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Un smartphone para gobernarlos a todos: aplicaciones, redes sociales y control mental

Sergio Legaz

Foto: Moritz Dittmar

Solo hay una manera conocida de utilizar un smartphone: continuamente. La industria digital diseña cuidadosamente sus productos para convertirlos en trampas irresistibles que absorben nuestra atención y nuestro tiempo. Al mantenernos todo el día conectados a la Máquina generamos gratuitamente torrentes inmensos de información (likes, mensajes, comentarios, fotos, vídeos) que las corporaciones explotan para sus propios fines a costa de nuestro bienestar psicológico y social.

No hay nada en el diseño de un smartphone que haya sido librado al azar. Cada detalle en la configuración técnica del aparato está pensado para generar dependencia. No es casual que en los últimos años se haya revertido la tendencia a la miniaturización que en condiciones normales se persigue con toda innovación tecnológica. Los smartphones se han saltado la regla y aumentan progresivamente de tamaño con el lanzamiento de cada nueva versión. Esto los convierte en objetos lo suficientemente pequeños para hacerlos comercialmente atractivos, pero al mismo tiempo demasiado grandes como para poder llevarlos holgadamente guardados en un bolsillo. Ante esta incomodidad, muchos usuarios optan por sostener el aparato en la mano continuamente durante sus desplazamientos fuera de casa, lo cual representa una incitación constante a consultar la pantalla.

Las sospechas más o menos razonables sobre la intencionalidad de los fabricantes de dispositivos y aplicaciones se ven plenamente confirmadas cuando sabemos que Apple, Facebook, Google y otras compañías del sector cuentan con departamentos especializados en diseñar mecanismos que mantengan al público enganchado a sus productos. A este respecto resulta muy ilustrativa la historia sobre el cambio de color del icono de notificaciones de Facebook. Al principio se pensó en el azul, que los diseñadores consideraban más acorde con el estilo de la plataforma. Pero durante la fase de pruebas se dieron cuenta de que apenas llamaba la atención, y decidieron cambiarlo a rojo. No en vano el color rojo se utiliza universalmente como señal de alarma; se trata de un potente disparador para la mente humana. Los usuarios respondieron positivamente al reclamo y el resultado es de sobra conocido: ahora ese icono rojo nos asedia desde toda clase de plataformas y aplicaciones, incitándonos a pulsarlo de forma compulsiva… aunque sea solamente para verlo desaparecer.

Otro diseño de enorme éxito, el mecanismo ‘pull-to-refresh’ (la función que permite actualizar contenidos de una web o aplicación ‘arrastrando’ la pantalla con el dedo) está concebido para explotar la misma susceptibilidad psicológica que hace que los juegos de azar sean tan adictivos: el factor sorpresa. Cuando deslizamos el dedo por la pantalla –igual que cuando picoteamos sobre los iconos rojos de notificación– no sabemos lo que aparecerá a continuación: puede ser un chiste malo, un mensaje importante o cualquier otra cosa. En este sentido, la posibilidad siempre cambiante de recompensa o decepción acerca a los usuarios de aplicaciones a la experiencia patológica del jugador de una máquina tragaperras.

Si revisamos con ojos críticos el modus operandi de otras funcionalidades presentes en las redes sociales, descubrimos que la tendencia buscada por el fabricante siempre es la misma. Resulta evidente, por ejemplo, cómo LinkedIn explota nuestras necesidades de reciprocidad social para multiplicar sus redes de contactos, cómo YouTube y Netflix reproducen vídeos automáticamente sin tener en cuenta la voluntad del espectador para mantenernos atados a la pantalla, cómo el ‘doble check’ de WhatsApp y Telegram, indicador de mensajes leídos, nos obliga implícitamente a dar una rápida respuesta para no impacientar a nuestro interlocutor o cómo las diferentes plataformas nos invitan a vincular entre sí todas nuestras cuentas de usuario, para generar un ‘super-perfil’ que requiera nuestra interacción –y la provoque a su vez en otros usuarios– de forma ininterrumpida.

Todas estas estratagemas inscritas en los productos digitales que consumimos continuamente a través del smartphone acaban por provocar consecuencias de gran calado sobre nuestro comportamiento individual y sobre el funcionamiento de nuestra sociedad entera. En palabras de Tristan Harris, ex-empleado de Google y miembro de un sector creciente de voces críticas dentro de la industria: «Un puñado de personas que trabajan para un puñado de empresas tecnológicas condicionan con sus decisiones lo que mil millones de personas están pensando ahora mismo. No conozco problema más urgente que este. Está transformando nuestra democracia y está alterando nuestra capacidad de elegir qué tipo de relaciones y qué conversaciones queremos mantener unos con otros».

Salvaguardar nuestra autonomía personal exige adoptar medidas drásticas, pero perfectamente realizables. Cada vez son más los ‘ex conectados’ que han logrado salir de la Máquina y celebran haber recuperado la libertad que, sin saber por qué, habían sacrificado a cambio del encanto luminoso de una pequeña pantalla encendida.

 

Este material se comparte con autorización de El Salto

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