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Sin atención, migrantes cargan el dolor tras el siniestro en Chiapas

Mariana Morales

En Chiapas, la Secretaría de Salud registra que hay 23 psicólogos en todo el estado, mientras que el DIF de la entidad reporta nueve personas en el Departamento de Asesoría Jurídica y Servicios Psicosociales, pero nadie se acercó a atender a los migrantes que sobrevivieron a la volcadura del tráiler y que sentían que la tragedia continuaba.

San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Cuando el migrante guatemalteco Florentín Yat Pop vio abierta la puerta del tráiler para que más de 160 extranjeros en Chiapas entraran a atiborrar el vagón de un tráiler, supo que el coyote había mentido. El trato había sido que atravesaría México en bus, no en una caja de metal de casi 12 metros de largo por dos de ancho, similar al de las refresqueras.

Ese 9 de diciembre del 2021, más de 150 migrantes salieron de San Cristóbal de las Casas hacinados, con la poca luz de la tarde que les entró por las pequeñas y discretas ranuras del vagón.

«Dios con nosotros», susurró el indígena q’eqchi’ al emprender su primer intento a Houston, Estados Unidos. Cerró los ojos y de pronto se vio parado en una carretera donde se oían gemidos y dolor. Tras una hora de haber encerrado a los migrantes, el tráiler volcó en una curva de la ruta Chiapa de Corzo-Tuxtla Gutiérrez. Los muertos quedaron apilados encima de quienes pedían rescate. Algunos ensangrentados se alejaron sin rumbo porque temían ser deportados. Los descalabrados lloraban y los vivos ayudaban. A Santiago Bolom Coy la sangre le brotó antes de morir, y a Andrés Coc —ambos cuñados de Florentín— el episodio le aceleró el corazón.

«¿Por qué nos pasó esta tragedia?», se pregunta Florentín desde que regresó a su vivienda en la aldea Río Dulce, al nororiente de Guatemala. Sandra Coc, su esposa, le dice que fue voluntad de Dios. Aunque hay otra explicación más sencilla: el tráiler en el que iban cruzó por al menos tres puntos de revisión de autoridades policíacas de Chiapas, del Instituto Nacional de Migración (INM) y de la Guardia Nacional (GN), pero nadie lo detuvo para su revisión.

En la aldea es fin de semana. Sandra lleva a Florentín con un curandero porque tiene varios días con escalofríos y el té de manzanilla no se los quita. Al guatemalteco de 32 años, bajito, de tez morena y serio, acostumbrado a la albañilería, le invaden las emociones cada vez que se recuerda entre migrantes vivos y muertos.

Esos sentimientos encontrados empezaron en la Cruz Roja de Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas, al recordar la volcadura y ver a los y las sobrevivientes en llantos y confusión. Algunos clamaban por retornar y otros —como Florentín y Andrés— preguntaban a cualquier persona que pasara dónde estaba su muerto.

Florentín subió a un bus que lo llevó al INM para recibir la visa humanitaria. «Creí que me estaban secuestrando», dice. «Nos mandó su ubicación del celular porque no le dijeron a dónde se lo llevaban», añade nerviosa Olga, viuda de Santiago.

En Chiapas, la Secretaría de Salud registra que hay 23 psicólogos en todo el estado, mientras que en el DIF de la entidad sólo nueve personas trabajan en el Departamento de Asesoría Jurídica y Servicios Psicosociales, pero nadie se acercó a atender a estos migrantes que sentían que la tragedia continuaba.

«No es prioritaria la salud mental, tampoco en los sistemas estatales. En general no se identifica el problema, y lo que se necesita es personal con las herramientas para recibir a estos migrantes que fueron víctimas de violencia y que de por sí ya traen un duelo de haber dejado su país”, dice Estefanía Rincón González, responsable del programa de Salud Mental y Apoyo Psicosocial para México del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).

Cargando emoción

Florentín se aísla, duerme más de lo habitual, pierde la mirada y sueña que el dolor de su dedo y costilla desaparecen, que le regresó el ánimo de jugar fútbol, que, como antes, platica con Sandra y sus dos pequeñas hijas, que anhela llegar a Estados Unidos, pero de pronto despierta entre un suspiro y desolación.

Cuando los y las sobrevivientes estaban en «La Esperanza», un albergue del DIF Chiapas, un trabajador les reprochó que por qué habían dejado su país. «Ustedes no están en nuestros zapatos», contestó Andrés, quien en un inició creyó que el trabajador era un psicólogo hasta que empezó con un interrogatorio en el que insistió por qué la migración.

Ese día en el albergue hubo esperanza y llantos de felicidad. Por la tarde corrió el rumor de que el Consulado les había comprado un vuelo a Guatemala, pero al caer la noche los migrantes descubrieron que era una falsedad.

Rincón González explica que una de las cosas que más estresa a los migrantes es no contar con información, estar a la incertidumbre de qué sigue, lo que exacerba la ansiedad y genera depresión, bipolaridad, esquizofrenia o hasta un deseo de muerte.

De acuerdo con cifras oficiales, durante el 2020, México regresó por tierra y avión a 115,834 guatemaltecos, pero Florentín y Andrés, además de los hermanos de Santiago, Neri y Vicente, que se refugiaron con los sobrevivientes tras haber cruzado a México para ayudar en la búsqueda del difunto, no corrieron con la misma “suerte”.

Para que pudieran regresar a su país, Lorena, una mexicana que en Facebook vio el siniestro, fue al albergue y les dio dinero. Al llegar a Guatemala, un periodista los entrevistó, se hicieron famosos y sus compatriotas pagaron para que finalizaran su propia deportación.

La familia indígena q’eqchi’ tampoco tiene claro de qué morgue de Chiapas sacaron al difunto Santiago, pues en el documento que expidió la Secretaría de Salud estatal dice que el traslado del cadáver fue de Comitán al aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez, pero Protección Civil informó que los 56 migrantes muertos estaban repartidos en las morgues de Tuxtla, Pijijiapán y Tonalá, nunca en la de Comitán, que a distancia es más lejana.

Previo a las fiestas decembrinas, Olga Coc, esposa del difunto y cuñada de Florentín, llamó al Consulado de Guatemala en México, que le informó que, tras la muestra de ADN tomada a Vicente, Santiago fue reconocido entre los muertos. El gobierno guatemalteco pagó los gastos funerarios y el cadáver fue enviado del aeropuerto de Tuxtla a Guatemala, y en carroza a la aldea.

Antes, la mujer lo buscó vivo porque ni el gobierno de Chiapas ni el de Guatemala le dieron algún indicio de quiénes eran o dónde estaban los fallecidos. A esta viuda tampoco le enviaron algún documento que comprobara que tras la muestra genética, Santiago era quien iba en el ataúd. Por eso, seis horas antes de sepultarlo, los q’eqchi’ abrieron la caja para verificar que era él.

Hoy, Florentín todavía pierde la mirada y se queda en silencio frente a la tumba de su cuñado. Venir al cementerio y estar con su familia ha sido su mecanismo de afrontamiento para soportar las emociones que surgieron tras la situación. A pesar del dolor, dice que le gustaría intentar llegar a Estados Unidos, pero esta vez no en un vagón, sino en un bus.

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