El conflicto armado en la nación africana escaló con rapidez en las últimas semanas. Miles de personas fueron desplazadas y los muertos aumentan día a día. ¿Qué hay detrás de esta nueva guerra que asola al planeta?
El país de las pirámides se hunde día tras día en el caos. Se cumplen dos semanas de feroces combates en las calles de Jartum, la capital sudanesa, entre el Ejército (SAF, por sus siglas en inglés), liderado por el General Abdel Fattah al-Burhan, y las paramilitares Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), bajo el mando de Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti. Aunque se negoció un alto el fuego entre las partes, la fragilidad del acuerdo se vio en la continuación de las explosiones y el sonido de las balas silbando por la ciudad. La tregua se prorrogó de nuevo por otras 72 horas, pero no hay que ilusionarse.
La evacuación de personal diplomático de las embajadas refleja que la situación tiene una solución lejana. Alrededor de dos tercios de los hospitales cercanos al campo de batalla, en Jartum, están fuera de servicio, o con escasez de suministros médicos, trabajadores y trabajadoras de la salud, agua y electricidad. Los alimentos también escasean mientras aumentan los saqueos. Más de 500 civiles han muerto en tres semanas de enfrentamientos y más de 20.000 pobladores y pobladoras han huido al vecino Chad.
Las claves de la situación actual se pueden ubicar en los restos del pasado colonial de Sudán, la formación y caída del régimen del ex dictador Omar al-Bashir, la derrota de las movilizaciones contra el régimen, la fallida transición a un sistema “democrático” (según los criterios occidentales), y las tensiones entre los líderes que dieron el golpe de 2021.
De la revuelta al golpe
Sudán encierra una historia de ex colonia británica, cuyas fronteras fueron resultado de acuerdos entre una potencia extranjera y las élites locales. Desde su independencia negociada con Gran Bretaña y Egipto, en 1956, las tensiones internas entre grupos étnicos y religiosos provocaron sucesivas guerras civiles (1955 a 1972 y 1983 a 2005), y una fragmentación territorial que hizo muy difícil articular la herencia colonial en un Estado sudanés unificado.
El régimen de Omar al-Bashir lo intentó en 1989, con una férrea dictadura militar similar a la de los países árabes (Egipto y Libia, entre otros), con un fuerte apoyo de líderes musulmanes. Su gobierno persiguió y asesinó a opositores políticos, sindicales y grupos étnicos que peleaban por su autonomía, comandó una intensa guerra contra las comunidades del sur, la cual concluyó con la independencia de Sudán del Sur, en 2011, y llevó adelante la limpieza étnica en Darfur (2003-2020).
En abril de 2019, al-Bashir fue derrocado tras meses de movilización popular. Su mano derecha, el General Burhan, conservó intacta la estructura de poder asociada al ejército y el grupo paramilitar Janjaweed, protagonistas de la limpieza étnica en Darfur y precursoras de las FAR. Las protestas continuaron y, mientras las SAF y las FAR reprimían a manifestantes en Jartum, organizaciones civiles, como el partido de las Fuerzas de la Libertad y el Cambio, negociaron con el ejército una “transición democrática” a pesar de que millones de sudaneses exigían un gobierno cien por ciento civil. El gobierno mixto resultante de esa negociación, fijó la fecha de elecciones en dos años, pero como era de esperarse el “Estado profundo” de Sudán prevaleció y, a fines de 2021, un golpe de Estado desplazó al ala civil.
Del golpe a la guerra
Bajo el pretexto de una crisis económica inminente, Burhan y Hemetti derrocaron al ala civil del gobierno, representada por el primer ministro Abdalla Hamdok, y tomaron el control total del país en enero de 2022. Casualmente, fue justo cuando el Comité de Eliminación de Empoderamiento, Anticorrupción y Recuperación de Fondos estaba a punto de publicar su investigación de corrupción en empresas afiliadas al ejército. Pero la presión popular de miles de sudaneses, organizados en comités de resistencia, obligó a nuevas rondas de negociaciones para establecer una nueva “transición” para aplacar la movilización popular más radicalizada.
Mientras se derrumbaba el débil régimen de transición, Burhan y Hemedti aumentaron su desconfianza mutua y discutieron abiertamente sobre los plazos en que las “milicias” se integrarían al ejército. El movimiento de partidos políticos y sindicatos opuesto a los militares se fragmentó en un sector que apoya un acuerdo con el ejército y otro que brega por su disolución. A pesar de la firma de un acuerdo en 2022 y un compromiso para establecer los plazos de transición en abril, el golpe de las RAF terminó con las negociaciones.
Dos generales, dos rivalidades
Ambos generales representan intereses económicos distintos, pero también alianzas internacionales cruzadas y muchas veces antagónicas. La discrepancia fundamental estaba en que Burhan se beneficiaría con la integración de las fuerzas armadas bajo un solo mando (un enfoque que exigen las potencias occidentales), algo que estaban negociando con la representación civil, mientras que Hemetti abogaba por mantener el statu quo bicéfalo del país.
Burhan es representante del llamado “Estado profundo” de Sudán, que engloba a una serie de corporaciones y bancos, muchos de ellos liderados por líderes islámicos y oficiales de inteligencia, así como empresas de propiedad del ejército en áreas como la fabricación de armas, la construcción, la agricultura y el transporte, que formaban parte del extinto régimen de al-Bashir.
Hemetti se convirtió en empresario, político y militar durante las campañas genocidas que lideró en Darfur contra las comunidades agrícolas. Se apoderó de las minas de oro artesanales y del contrabando hacia Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Rusia. Acumuló fuerza en las periferias del país y la hizo pesar en Jartum, mostrando avances políticos que después de 2019 le dieron base para comenzar el juego de tronos actual.
Las principales comunidades étnicas de Sudán participan activamente del conflicto. En su momento, al-Bashir llenó los rangos superiores de las SAF con un puñado de tribus árabes del norte del país, mientras las FAR recluta el grueso de sus miembros entre los árabes de Darfur, la tribu Rizeigat de Hemedti y, especialmente, de su clan Mahariya.
Las FAR han luchado en Yemen contra los hutíes como mercenarios de Arabia Saudita y los EAU; también en Libia, bajo las órdenes del General Khalifa Haftar y empleada por Wagner, compañía militar privada rusa de gran despliegue en algunos países de África. Las FAR no están conformadas por bandas militares anárquicas y criminales, sino que son fuerzas profesionales, bien equipadas y con años de experiencia en batalla.
Las fuerzas armadas de Sudán son un ejército profesional cuyo arma más temible es la aviación. Sus soldados provienen de las clases más pobres y están bajo el mando de oficiales que siempre han delegado poder territorial en las fuerzas paramilitares, que hoy los desafían.
Burham tiene como principal aliado al régimen de Abdelfatah Al Sisi en Egipto, ya que también busca encarnar un “hombre fuerte” capaz de desmovilizar el proceso político, tal como lo hizo el dictador egipcio en 2014 luego de la Primavera Árabe (2011) y la breve apertura democrática (2013).
En un contexto internacional que entró en una fase de tensiones profundas a partir de la guerra en Ucrania, cuando Arabia Saudita se acerca a Irán y se agitan conflictos latentes en la mayoría de sus países vecinos, si los generales Burham y Hemedti no llegan a un acuerdo, Sudán puede convertirse en un polvorín y una fuente de inestabilidad para todo el norte de África y Medio Oriente.
¿A dónde va Sudán?
La compleja trama sudanesa involucra tanto a la élite militar local y empresarial, los países vecinos, las potencias regionales y al imperialismo. Desde que Estados Unidos impuso sanciones al país, bajo la carátula de “patrocinador del terrorismo” por haber albergado a Osama Bin Laden durante la primera guerra del Golfo en 1991, hasta la caída de al-Bashir, las naciones limítrofes preservaron sus negocios con la dictadura, y vieron una amenaza en aquel proceso de movilizaciones, que recordaba a la Primavera Árabe de 2011, por lo cual conspiraron en su contra desde un primer momento. Washington recién levantó las sanciones tras el Acuerdo de Abraham entre el dictador Burhan y el gobierno de Israel, en febrero de este año.
La potencia de las fuerzas beligerantes y la gran cantidad de jugadores internacionales en favor de uno u otro bando, pueden activar tensiones étnicas y regionales que conviertan a Sudán en un escenario similar al de Libia o Siria o, tal vez, Egipto. Si bien esta guerra implica un duro golpe para el proceso de movilizaciones abierto en 2019, y posterga las aspiraciones democráticas del pueblo, las lecciones de la rebelión de miles de trabajadores, trabajadoras y estudiantes contra el sistema militar en Sudán serán claves para las luchas populares del futuro en toda África.
Foto de portada: Ashraf Shazly – Getty Images