Ciudad de México. Desinformémonos. Camila, de 11 años, estuvo parada muchas horas sobre un cajón blanco que le dio la altura que merecía para mostrar su pancarta a miles, tal vez cientos de miles de mujeres que pasaban cerca de una fuente de avenida Reforma rumbo al Zócalo. Camila había pintado a una niña agarrada de un enorme corazón, con el lema: Hoy alzo la voz para que mañana no falte ninguna en su salón. Con precisión y sin miedo, me dijo que no falta nadie en el salón de ella, pero que varias de sus compañeras han sido violadas por sus propios familiares.
Duele leer su mensaje, tal vez más por estar escrito con tanto cuidado por una niña de 11 años que decía sentirse “muy feliz” de participar por primera vez en una Marcha de las Mujeres, porque cree mucho en ellas y de grande quiere ser costurera.
Caminaba a su lado Diana, una estudiante de las escuelas de iniciación del INBAL, con su dibujo, un desnudo al estilo de Picasso y el comentario que, tal vez más que cualquier otro, captó el ambiente de la marcha– masiva y alegre– de este 8 de marzo: “Somos las artistas, no somos las musas.”
Había muchas, muchísimas artistas que tomaron esas calles con nombres de héroes masculinos, pero hoy Juárez e Hidalgo fueron invadidos por mujeres valientes que gritaban su dolor y cantaban y bailaban y decía en una sola voz: “Quiero vivir no sobrevivir”; “Estoy cansada de tener miedo”; “Sembraste miedo y crecí alas.” Cada mujer tenía su historia y su razón por participar. Sin dudar, una tras otra mujer nombraba a su violador, algunos con fotografías pegadas a sus pancartas, otros fijando su imagen y nombre completo sobre postes y paredes, porque estaban acompañadas y porque se sentían contentas de pertenecer al hilo morado que brincaba y bailaba por el Centro Histórica de la gran Ciudad.
Ahí, en frente de la Glorieta de las Mujeres que Luchan, Tania Andrade hacía lo que había hecho su madre y su abuela pero con una pequeña gran diferencia: ella bordaba, con hilos de diferentes colores, el mapa de México y del mundo; también bordaba mensajes que dan ánimo a las mujeres que resisten, que expresan la ira y también la esperanza. Cofundadora del colectivo Bordadores en Resistencia, Tania tiene años de acompañar a las marchas con sus hilos y su invitación a que cualquier persona agarre la aguja, como antes su madre y su abuela la agarraban para adornar o remendar o pasar un rato juntas.
Tania dice que los mapas y los mensajes y los corazones y los puños y las palabras que se forman con las puntadas de muchas mujeres anónimos, es “arte humana.” “Esto no es una pieza para los museos,” dice ella, más bien es una expresión colectiva que demuestra que sí podemos cambiar la realidad y cambiarla de manera digna y amable”. Bordar es, “un acto de libertad,” dice ella y actualmente sus lienzos de la libertad viajan por el mundo, bordando mapas de muchos países, aunque en el centro de su mapa colectiva está México, siempre.
Afuera del Palacio de Bellas Artes, un grupo de mujeres de diferentes edades y estilos empezaron a bailar una rumba callejera con el coro repitiendo “¿dónde están?” sin que hubiera respuesta. Todas bailaban desenfrenadas, a gusto, algunas con sus pechos desnudos, todas con sus capuchas puestas y sus faldas amplias.
Parada en una jardinera, esperando a sus compañeras, Flor Echaverría admiraba la energía generada por las mujeres que marchaban hacia el Zócalo. “Soy danzante mexica,” decía esta señora de cierta edad, su cabello pintado de azul cielo. Con sus tambores enormes y la danza compleja, sus compañeras avanzaban detenidamente por el gran hilo morado. Ella los esperaba con paciencia. “Nosotros danzamos para generar energía,” decía mientras que esperaba. Explicó que danzan para empoderar a la tierra y para su fertilidad. Las mujeres danzan en dualidad con los hombres. Confesó, susurrando, que le habría gustado ver a más hombres en la marcha, pero, después de unos minutos de silencio, cambió de opinión. Empezó a hablar de la falta de igualdad entre los danzantes. “Cuando hacemos eventos, ellos nos mandan a cocinar,” explicó. “Siempre nos dan órdenes.” Se quedó mirando a las chavas que marchaban en frente de ella, generando energía y alegría y sin dejar que les mandara nadie.
Había tambores. Muchos tambores. Los de garrafones de plástico, tocadas con cucharas de madera; los enormes tambores de los danzantes y los tambores de la sección femenina del Sindicato Nacional de los Músicos. La música acompañaba a las mujeres que exigían justicia: algunas por la falta de igualdad en los salones y trabajo; otras por los abusos físicos y emocionales; casi todas gritaban en contra del patriarcado: que se caerá, que se caerá.
Cada participante compartía su historia: escrita en pancartas, dibujada, bordada, cantada y bailada. Son historias que necesitan escucharse: historias de intolerancia, de abuso, de violación y de asesinato. Muchos asesinatos.
En la larga marcha por Reforma, había una sola fila de policías mujeres, cuidadosamente portando moños y detalles o flores moradas. Sus caras no revelaban sus pensamientos. Fueron pocas y tranquilas. Así la ola morada seguía por la Alameda, cobijada por las jacarandas en flor. Cantaban y brincaban y gritaban y ulululaban y su alegría hacía más impactante la valentía de su denuncia personal y colectiva.
Marchaban hacia el Zócalo. Mujeres con bebés; como la pequeña Dani, de un año, protegida y consentida por su madre y tías que estaban en la marcha para honrar a una prima asesinada. En el fondo escuchaban los tambores de las bandas, las cuerdas de las soneras y el tamboreo de unas mujeres en negro que destruían la frente de una tienda.
Marchaban hacia el Zócalo en donde serían dispersadas por los gases de policías. Fue un final triste de una tarde de una grata alegría. Una pancarta fue tirada al suelo cuando las mujeres y niñas salieron del Zócalo para evitar los gases. Decía así: “El feminismo te incomoda más que los feminicidios.”