares y volcando a la población originaria hacia las periferias; sin embargo, la necesidad de fuerza de trabajo requerida para la reconstrucción de las ciudades coloniales exigía la presencia de trabajadores indígenas.

La presencia de población indígena en las principales ciudades latinoamericanas no ha menguado, sino que se ha incrementado. Muestra de ello es la notable presencia quechua y aymara en El Alto y La Paz en Bolivia; la gran cantidad de población mapuche en Santiago de Chile; los migrantes quechuas, aymaras y guaraníes que habitan las periferias de Buenos Aires, Argentina; los grupos quechuas y aymaras en la ciudad de Lima; los kichwa en Quito; los mayas ki’ches o kakchiqueles en la ciudad de Guatemala; o en los grupos nahuas, ñhañhú, mazahuas, ñu savi, binni záa y otras decenas que habitan la Ciudad de México. Para comprender dicha presencia es necesario considerar los territorios históricamente habitados por los pueblos, identificar sus patrones de asentamiento, los procesos de relocalización forzada por el régimen colonial, así como los procesos de migración recientes. Cabe destacar que estos factores han estado marcados por la violencia inherente al sistema capitalista, particularmente por el despojo como base de un modelo de control del trabajo.

No obstante, la notable presencia indígena en las ciudades, la política estatal ha girado en torno a la negación o la invisibilización de este amplio sector de la población. En este texto, nos centraremos en los procesos de territorialización de las comunidades indígenas que habitan la Ciudad de México: las diversas formas de ocupación de las calles generadas por la dinámica urbana; la continuidad en la pertenencia de la tierra y el control territorial mantenido durante siglos; los procesos de territorialización de las comunidades migrantes que se instalan en las ciudades y los vínculos comunitarios que mantienen. Para su análisis y exposición retomaremos ejemplos concretos de cada una de esas formas de territorialización para comprender sus lógicas internas, pero en relación con las estructuras más amplias que abarca la vivencia de lo urbano en escalas mayores.

Pueblos originarios: el rostro oculto del ombligo de la luna[2]

La Ciudad de México, la más poblada en Latinoamérica y una de las más grandes a nivel mundial tiene una fuerte presencia de población indígena que se ha mantenido a lo largo de los siglos; su existencia, por sí misma, ya significa una forma de resistencia. A pesar de tener a todo el sistema en contra, los pueblos indígenas se han valido de distintas prácticas territoriales, así como vínculos y formas organizativas para sostener su reproducción social en un escenario más que adverso. Las comunidades indígenas en la ciudad han logrado mantener su lengua (su pensar-sentir-hacer), impulsado prácticas económicas, políticas, organizativas, sociales y culturales que se pueden palpar en las dinámicas de la urbe, no sin contradicciones, tensiones, divisiones internas o trastocamientos de la cultura hegemónica. El mapa Pueblos originarios: el rostro oculto del ombligo de la luna realizado por el Centro de Estudios Casa de los Pueblos (CECAP) en 2018, da muestra de este mundo invisibilizado, negado, discriminado, vejado y explotado, pero en resistencia permanente.

A partir de los datos oficiales y de la investigación propia, el mapa del CECAP ha registrado un total de 446, 011 hablantes de lenguas originarias en la Ciudad de México y su área metropolitana[3]. Sin embargo, este número puede al menos triplicarse si se consideran otros seis factores: 1) aquella población que no habla la lengua pero se asumen como pertenecientes a un grupo indígena (unos 784, 841 considerados dentro del término “autoadscripción” como le han llamado en los censos de población); 2) aquella población que por distintos motivos niega que habla una lengua o pertenece a algún grupo indígena (número difícil de cuantificar); 3) el cúmulo de subregistros de aquellas trabajadoras y trabajadores que habitan en las casas de la burguesía, los cuales se estiman en 120 mil; 4) los y las detenidas en las cárceles, estimado en unos 8 mil; 5) los 140 mil trabajadores que viven en las grandes obras en construcción o; y 6) aquellos que viven en los más de 400 asentamientos irregulares de la ciudad (CECAP, 2018). De esta forma podríamos hablar mínimamente de un millón y medio de personas pertenecientes a pueblos indígenas en la ciudad, sin contar aquellos que no se asumen o que tratan de ocultar su pertenencia para evitar discriminación. (Mapa 1)

Mapa 1. Pueblos Originarios: el rostro oculto del ombligo de la luna

Dicha invisibilización –cuando no francamente negación– deriva de la serie de políticas etnocidas que ven en la Ciudad de México la epitome del mestizaje sostenido como ideología del Estado-nación. El único indio permitido es el indio muerto, el de los museos y de sitios arqueológicos, de ese glorioso pasado prehispánico, mientras se niega y oprime al indio vivo que habita, vive y siente este territorio en la actualidad. El racismo aplicado como política multicultural solo reconoce las diferencias en el ámbito de la cultura como la promoción de festivales de cuentos, poesía o música indígena, pero niega o imposibilita el ejercicio de los derechos políticos o territoriales de las comunidades. Como menciona Catherine Walsh, las políticas multiculturales se “abren hacia la diversidad al mismo tiempo que aseguran el control y continuo dominio del poder hegemónico nacional y los intereses del capitalismo global” (Walsh, 2009: 43).

Si bien, el estado ha tratado de folklorizar la existencia de las lenguas indígenas como parte de la lógica mercantil de las políticas multiculturales, los pueblos han cultivado y recuperado el uso del lenguaje más allá de lo cultural, instalándolo en el terreno de lo político. El lenguaje como resistencia mantiene el dinamismo de los pueblos, sustentado en el territorio y en sus vínculos, como menciona la lingüista ayuujk Yásnaya Aguilar:

Una lengua tampoco es solo un sistema lingüístico concreto sino también un territorio cognitivo del que se nos despoja en el caso de las lenguas indígenas que han sido históricamente combatidas por el Estado mexicano […] Todas nuestras luchas están empapadas de lo lingüístico y lo lingüístico es profundamente político […] La lucha por la vitalidad de nuestras lenguas está también en la primera línea de la lucha por nuestra existencia como pueblos, por nuestros derechos y por nuestra autonomía. De no entenderlo así, es muy probable que en un futuro lo único que quede de nuestras lenguas sean las manifestaciones que el Estado celebró e impulsó, recuerdos culturales de lenguas muertas (Aguilar, 2020).

De acuerdo con el CECAP, en la Ciudad de México se habla el 90% de todas las lenguas registradas en el país, es decir, más de cincuenta de las sesenta y ocho existentes. Es primordial pensar la presencia de las lenguas en las ciudades, como procesos de resistencia de las comunidades que las mantienen y defienden. La idea impuesta por el estado mexicano de que, tanto la presencia indígena como sus lenguas se limitan a las localidades rurales invisibiliza los procesos políticos, organizativos, y las reivindicaciones de autonomía que se tejen en las ciudades. Al negar su existencia, se niega también el reconocimiento como sujetos políticos de derechos, por lo que es necesario recuperar las dinámicas que imprimen las comunidades originarias a las calles o “espacios públicos” como campo de lucha.

Habitar, ocupar y transgredir: la calle como disputa

En la ciudad, una de las formas históricas de habitar el territorio atraviesa la calle. La calle es la extensión de la casa; es parte de la sala de estar, el salón de fiesta popular, el espacio de juego para niñas y niños, el lugar de conversación y encuentro, espacio de disidencia, de lucha, así como lugar de intercambio de productos como el tianguis.[4] Como afirmaba Iván Illich, la calle es un bien comunal (1982), o al menos muchas de ellas solían serlo. La calle es parte esencial del actual territorio urbano o, mejor dicho, las relaciones y formas que hacen posible que se viva de esa manera. Así, las calles representan una disputa al tránsito vehicular o a la autoridad mediante sus diversas formas de ocupación. En este sentido recuperamos la figura del tianguis, como un ejemplo de la ocupación popular de las calles de la Ciudad de México y como permanencia de una práctica proveniente de los pueblos originarios.

El tianguis tiene sus antecedentes en la organización económica anterior a la conquista que ha logrado mantenerse, siendo modificado, actualizado y reapropiado por quienes habitan la ciudad o quienes la transitan. De acuerdo con el mapa del CECAP, la ciudad cuenta con 765 mercados y 3, 150 tianguis, estos últimos se montan generalmente, una vez por semana en las calles de barrios y colonias. Estos espacios de intercambio, pero también de convivencia y socialidad, han mantenido sus dinámicas en las ciudades durante siglos. No pretendemos animar lecturas culturalistas que folkloricen las prácticas tradicionales, sino por el contrario, mostrar que dichas dinámicas responden más a una forma de economía popular con precios accesibles, productos frescos y formas de intercambio que pueden trascender la lógica monetaria.

El frijol, la calabaza, el chile, el maíz en todas sus presentaciones y formas (entero o en grano, en tortillas, tostadas, tacos, quesadillas, sopes, tlacoyos, tamales o atole), así como frutas y verduras frescas -productos comunes en un tianguis- nos remiten a distintas formas de cultivo tradicional y de reproducción de la vida. De acuerdo con un estudio reciente de la FAO (2017) se señala que existen unas 3,586 chinampas[5] activas –de las más de 20 mil totales– en la zona lacustre de la ciudad, mismas que abastecen de hortalizas y verduras a la urbe. A pesar de su notable deterioro causado por el despojo, las chinampas han mantenido su importancia a tal grado que, dicho estudio las considera como un Sistema Importante del Patrimonio Agrícola Mundial (FAO, 2017).

En la actualidad, el tianguis más grande de Latinoamérica se localiza en la colonia San Felipe de Jesús, al norte de la Ciudad de México, en 7 km. de calles se tienden 30 mil comerciantes y acuden unos 500 mil “marchantes” al día a comprar una gran variedad de productos. En épocas anteriores a la conquista española, en el mayor tianguis, el de Tlatelolco, acudían entre 40 mil a 60 mil personas por día, siendo uno de los pilares económicos de México-Tenochtitlán. Tal era la importancia del tianguis desde hace más de cinco siglos, que los españoles pronto se lanzaron sobre su control y relocalización hacia el actual zócalo de la Ciudad de México.

Al momento de la Conquista y durante todo el primer siglo de la Colonia los testimonios españoles fluyen e inmortalizan la grandeza, la muchedumbre, los productos y la importancia que tenía el tianguis para los indígenas. La Iglesia, por su parte, no pasó por alto la ventaja de tener reunidas a tantas personas; de modo que plantó y estableció la catedral junto al mercado (como en Europa) y reemplazó las reliquias prehispánicas erguidas en el momoxtli del tianguis por un predicador (Villegas, 2010: 93).

Los españoles observaron el papel estratégico del mercado de Tlatelolco en la economía de la ciudad y procedieron a tomar la plaza para controlar los flujos de productos y del abastecimiento en general. Durante el periodo colonial se dictaron varias prohibiciones para “vender en las esquinas comida preparada como el tamal, el atole, el pescado asado, las carnes cocinadas y hasta frutas” (Villegas, 2010: 97). Tanto las políticas prohibitivas como las regulativas han tenido que ver con la necesidad de controlar los intercambios e incorporarlos plenamente a las lógicas de acumulación de capital. En una ciudad donde el denominado “trabajo informal” ofrece una alternativa laboral a más de dos millones de personas, o sea el 49% del total de personas ocupadas y genera el 40% del PIB local (Vázquez, 2019), la prohibición representa una forma de despojo directo.

Los tianguis mantienen la impronta de la población indígena, además de que buena cantidad de los vendedores y vendedoras en este rubro provienen de distintas regiones del país creando vínculos más allá de las relaciones estrictamente comerciales. Incluso, estas redes comerciales han incentivado diversas manifestaciones de reciprocidad y solidaridad económica. En la actualidad proyectos como el Multitrueque Mixhuca, Casa de las Sábilas, Despensa Solidaria, Cooperativa de Consumo La Imposible o la Cooperativa de Consumo Integración Latinoamericana establecen vínculos con productores locales de la ciudad para la distribución de sus productos a precios justos. En ese mismo sentido, recientemente colectivos de mujeres tomaron los pasillos del Sistema de Transporte Colectivo (STC) Metro y realizaron un bazar de trueque en la estación Hidalgo, para protestar por la criminalización de esta práctica, frente a los avisos y letreros colgados por las autoridades donde se anunciaba su prohibición.

Hemos dado tanta relevancia a los tianguis en este apartado por tres razones fundamentales: primeramente, por su permanencia como práctica utilizada por los pueblos del Anáhuac desde antes de la conquista europea, que si bien, ha cambiado a través del tiempo, sigue manteniendo ciertas dinámicas originarias; por la importancia que tienen los diferentes tipos de intercambio existentes en estos sitios, que nos remite al campo de la economía popular, pero que trasciende las lógicas comerciales convirtiéndolo en un espacio de sociabilidad, punto de encuentro y tejido de redes; pero también porque convierte a las calles durante un periodo, breve pero constante, en espacios autónomos regidos bajo otras dinámicas en las que los sectores populares toman los espacios públicos como forma de mostrar su existencia al resolver la reproducción de la vida en forma cuasi colectiva, aun a pesar de la apropiación y exacción de parte de autoridades o líderes tianguistas caciquiles.

Existen también otras formas de reapropiación de las calles que suceden de forma más errática, pero de manera permanente como las fiestas, tanto religiosas como populares; cuando se buscan espacios de recreación que el hacinamiento y la falta de infraestructura no pueden permitir; otras formas subversivas como manifestaciones, plantones o tomas de instituciones particularmente activas cuando se rompen o agravian los estatutos de la economía moral; también cuando diversas coyunturas exigen la participación y organización de quienes habitan las calles. En este sentido, las calles son el espacio predilecto de las clases populares para hacerse visibles, estrategia que los pueblos indígenas de la Ciudad de México han recuperado y reactualizado bajo sus propias condiciones y formas tradicionales de organización.

Pueblos y barrios originarios de la Ciudad de México por la autonomía

Si bien, es evidente la política estatal de invisibilización o minimización de la población indígena en la Ciudad de México, también es cierto que existe una dificultad intrínseca para su cuantificación. Sin embargo, podemos ir rastreando desde ciertas estructuras y prácticas que aún permanecen de la ciudad indígena, como guardianes de una tradición antiquísima, producto de la resistencia en ciertos espacios. En este sentido, recuperamos las figuras de los pueblos o barrios originarios como descendientes directos de las poblaciones existentes antes de la colonización española y que han permanecido –no sin mutaciones– a lo largo de siglos.

No es casual la existencia de más de 150 pueblos originarios que habitan la ciudad y que se extienden por, prácticamente todas las alcaldías. Se caracterizan por ser comunidades que conservan (en mayor o menor medida) sus propias instituciones sociales, económicas, culturales, políticas y sistemas normativos propios con una tradición histórica y territorial, aún con los cambios que han presentado. Pero también estos pueblos y barrios han sido particularmente afectados por la expansión urbana de la Ciudad de México. “Los recursos naturales, como el agua y la madera de los bosques, son reclamados por una ciudad que crece incontroladamente hasta arrebatar las tierras de cultivo de los antiguos pueblos para ser utilizadas como espacios habitacionales” (Romero Tovar: 2009, 58).

El CECAP (2018), por ejemplo, ha identificado más de 90 procesos de resistencias territoriales frente a la construcción de aeropuertos, carreteras, complejos habitacionales, contra el despojo de sus bienes comunes (agua, bosques, ocupación de tierras) y la lucha por el reconocimiento de su autonomía política. En las últimas décadas, esto ha ido acompañado por la exigencia del respeto a sus autoridades comunitarias tradicionales elegidas de modo asambleario, sustentados en derechos colectivos. La autodenominación como pueblos originarios se ha convertido en una estrategia “para enfrentar la discriminación sufrida al ser considerados indígenas en la capital de una nación que, bajo la ideología liberal, ha visto en sus culturas indígenas un obstáculo para su desarrollo” (Romero Tovar: 2009, 52).

La demanda por el reconocimiento a los pueblos originarios se torna necesaria en la lucha por los derechos territoriales –y políticos– como defensa de la reproducción de las lógicas comunitarias presentes en dichas demarcaciones de la Ciudad de México. Los ejemplos más claros lo representan los pueblos existentes en las alcaldías de Milpa Alta y Xochimilco, aunque no son los únicos. Ambos casos son recuperados por Andrés Medina Hernández, quien menciona que formaban parte de un mismo altepetl antes de la conquista y que tienen un desarrollo histórico paralelo hasta el siglo XX, cuando se dividen y crean dinámicas particulares.

Con la salida a la luz pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994 y los posteriores acuerdos de San Andrés Larrainzar, varias comunidades originarias de todo el país, incluidas las de la Ciudad de México se identificaron con las luchas y demandas para la población indígena, puesto que coincidían con su proyecto histórico de la lucha por la tierra comunal, las formas de organización interna y su identidad ancestral. De acuerdo con Medina Hernández existen tres referencias específicas de la recuperación de pueblo originario: el primero, un documento de 1995 de los Comuneros Organizados de Milpa Alta; el Foro de Pueblos Originarios y Migrantes Indígenas del Anáhuac de 1996, también en Milpa Alta y, el Primer Congreso de Pueblos Originarios del Distrito Federal, realizado en el año 2000 en San Mateo Tlaltenango, Cuajimalpa (Medina, 2007).

A partir de estos eventos se extendió la posición política de Pueblos Originarios, quienes desde años anteriores demandaban su autonomía política, la defensa de su territorio ante los procesos de despojo y, en algunos casos, el fortalecimiento de la lengua náhuatl frente al avasallamiento del español, iniciado a partir de la creación de escuelas estatales del siglo XX (Korsbaek y Bello, 2017; Mora 2007).

De acuerdo con Medina Hernández, son varios los aspectos que caracterizan a los Pueblos Originarios de la Ciudad de México: una comunidad corporada asentada en un territorio; un patrón de asentamiento con una plaza central y los edificios comunitarios a su alrededor; una toponimia basada en nahuatlismos o en combinación con un nombre de un santo católico; sistemas agrícolas de tradición mesoamericana (complejo de la milpa, chinampas o huertos familiares); un núcleo de familias troncales con apellidos característicos y entrelazadas por diversos vínculos de parentesco; diversas formas de organización comunitaria como las mayordomías, los comisarios ejidales o de bienes comunales, la asamblea comunitaria, las comisiones de festejos y los subdelegados o coordinadores territoriales; un calendario ceremonial anual que incluye fiestas religiosas, cívicas, peregrinaciones y rituales agrícolas mesoamericanos; una memoria histórica oral referida al territorio y contenida en documentación histórica; una poderosa cultura comunitaria en la que bien podría reconocerse una doble ciudadanía y, por último, una articulación con diversos sitios ceremoniales, que nos hablan de complejas relaciones históricas con otros pueblos en el seno de una geografía sagrada (Medina Hernández, 2007).

En ese sentido habría que hacer la lectura de los comuneros de Milpa Alta, quienes en el Foro de Pueblos Originarios y Migrantes Indígenas del Anáhuac de 1996 ya declaraban su filiación indígena como lo señala Mora “como pueblos asentados en la legendaria región del Anáhuac y, como legítimos herederos de sus antiguos pobladores, tienen derecho incuestionable a su territorio” (2007: 27). Esta declaración era la manifestación de la resistencia histórica que habían emprendido desde la colonia para la defensa de su tierra comunal, como lo atestiguan los distintos procesos que emprendieron para conservar la propiedad de la tierra. Es en la época colonial cuando se crea la Confederación de los nueve pueblos comuneros de Milpa Alta, para después plasmar en una piel de venado, los límites de las tierras comunales. Fue a partir de dicha confederación que el gobierno colonial reconoció sus derechos territoriales y eso permitió a los pueblos de Milpa Alta conservar por largo tiempo su propiedad comunal, hasta la titulación definitiva en 1709 (Korsbaek y Bello Salgado, 2017).

No obstante, los triunfos y avances en el reconocimiento de derechos territoriales, el territorio comunal siguió asediado por la construcción de un Estado-nación de base liberal, el proceso de modernización capitalista y la expansión de la mancha urbana hasta la actualidad. En la memoria de los comuneros de Milpa Alta aún está presente el Movimiento del 75, para referirse a la defensa de sus bosques comunales frente a la explotación de la papelera Loreto y Peña Pobre, que había obtenido la concesión por parte del Estado desde 1947. Después de un proceso intenso de lucha, la organización comunitaria logró la cancelación de la concesión forestal, comenzar la reforestación, reactivar las asambleas comunitarias y promover la conservación del náhuatl (Gomezcésar, 2005; Medina, 2007).

En este sentido, los puntos a destacar en la movilización de los pueblos originarios han sido: la organización política comunitaria que se intensifica o revive frente a procesos de asedio a sus territorios; un sistema de cargos que data de la época colonial constantemente actualizado, como los comités o coordinadores y coordinadoras, representantes de las demandas de los pueblos; la reafirmación de la política identitaria manifestada en distintas prácticas sociales.

La catalogación de pueblos originarios como minoría, forma parte de la política estatal a todos sus niveles de no reconocimiento pleno de derechos, así como una forma de ciudadanía limitada. Los pueblos originarios han tensionado el campo político de la Ciudad de México para colocar sus demandas y peticiones en el debate público. Uno de los más recientes ha sido la integración de varios artículos referidos a sus derechos territoriales y políticos en la Constitución de la Ciudad de México de 2017. Si bien, esta inclusión de las demandas de autogobierno en la normativa de la ciudad no garantiza el respeto a las mismas, ha servido como una herramienta jurídica en consonancia con el art. 2 de la Constitución Política y del Convenio no. 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y que han dado pie a otras formas de movilización.

Los comuneros han incluido una amplia gama de manifestaciones en sus repertorios de protesta, desde las negociaciones y luchas en los tribunales, hasta ocupaciones, bloqueos, tomas de instituciones y otras formas de acción directa. En este punto recuperamos la lucha de los 14 pueblos de Xochimilco por su autonomía política como ejemplo de la complejidad que adquieren las formas de organización comunitaria en coyunturas marcadas por dinámicas de despojo.

De igual forma que en Milpa Alta, los pueblos de Xochimilco habían logrado mantener un sistema de autogobierno basado en la propiedad colectiva de la tierra, desde la época colonial. Es en 1928 cuando se cambia el estatus de municipio libre a Delegación, lo cual prohibía el derecho a nombrar sus propias autoridades, aunque en la práctica, lograron mantenerse ciertas figuras de organización comunitaria y con mediadores políticos, como los Coordinadores de Enlace Territorial. Logró mantenerse la base agraria, la organización de rituales y fiestas comunitarias, algunas asambleas y, sobre todo, se mantuvo viva la memoria sobre la elección de autoridades mediante procesos internos, aunque en una tensión permanente con las autoridades del Gobierno del entonces Distrito Federal.

Las reformas electorales de 1996 permitieron que las asambleas comunitarias, particularmente en Xochimilco, eligieran a los Coordinadores de Enlace Territorial, desplazando a los antiguos delegados y asumiendo una mayor representatividad de las comunidades mediante esta figura (Medina Hernández, 2007). No obstante, para los pobladores de Xochimilco, las reformas del 96 abrieron la entrada al sistema de partidos con todas sus formas viciadas y corruptas para conseguir votos, como lo señala un miembro de la Coordinación de Pueblos y Barrios Originarios de Xochimilco:

La problemática en concreto era que, la entrada de las contiendas partidistas para elegir al jefe delegacional, del 1997, 98, entran los partidos políticos a los pueblos y barrios originarios. Y entonces cuando entran los partidos políticos a los pueblos y barrios, empieza una contienda de tipo de la democracia liberal y representativa, en la cual hay elecciones con voto bajo esta perspectiva de voto libre, universal y directo, y con lo que todo eso conlleva, que también implica la compra de votos, el acarreo, la compra de conciencias para votar por tal o cual candidato, en este caso los jefes de delegación […] el gobierno había asumido todo el proceso de elección, que era una elección que antes se llevaba a cabo por medio de asambleas públicas, abiertas, con votación a mano alzada y básicamente, con respeto a la Asamblea de la Comunidad. Eso se perdió desde que entró el primer gobierno del PRD en el 98, entonces esa era una problemática concreta que teníamos y, además, otro problema es que los coordinadores, también, cuando entró el sistema de partidos, empezaron a formar parte de la estructura del Estado y una vez que eran electos se volvían trabajadores de la delegación. Recibían un sueldo por parte del delegado. (Velásquez, Entrevista, 14 de octubre de 2020)

Después de casi dos décadas de funcionamiento de este sistema, varias comunidades deciden organizarse para recuperar las representaciones autónomas, que después denominarían Consejos Autónomos de Gobierno. En el año 2015 convocan al Congreso de Pueblos Y Barrios Originarios de Xochimilco para retomar la demanda de escoger a sus propias autoridades “sin la injerencia de la delegación de Xochimilco, y sin la participación de partidos políticos ahí empezó el proceso que nosotros hemos llamado “Xochimilco camina la autonomía” ( Velásquez, Entrevista 14 de octubre de 2020).

Uno de los casos paradigmáticos que han animado la lucha de los 14 pueblos de Xochimilco es el de San Luis Tlaxialtemalco, que logró transformar su representación a un Consejo Autónomo de Gobierno, compuesto principalmente por mujeres y que no depende del gobierno de la alcaldía. Paradójicamente, el gobierno de la alcaldía Xochimilco, emanado del partido autodenominado de izquierda, MORENA, ha sido uno de los principales obstáculos para que los pueblos logren el estatus de autónomos. Tal es así, que en 2019 se dio la toma de las oficinas de gobierno de la alcaldía como protesta a la falta de respeto al proceso legal por la búsqueda de autogobierno. Si bien, la nueva Constitución Política de la Ciudad de México reconoce ciertos niveles de autonomía de los pueblos originarios, su aplicación no deja de ser un tema dentro de la política contenciosa. De cualquier forma, la coyuntura actual marcada por la pandemia del Covid-19 ha suspendido varios trámites y disputas jurídicas para el reconocimiento de la autonomía de los pueblos.

Por otra parte, la suspensión de actividades también ha impactado en el proceso de defensa de los humedales de Xochimilco contra el paso a desnivel “Puente Sur Oriente”, donde solo se ha logrado una suspensión parcial de la obra, en el área protegida como sitio Ramsar. Las movilizaciones que habían comenzado contra la utilización de los canales como un set de filmación de la serie “Mexica” a cargo de la transnacional Amazon, se fueron haciendo más amplias cuando arrancaron las obras del puente:

Hemos empezado ya a hacer movilizaciones sociales más amplias, integrando al sector chinampero, al sector productivo que se ve afectado por las obras, también estaremos sumado a los locatarios del Mercado de Plantas, pronto, y bueno, la intención en este momento ya es un poco más salir a las calles con las medidas adecuadas, este viernes tenemos una brigada informativa en todos los pueblos de la zona lacustre, cercana a la zona lacustre, Nativitas, San Gregorio, Acalpixca, y etcétera… Entonces ya estamos empezando una movilización un poco más fuerte que nos lleve a detener el proyecto de forma fáctica, ya no tanto utilizando las herramientas legales, sino, incluso, si es necesario un plantón, pues habrá que hacerlo ( Velásquez, entrevista 14 de octubre de 2020).

Si bien, la lucha legal en los tribunales ha tenido algunos avances y logros en el reconocimiento de la autonomía de los pueblos de Xochimilco, como es el caso de San Luis Tlaxialtemalco, las obras de infraestructura y dinámicas de despojo incentivadas por el crecimiento de la ciudad han representado un freno a los procesos autonomistas. La existencia de un autodenominado gobierno de izquierda, tanto a nivel federal y local, ha hecho oídos sordos a las demandas de autogobierno, poniendo como excusa la suspensión de actividades causada por la pandemia, para emplear la estrategia del tortuguismo burocrático para desgastar a los pueblos organizados en sus peticiones.

La lucha por una vivienda digna

Además de los Pueblos y Barrios Originarios de la ciudad, existe otra fuerte presencia indígena asociada al proceso de migración de comunidades provenientes de otras entidades, obligadas a migrar por cuestiones de trabajo, comercio, estudio, despojo o violencia. A pesar de las dificultades para instalarse y habitar la Ciudad de México, ésta sigue siendo un polo atractor para distintos grupos provenientes de todo el país. Aquí expondremos el caso del proyecto de vivienda del Movimiento de Artesanos Indígenas Zapatistas (MAIZ) en la Alcaldía de Iztapalapa, solo como una muestra de la complejidad en que ciertas comunidades desplazadas han originado vigorosas experiencias de re-territorialización en la ciudad.

La violencia en el pueblo triqui de San Juan Copala deriva de una disputa histórica y que es común para muchas comunidades indígenas en México: el control político y económico del territorio comunitario. Ante los permanentes intentos de grupos de poder político y caciques regionales de hacerse con el control del pueblo, colocando en puestos de representación a personas afines a las empresas madereras dispuestas a apoderarse del bosque, surgió un proceso de resistencia articulado por un grupo de jóvenes que se organizaron para defender, tanto el territorio comunitario como el derecho al autogobierno. Ese movimiento fue brutalmente reprimido causando decenas de muertes en la región, junto con la expulsión de los participantes que sobrevivieron a la represión. El grupo que resistió se vio obligado a realizar el éxodo a la Ciudad de México, encontrando en ésta un espacio hostil y árido para el indígena migrante (Cama de Nubes, 2020).

La necesidad de estar juntos y retomar la identidad comunitaria condujo a los recién migrados a recuperar las formas tradicionales de organización bajo la figura del Tío o Principal,[6] una autoridad moral a la que se acudía para resolver problemas de la vida cotidiana en el pueblo y que había sido uno de los sobrevivientes a la masacre. El Tío como representnate de la comunidad trasplantada de Copala, retomó el impulso y decisión para juntar a sus hermanos y resolver el problema de vivienda, como problemática fundamental en su estancia en la ciudad. Esta primera generación de migrantes trazó una ruta de resistencia ya en la Ciudad de México. Eran una suerte de nómadas en la urbe, sin techo, viviendo en las calles de varias alcaldías que se sostenían de la venta de artesanías, principalmente. Es al organizarse a partir de la lucha por un predio como surge la comunidad del Movimiento de Artesanos Indígenas Zapatistas, ubicada al oriente de la Ciudad de México, en la alcaldía de Iztapalapa, integrada en su mayoría por triquis, otomíes, mixtecos y otros pobladores urbanos.

Por su condición de migrantes, el gobierno de la ciudad no reconocía la condición indígena, lo que significó un sinnúmero de problemas para justificar su presencia en la ciudad y la obtención de un predio. A pesar de las dificultades, el primero de noviembre de 1995, las primeras familias de MAIZ, fueron ubicadas en un predio de la alcaldía de Iztapalapa. La mayoría eran jóvenes con niñas y niños pequeños que vivían en casas de cartón, sin embargo, habían conseguido un pedazo de territorio, un lugar para bañarse, para comer y convivir. La reconstrucción de la vida personal y colectiva, a partir de las prácticas comunitarias fueron fundamentales como estrategia de supervivencia en un ambiente más que hostil para los recién llegados.

Para afrontar el hambre, se organizaban comidas colectivas para que nadie se quedará sin comer. Los ritmos violentos de la ciudad, los largos tiempos de desplazamiento entre el trabajo y la casa, implicaba dejar solos a los niños y niñas; la solución comunitaria fue el cuidado colectivo de los infantes. Las prácticas de solidaridad cotidiana y las lógicas de cuidados, tanto en la atención a las y los adultos mayores, huérfanos o huérfanas, así como el sector femenino tuvieron gran relevancia en este periodo fundacional. Se puso particular vigilancia en los problemas del machismo y la violencia cotidiana, además de incentivar la participación de las mujeres en las decisiones colectivas[7] a diferencia de otras comunidades triquis en los que no se toma en cuenta a las mujeres para asumir cargos comunitarios.

Esa perspectiva de vida fortalecía el proceso organizativo y garantizaba el cuidado de unos con otros, de los espacios comunitarios como el jardín o el salón 25 en que los niños tenían apoyo para estudiar. Gradualmente, establecieron vínculos con otras organizaciones y luchas para solidarizarse en las colectas, juntar ropa o acompañar los procesos, sin mediar negociaciones de cuotas de poder o materiales, se entendía un horizonte político más amplio al apoyar el avance de otros grupos en la resolución de sus problemas. A fines de los años noventa, MAIZ participó en el llamado de articulación y construcción de coordinadoras delegacionales[8] en la Ciudad de México que lanzó el EZLN para llevar a cabo una consulta sobre derechos y cultura indígena.

A pesar de estos avances organizativos en torno a la disputa frente al Estado por la vivienda, la resolución colectiva de necesidades de primer orden, así como el vínculo con otras organizaciones, generaron tensiones en torno a la diferencia de los proyectos comunitarios. Hacia el año 2000 se vivió al interior de MAIZ una lucha por el control político, que debilitó los sentidos comunitarios dividiendo a quienes tenían derechos de decisión. Las prácticas comunitarias de mando y acompañamiento fueron cuestionadas, además de la tensión entre las formas tradicionales de organización.

Una condición del Estado para realizar las gestiones del predio para vivienda era la creación de una Asociación Civil, con una serie de reglas y normas que implican formas verticales de decisión. Una de ellas, la formación de la mesa directiva, generó tal división entre los diversos proyectos de comunidad, que condujo en 2006 a una escisión de la organización. Las gestiones ante el INVI (Instituto de Vivienda de la Ciudad de México), culminaron en la reubicación en otros predios de la población inconforme, división que comprendía a más de la mitad de las familias que constituían a la comunidad. Por un lado, estaba el grupo que pretendía repetir las costumbres del pueblo, sin cuestionar prácticas de control o violencia generadas siglos atrás. Por el otro, el sector más influenciado por el zapatismo, que pretendía una organización más horizontal, la igualdad entre hombres y mujeres, la prohibición del alcohol (como detonante de violencia), pero principalmente la rendición de cuentas y la no vinculación con partidos políticos.

Para 2003, cuando se logró asegurar la propiedad del suelo y dar inicio a la construcción de viviendas, se inicia otro proceso de discusión, ahora frente al equipo técnico. Se necesitaron dos años de negociación con las instituciones estatales, así como en las mismas asambleas para acordar las propuestas de los arquitectos con la comunidad, periodo en el que se asignó el lugar para las casas y las áreas comunitarias. Las discusiones giraban en torno a la organización del espacio habitacional ¿desde qué espacio se reflejaban como comunidad? ¿qué tipo de construcciones serían: casa particular o departamento? ¿cuántas casas y de qué dimensiones? ¿cuáles serían los espacios privados y cuáles comunes? Por ejemplo, la propuesta de lavaderos comunes fue duramente criticados al equipo técnico, pues después de años de hacinamiento y precariedad en casas de cartón con una sola toma de agua y tres baños comunes para toda la comunidad, las familias exigían espacios privados para realizar ciertas actividades.

Tras largas reflexiones, se tomó la decisión de crear una comisión de vivienda[9] que asumiera el proceso de la obra, que las casas se construyeran colectivamente y pensar el proyecto como una escuela de oficios, ya que se planteaba la alternativa de adquirir destrezas para tener otras opciones de ocupación para ganar el sustento de los integrantes de la comunidad. La obra no la realizaría una constructora privada o del gobierno, sino la misma comunidad, lo que representó un gran logro en términos de la gestión colectiva. No obstante, el gobierno delegacional no permitió el inicio de la obra, ni el establecimiento de un campamento en la banqueta del frente de la comunidad durante el proceso de construcción. Esta negativa llevó a romper la mesa de trabajo e impulsar una movilización en el zócalo de la ciudad, que fue reprimida por el cuerpo de granaderos con un saldo de 17 integrantes de la comunidad detenidos y varios lesionados. Para enfrentar la crisis apelaron a la solidaridad nacional e internacional de otras organizaciones hermanas dentro de la lucha, hasta que pudieron continuar con el proceso. 

Tres años duró la construcción de las casas bajo la organización de la comisión de vivienda. Esta comisión estaba organizada en cuatro subcomisiones; pagos, bodega, administración y trabajo comunitario con lo que lograba descentralizar el poder, delegar responsabilidades, evitaba posibles corruptelas en el manejo de los recursos y lograr maximizar el bajo presupuesto otorgado al proyecto. A través del trabajo comunitario y una administración colectiva se hizo una escuela de oficios con los maestros albañiles, electricistas y plomeros, además de instalar un comedor comunitario para mejorar la alimentación todos los que trabajaban en la obra.

Todos los integrantes de la comunidad participaban para llevar a cabo la construcción, desde los hombres en las labores de albañilería, las mujeres cargando y transportando materiales, así como los niños y niñas que recolectaban clavos y restos de acero con imanes de bocina, apoyaban para mover materiales y hacer mandados. Para el colado de las losas se recurrió al tequio los días sábados (se preparaban de dos a tres casas para la faena), donde todos y todas participaban con su cubeta, se hacían cadenas, se empleaba un trompo para hacer la mezcla y se cargaba en recipientes para después culminar la jornada con una comida colectiva. Finalmente, el 4 de enero del 2008, se inauguraron las 40 viviendas, abriendo nuevos retos para la organización colectiva que permitió la consecución de una vivienda digna.

Tal y como ha sucedido en el caso de MAIZ, se han dado diversos proyectos de lucha por la vivienda y la gestión del espacio por comunidades migrantes, sobre todo de pueblos indígenas. Buena parte de la migración, independientemente de sus causas, se realiza de forma escalonada y los valores comunitarios se ponen en juego, tanto para crear las redes de movilización y acogida, así como las distintas estrategias de sobrevivencia en los escenarios de llegada. Las personas migran y llevan consigo una serie de prácticas y costumbres, pero también un memorial de agravios, tensiones y conflictos en los ámbitos de origen que se trasladan de igual manera e impactan en las dinámicas urbanas que van construyendo. Es en este sentido que se da una recuperación y reconstrucción de los valores y prácticas comunitarias que se traslapan y generan nuevos procesos de reterritorialización en la Ciudad de México.

Algunas consideraciones finales

Las ciudades en América Latina se han erigido como lugares de poder, construidos muchas veces sobre centros urbanos anteriores a la conquista, marcando una diferencia con el ambiente rural. Sus vínculos con las metrópolis los convertían en centros de control virreinal y muchas se encargaron de repetir y espacializar las relaciones de poder colonial, lo cual implicaba relaciones determinadas con la población indígena. A la par, el proceso de implantación del capitalismo demandaba una ingente movilización de mano de obra dándose una particular espacialización de la división racial del trabajo donde los centros de las ciudades estaban vedados para los nativos; los trabajadores indígenas fueron destinados hacia las periferias de las ciudades, en pueblos y barrios que aun conservaban formas de organización, de control del trabajo, así como una matriz agraria y fuertes vínculos con la naturaleza.

La expansión urbana de la Ciudad de México sobre muchos de estos pueblos ha representado la continuidad con la dinámica de despojo y control colonial necesarias para sostener la acumulación de capital. Pero también han incentivado los procesos de recuperación de la memoria colectiva, así como valores y prácticas comunitarias como estrategia identitaria frente a las amenazas territoriales. Los pueblos y barrios han emprendido diversas estrategias que van desde la apropiación de conceptos como “originarios” para movilizar la memoria colectiva y emplearlo como fundamento jurídico, hasta la acción directa con la recuperación de predios, tierras comunales, la ocupación de las calles mediante distintas formas de protesta, o de disputas por el control de los espacios públicos.

En ese sentido, las prácticas que recuperamos para el análisis, los tianguis como forma popular de ocupación de las calles y práctica económica de intercambio con orígenes precoloniales; la continuidad y persistencia de los pueblos y barrios originarios en la lucha por su existencia en un medio hostil y con prácticas de despojo expansivo, histórico y sistemático; las luchas contra la segregación y marginalización de los pueblos migrantes manifestados en la toma de predios y la gestión de proyectos de vivienda, representan procesos de territorialización complejos, heterogéneos y a veces contradictorios.

Las diferentes territorialidades superpuestas implican una disputa y enfrentamiento por el control espacial de la ciudad a diferentes escalas. En ese sentido, las autoridades han jugado un papel cambiante en torno a la presencia indígena en la Ciudad de México, desde la expulsión y violencia en el gobierno colonial, hasta el etnocidio e invisibilización en el periodo posrevolucionario a la tolerancia incomoda en la actualidad. El estado mexicano ha puesto toda una serie de trabas jurídicas y políticas al reconocimiento pleno de los pueblos originarios en la ciudad. Dicha situación les otorga a los pueblos –migrantes y residentes– una ciudadanía restringida que no respeta, tanto derechos territoriales como formas de autogobierno.

Ha sido la permanente lucha de los pueblos originarios que ha impactado en las políticas estatales de reconocimiento y en distintas reformas que, si bien muestran avances en cuanto al reconocimiento pleno de sus derechos, aún existen demandas sin atender y manifestaciones de desprecio y racismo a este sector. Ha sido la acción directa o el ejercicio de una autonomía de facto que ha permitido a los pueblos subsistir y hacer valer sus derechos de autogobierno y preservación de sus prácticas tradicionales de organización. Aunque siempre, en los procesos de resistencia, los pueblos han pagado precios muy altos en las distintas formas de territorialización que llevan a cabo en la Ciudad de México.

Referencias

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Walsh, Catherine (2009). Interculturalidad, Estado, Sociedad. Luchas (de)coloniales de nuestra época. Quito: Abya Yala.


[1] Especiales agradecimientos a Luis Castillo Farjat y a Raúl Zibechi por los comentarios, la revisión y sugerencias sobre este artículo.

[2] “Ombligo de la Luna” es una de las acepciones más extendidas para el origen etimológico del significado de la palabra México; proveniente del náhuatl, deriva de los vocablos metztli (luna), xictli (ombligo o centro), y co (sufijo de lugar). El nombre original de la Ciudad de México era México-Tenochtitlán antes de la conquista española.

[3] La Ciudad de México con su zona metropolitana abarca las 16 alcaldías de la ciudad, 41 municipios del Estado de México y 1 municipio del estado de Hidalgo.

[4] La palabra tianguis proviene del náhuatl tianquzitli y significa mercado. En la actualidad los tianguis son espacios de compra y venta de productos que se montan sobre las calles, son itinerantes y en general se ponen sólo un día a la semana, se distinguen de los mercados actuales, ya que estos son espacios fijos con locales o puestos preestablecidos para la venta de productos.

[5] Chinampa (del náhuatl chinamitl, seto o cerca de cañas) es un método mesoamericano antiguo de agricultura que utiliza pequeñas áreas rectangulares de tierra fértil para cultivar flores y verduras en la superficie de lagos y lagunas superficiales de la actual Ciudad de México.

[6] Este cargo o figura de autoridad viene de tiempos anteriores a la conquista cuando el pueblo tenía un jefe guerrero, en la actualidad este cargo atiende la relación de los integrantes de su pueblo para resolver problemas de parejas, hijos, mediar conflictos y tener relaciones con otros principales de otras comunidades. El cargo es vitalicio y construye linaje de sucesión.

[7] En estas experiencias el Tío acompañaba a la comisión como apoyo moral y símbolo de aval, para presionar que las autoridades de otras comunidades escucharan a las compañeras responsables.

[8] Las hoy alcaldías en Ciudad de México, antes Distrito Federal.

[9] Se hicieron talleres de capacitación de los compañeros; el punto fundamental de partida, fue la tradición de trabajo comunitario que se tenía del pueblo y del proceso de la comunidad. Teniendo ese principio, se pudo realizar la escuelita en el lugar que prestaban los técnicos.

*geo_fer2001@yahoo.com.mx / Centro Educativo y Cultural Cama de Nubes

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