El teatro siempre ha sido una poderosa arma social, pero en los últimos años, marcados por la crisis y el resurgir de inquietudes sociales latentes, han cogido mucha fuerza varias disciplinas que ponen la cuestión social y política al mismo nivel que la exigencia artística.
Hablamos de una disciplina desarrollada por el director y pedagogo brasileño Augusto Boal en los años 60 y denominada originalmente Teatro del Oprimido, aunque en la actualidad también es conocida como teatro social. Algo que genera cierta polémica.
Antonio Masegosa, actor y director artístico de la compañía uTOpia Barcelona, rechaza esta última denominación. “Es un tema de márketing: ‘oprimido’ recuerda a ‘deprimido’, a ‘pobrecito’, por lo que muchas administraciones y entidades lo ven como un término peyorativo y piden a las compañías que usen la expresión ‘teatro social’”, explica.
Su compañía se niega a usar dicha denominación y sólo publicita las actividades de otras compañías si usan el término ‘oprimido’. “Es la clave de este tipo de teatro: un oprimido es una persona que tiene un deseo y está en el camino de conseguirlo luchando, mientras que un deprimido es alguien con falta de deseo”, señala.
Ser protagonistas
La regla número uno de esta disciplina es que “el Teatro del Oprimido siempre tiene que estar hecho por el oprimido”. En otras palabras: “No puedo ponerme en la piel de un refugiado, una mujer maltratada, un inmigrante, un discapacitado o una persona sin hogar sin serlo”, explica Masegosa, quien aprendió esta modalidad teatral en Brasil de la mano de su propio fundador.
Por ello son muy comunes, en este tipo de teatro, los repartos formados por personas pertenecientes a colectivos vulnerables.
De hecho, uno de los proyectos que dinamiza Masegosa es la compañía Brots, formada por personas con algún tipo de enfermedad mental, que en sus obras reflexionan sobre los estigmas y autoestigmas de este colectivo. Pero entonces ¿dónde quedan los actores profesionales? La regla número dos del Teatro del Oprimido aclara esta cuestión: “Todos somos oprimidos y todos somos opresores”.
Nos ayuda a entenderlo Rocío Manzano, actriz integrante de la compañía barcelonesa Nus, una de cuyas obras aborda los diferentes tipos de violencia machista. “Al empezar a trabajar en la obra, me fui dando cuenta de todas las situaciones cotidianas que reproducen el paradigma opresor del patriarcado: en la pareja, en el trabajo, en la calle… Como mujer, aunque no vaya con un ojo morado y mi pareja no me pegue, soy víctima de la violencia machista que impregna todo el sistema: soy oprimida, y seguramente también opresora, porque reproduzco sin darme cuenta algunas actitudes machistas impuestas por la sociedad”.
Para ella, “todo está atravesado por relaciones de poder”, y ésta es otra de las claves de este tipo de teatro. “Hay un oprimido porque hay un opresor que tiene poder para ejercer la violencia contra el oprimido, y esa relación de poder viene facilitada por una estructura macrosocial que sustenta esa violencia u opresión, sea cual sea el tema del que estemos hablando: bullying, racismo, marginación, estigmatización, violencia de género… Siempre se repite esa estructura”, señala.
En este punto interviene Emma Luque, directora de la compañía madrileña Tres Social, para indicar que esta disciplina consiste en “la acción-denuncia de un modelo social y cultural que va en contra de la dignidad de las personas”, un “teatro como voceador de un paradigma nuevo, que quiere hacer visibles las violencias estructurales del sistema opresor tanto a nivel económico como político, social y cultural”.
Pero ¿por qué optar precisamente por las artes escénicas, de entre todas las actividades posibles, como herramienta para cambiar el mundo? Para ayudarnos a entenderlo, Luque narra cómo llegó al Teatro del Oprimido desde el activismo: “Comencé a comprender que los procesos de cambio hacia los que quería caminar en mi trabajo necesitaban de herramientas que rompieran las fronteras que la mente y toda la parte intelectual instaurada en las relaciones humanas. En este punto, el teatro me enganchó por su verdad, la dificultad de trampear discursivamente lo que el cuerpo decía por sí solo”.
Lo mismo le sucedió a Míriam Camps, psicóloga social y responsable de proyectos de uTOpia Barcelona, quien recuerda que cuando entró en contacto con el Teatro del Oprimido “estaba muy vinculada al desarrollo de proyectos, a argumentar, justificar… en definitiva, al ‘blablabla’, al predominio de la parte lógica sobre la emocional”.
Sobre las tablas, descubrió que “a través del teatro, como público recibes perfectamente la problemática y la reivindicación, sin explicaciones ni racionalizaciones: es una experiencia mucho más emocional, directa y profunda, a la que jamás llegarás con el pensamiento por más vueltas que le des”, asegura.
Otra de las claves para elegir el escenario como espacio para cambiar el mundo nos la da Manzano: “El teatro es un ensayo para la vida”, resume. “En la vida real no puedes pararte a pensar, volver atrás y cambiar lo que has hecho: en el teatro sí”.
Ésta es precisamente la clave de la mecánica del formato más utilizado en las obras de Teatro del Oprimido: el teatro foro. Consiste en una representación teatral en la que el protagonista es un oprimido que se enfrenta a diferentes situaciones de opresión a manos de diversas figuras opresoras, siempre respaldadas por la sociedad.
Durante la obra, se habla con el público, se les pregunta qué les ha parecido y si creen que el protagonista debería haber actuado de una manera diferente. Si alguien tiene alguna idea, la compañía repite la escena adoptando la sugerencia del público para ver a qué conduce. De esta manera se genera un debate y se profundiza en la problemática.
El público responde
Por ello es tan importante, en este tipo de teatro, que la compañía adopte una postura y un lenguaje lo más neutral posible frente a la problemática sugerida, porque el objetivo es que el público reflexione y llegue a sus propias conclusiones. “De hecho, nosotros no usamos la palabra machismo en toda la obra: debe ser el público el que, en un momento dado, la ponga sobre la mesa”, indica Manzano, quien cuenta que, en una ocasión, tras una función en un instituto, un chico propuso que para evitar la violencia machista la chica podría practicar sexo oral al agresor. “‘¡Que le haga una mamada!’, dijo, y enseguida la profesora se dispuso a recriminarle su salida de tono. Pero aceptamos su sugerencia y la escenificamos para darnos cuenta todos de que el sexo oral no resuelve el problema de la violencia machista. Para nosotros era una aportación importante, porque si salió es que de alguna manera refleja una manera de pensar presente en la sociedad”, recuerda.
Humilde y personal
La humildad frente al público es importantísima en esta disciplina teatral, en la que el ego del artista debe quedar totalmente desterrado. “Hay que desarrollar una habilidad que a los facilitadores muchas veces nos cuesta: la mente de principiante”, asegura Laura Presa, cofundadora, actriz, formadora y facilitadora de la compañía madrileña La Rueda.“Me da igual facilitar o actuar frente a un chaval de instituto, un profesor de universidad, una persona que está en la cárcel, un experto sociólogo o un inmigrante sin papeles: todos ellos están al mismo nivel que yo y saben mucho mejor que yo cómo son sus situaciones sociales y cómo mejorarlas. Yo simplemente les ofrezco unas herramientas para profundizar y acompañar sus procesos: éste es realmente mi trabajo, y es precioso”, remacha.
Bajo su punto de vista, el “objetivo último” del teatro social es “lograr una transformación en el público y los participantes”. En este punto, recuerda con emoción “las lágrimas de varios presos después de recrear teatralmente un espacio “donde fuiste feliz en la niñez”, y cómo pudimos entonces trabajar qué pueden empezar a hacer desde dentro para cuidar las relaciones tan importantes que tienen fuera y que serán cruciales a su salida”.