Taxco-México: La muerte tiene permiso…

Erubiel Tirado*

El gobierno, en sus tres niveles, no sirve ya para proteger a su población; y el crimen, organizado o no, sea individual o colectivo, tiene carta blanca para asesinar impunemente. Más allá de la alegoría del título de uno de los cuentos más emblemáticos del escritor Edmundo Valadés (que resume una visión comunitaria sobre la muerte y el asesinato cometido en colectividad), la tragedia de Taxco de la niña Camila y el linchamiento de una de los homicidas, sirve para acercar la mirada de lleno al fracaso institucional del Estado mexicano en materia de seguridad. A las manifestaciones de violencia que se han multiplicado en el país en las últimas décadas, habrá que añadir la que era eventual y excepcional en el registro de los homicidios y agresiones, la fenomenología de los linchamientos.

Respuesta y fracaso institucionales. Es posible, de acuerdo con los datos públicos disponibles sobre a línea de tiempo (el intercriminis, dirían los penalistas) de la trágica muerte de la niña Camila, que no se hubiese podido evitar, toda vez que fue asesinada apenas transcurrida una hora de su visita a la casa donde la habían “invitado”. Haber aceptado la invitación e ir por su propio pie al domicilio donde iba a pasar esa víspera calurosa de los días santos, jugando supuestamente con la hija de quien le había llamado a su madre para el permiso, fue lo que motivó la mala, absurda y mezquina respuesta del Secretario de Seguridad Pública, ahora destituido o renunciado. Atribuyó la responsabilidad del crimen a la falta de cuidado y de responsabilidad a la madre de la víctima.

Lo que ocurrió inmediatamente después de las señales de alarma por la desaparición de Camila, retrata muy bien el estado de indolencia institucional que no le permitió a la madre de la víctima, hacer la denuncia en Taxco sino en Iguala, cargada con los señalamientos gráficos de la intervención del taxista y la madre anfitriona en el hecho, así como con otra evidencia cruel de la situación al señalar la llamada de secuestro de su hija (para entonces ya asesinada). Las autoridades ministeriales, en conjunto con las de seguridad estatal y municipal, se caracterizaron en forma idéntica por la lenidad de su respuesta. La localización posterior del taxista y su vehículo, según se ha descrito, se debió más a la participación vecinal que a la obligada diligencia eficaz de las autoridades.

El hallazgo y recuperación del cuerpo de la niña Camila, ya en la madrugada del día siguiente y a menos de veinticuatro horas de su cita a la fatal convivencia, nos muestra la burocratización de la justicia, que esperó hasta la claridad del día para actuar contra los probables responsables del asesinato. No había razón para ello y menos con los antecedentes de linchamiento ocurrido en 2019 por un feminicidio en la localidad (el descuartizamiento de una joven por su pareja).

Pero si de prevención se trata, la memoria institucional, en sus tres niveles de gobierno, es inexistente. Es decir, las autoridades no anticiparon ni contuvieron la indignación colectiva de la comunidad que, desde un inicio, prestó apoyo a la madre de la víctima no sólo con los videos que comprobaban la falsedad de la madre victimaria (que Camila no había llegado a su casa), sino que también organizó un cerco (por demás violento al incendiar vehículos) al domicilio para que los homicidas no huyeran. Las autoridades sólo atestiguaban silentes las acciones ciudadanas en los linderos de la legalidad.

Lo que no se ve a primera vista. Era cuestión de tiempo que la rabia social estallara frente a la exigua e inútil presencia policial y de los soldados de la Guardia Nacional que, eso sí, esperaban las órdenes de aprehensión para actuar junto con los agentes ministeriales. El debido proceso mal entendido y peor practicado por las autoridades, cuando el escenario de riesgo era más que evidente imponía evitar la turba violenta contra los probables culpables del homicidio de la niña Camila. El resto es la historia de una muerte violenta, un homicidio que sí pudo evitarse, de quien junto con sus cómplices debió enfrentar un juicio y una condena en toda forma por sus conductas criminales contra una niña indefensa. La culpa y responsabilidad en este punto se distribuye entre quienes debían actuar diligentemente en los procedimientos de investigación y persecución de delitos y las instancias de apoyo de la seguridad pública, salvaguardando el llamado orden público y la integridad de las personas que debían enfrentar la justicia institucional con las garantías del debido proceso.

Nada de esto ocurrió. Todo lo contrario, policías y guardias (militares para más señas) incapaces, primero, de proteger a los señalados para presentarlos a la diligencia ministerial del caso y, segundo, cediendo por partida doble a la presión tumultuaria al entregar a la madre anfitriona a la violencia criminal y colectiva que ya ejercían la justicia primitiva contra sus dos hijos. Esto último nos muestra que los cuerpos de seguridad (civiles y militares), en principio, no sólo están mal preparados para situaciones críticas de violencia física de turba social (en algunos sistemas penales del continente se tipifican como “asonada”), sino que se puede señalar la hipótesis de un reclutamiento que privilegia el ingreso a ultranza antes que cuidar perfiles y vocaciones de servicio a la protección y cuidado de la sociedad.

Poco en verdad se puede pedir ante el abandono de la seguridad pública tanto en los niveles estatales y municipales que, mal pagada y peor preparada, se manifiestan más como una formalidad hueca de gobierno que como responsabilidad de gobernanza de cuidado de las personas y sus bienes. Lo mismo debe decirse de quienes ingresan a la Guardia Nacional que, aunque con otras razones y motivaciones, en su nivel elemental de enrolamiento, son carne de cañón para el sacrificio en aras de la imagen de los mandos medios y superiores militares que regentean la operación de la seguridad pública federal que, se supone, auxilia a las policías locales (al menos esa es una de las justificaciones por las que se han construido más de medio millar de cuarteles a lo largo y ancho del país).

La multiplicación de las muertes. La narrativa oficial hegemónica tiende a desentenderse de la responsabilidad en la seguridad pública en general cuando se trata de casos estatales, máxime cuando no atañen a su color partidista. Sin embargo, como mal reflejo de Fuenteovejuna, la responsabilidad institucional es también colectiva ya que, quiérase o no, se trata de un sistema interrelacionado cuya eficacia depende en gran medida de la coordinación de esfuerzos en el ámbito de la prevención, conocimiento, investigación y persecución de conductas delictivas.

La buena procuración de justicia en términos policiales y ministeriales, también depende de la sinergia con la debida interacción con el aparato jurisdiccional. Es todo un sistema que, si bien en el pasado funcionaba en forma accidentada y deficiente, estos años simplemente ha sido derruido por dolo presupuestal e inercias políticas y gubernamentales que empezaron con la creación de la Guardia Nacional en 2019 (cuyo apoyo opositor se obtuvo a cambio de “fortalecer a las policías locales”). Guerrero, hoy por hoy, en cuanto a las instituciones de justicia y seguridad pública, demuestra que no sólo están postradas ante la criminalidad sino que son inexistentes. El pretexto del “México bárbaro” o de “violencia cultural enraizada” siguen siendo justificaciones de los gobiernos inútiles en turno en sus tres niveles desde hace más de medio siglo.

La realidad es más terrible ahora, incluso en la dimensión nacional. Las cifras de Causa en Común, no del Secretariado Nacional de Seguridad Pública que carece en forma oficial de la información pertinente, nos enfrentan a una tendencia que amenaza con convertirse en patrón en nuestra “normalidad” de violencias: desde 2020 ha habido 823 eventos de linchamientos, 129 terminaron en asesinatos perpetrados en forma colectiva. Las limitaciones metodológicas para hacer un seguimiento apropiado del fenómeno sólo permiten establecer la hipótesis de la impunidad tanto para los ejecutores como para los “guardianes” institucionales del orden (no hay datos precisos de juicios y condenas por estos eventos). Esto último pese a que es más nítido el deslinde de responsabilidad por omisiones de las autoridades. En el caso de Taxco, estas responsabilidades tocan transversalmente a agentes de seguridad pública, ministeriales y jurisdiccionales en los tres ámbitos de gobierno. En el nivel federal, sin duda, hay culpa de la Guardia Nacional.

Salvo la presencia de la muerte, nada de evangélico hay en nuestra realidad de los últimos días (y años), tanto en Guerrero como en el resto del país, que ya rompe el récord de homicidios de los últimos tres sexenios. Son muertes que tampoco tienen un carácter redentor sino de oprobio y vergüenza para el Estado mexicano y un gobierno que se dice humanista. En efecto, la muerte tiene permiso.

*Mtro. Erubiel Tirado, Coordinador del Diplomado en Seguridad Nacional en México. Los desafíos del siglo XXI

Publicado originalmente en la IBERO

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