Los sistemas de justicia comunitaria, indígena, autónoma, popular o cual sea el nombre con el que se quieran definir los procesos, heterogéneos y diferentes, a través de los cuales los pueblos organizados ejercen y defienden sus derechos, son legítimos por muchas razones. Legítimos porque responden a dos exigencias sociales, que podemos definir por un lado como la raíz de identidad de las justicias indígenas, y por el otro lado como la raíz de la necesidad de la defensa de la vida.
Si prescindimos por un momento, en nuestra mirada, del contexto de violencia desbordada que vive México, y muchas de las regiones indígenas en particular, podemos afirmar que la legitimidad de las justicias indígenas y comunitarias reside en su reconocimiento por parte de la población.
Es importante ubicar el debate más allá de la emergencia de los procesos de defensa propia, pues en muchos casos estos son una expresión, importante pero no fundamental, de sistemas de justicia que, desde contextos sociales y culturales diferentes al sistema dominante, buscan modificar el entramado de la violencia y desactivarla.
Así, si nos remontamos hacia la raíz de las respuestas a la violencia, encontramos la resolución de los conflictos y la administración de la justicia. La resolución de los conflictos es clave, pues busca desactivarlos de forma pacífica, a través del acuerdo, la conciliación y la concientización de las partes involucradas. Es una constante en todas las experiencias de justicia indígena e intercultural, y es el corazón mismo de éstas.
Hay experiencias que se abocan principalmente a la resolución de los conflictos comunitarios, como los jmeltsa’anwanej -arregladores de conflictos- de Bachajón, en la Zona Norte, y organizaciones civiles como el Comité para la Reconciliación Comunitaria.
En otras experiencias, la conciliación es parte de un sistema de administración de justicia más complejo que incluye también el juicio de los que cometieron algún error, y su reeducación por medio del trabajo comunitario, como en la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias en Guerrero o en las Juntas de Buen Gobierno en Chiapas.
Estos sistemas de justicia y de resolución de conflictos, vigentes en las regiones indígenas e interculturales, hunden profundas raíces en las estructuras organizativas de los pueblos, en los sistemas de cargos, en las estructuras asamblearias y en la toma colectiva de las decisiones. En estos elementos reside la principal razón de su legitimidad y de su eficacia para resolver los problemas que se presentan.
Las justicias “autónomas” no necesariamente vienen de una herencia ancestral, son incluso muy innovadoras, pero lo que las caracteriza es el arraigo en las estructuras asamblearias y en la toma colectiva de las decisiones; y el ser una justicia ejercida por autoridades colegiadas, y que responden a la comunidad que los ha elegido.
Debemos entender la organización comunitaria para la seguridad como parte de un sistema de justicia más amplio y profundo, radicado en las asambleas y respaldado por un reglamento, es decir un proceso de construcción de institucionalidad desde abajo en un contexto de corrupción social y de disgregación institucional.
Hay que recordar entonces que Nestora Salgado no es comandanta, no encabezó un grupo armado de propia iniciativa, sino que fue nombrada Coordinadora Regional, es decir autoridad con un cargo reconocido al interior del Sistema de Justicia, en una asamblea. La legitimidad de sus decisiones, mientras cubría tal cargo, son respaldadas por el mandato de los pueblos y por su reglamento interno.
Esto es otro elemento que en todas las experiencias que conocí sale a relucir, la abismal diferencia de la justicia propia, basada sobre la búsqueda de la conciliación y sobre normas entendibles y compartidas, y la justicia oficial o del Estado, que viene invariablemente definida como corrupta, injusta, inaccesible e incomprensible.
La necesidad impostergable es la otra raíz de las justicias autónomas y comunitarias, que se hace ver en la denuncia generalizada de la corrupción, la lejanía y la falta de atención hacia los indígenas por parte de las autoridades estatales encargadas de impartir justicia.
En la Costa-Chica y Montaña de Guerrero la impunidad y la corrupción de las autoridades políticas y judiciales es un dato estructural. Por esta razón, y por los elevados índices de violencia (asaltos, asesinados y robos), nació hace 20 años la Policía Comunitaria, que evolucionó sucesivamente en el Sistema de Seguridad, Justicia y Reeducación Comunitaria, incluyendo la necesidad de la administración propia de la justicia para garantizar el mantenimiento de la seguridad comunitaria.
El recrudecimiento de la violencia, ligada al conflicto entre los cárteles del narcotráfico, partes del Estado y empresas extractivas, impulsó la población de otras regiones de la parte oriental de Guerrero a sumarse al Sistema Comunitario. Es el caso de las comunidades ligadas al Concejo de Opositores a la presa la Parota, a las comunidades del municipio de Ayutla, muy golpeadas por la militarización y la contrainsurgencia, comunidades de los municipios de Xochistlahuaca, Tlacoachistlahuaca en la zona amuzga, de Ometepec en la Costa, y desde luego de los municipios de Huamuxtitlán y Olinalá, en la zona septentrional.
Actualmente, si bien esta región es conflictiva, los índices de violencia son por mucho inferiores a los que se viven en otras regiones del estado, en donde los pueblos no lograron establecer sus propios mecanismos de control y de justicia.
*Intervención de la antropóloga Giovanna Gasparello en el Foro: ¿Justicia para quién? ¿Legalidad o ilegalidad de la Justicia comunitaria?
Foto: EnriqueUriel / Desinformémonos
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