Hay fotografías que dan algunos indicios sobre una persona, que muestran sus gustos, pero también su postura ante la vida. En la fotografía que se mira en su perfil de whattsapp, Carlos Tornel sonríe y está parado a un lado de los dos letreros grabados en madera que cuelgan de una pared color salmón. Quien ponga atención mirará que esos anuncios indican que ahí, detrás de ese muro, están el Centro de Encuentros y Diálogos Interculturales y la Universidad de la Tierra, dos proyectos que nacieron alrededor del aprendizaje colectivo, la autonomía y el imaginar mundos diferentes.
En 2016, Carlos Tornel conoció a Gustavo Esteva, uno de los impulsores de esos dos proyectos, autor de más de 40 libros, un “intelectual desprofesionalizado” —como él mismo se llamaba— que decidió echar raíces en el estado de Oaxaca, al sur de México.
Ese encuentro con Esteva cambió radicalmente la forma de pensar y de ver las cosas que tenía Carlos Tornel quien, para entonces, ya había estudiado relaciones internacionales y dos maestrías: una en Política y Gestión Ambiental, por la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres; y la otra en Política y Gestión Energética y Medioambiental en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).
Además, Tornel ya había trabajado en organizaciones no gubernamentales y asistido a Conferencias de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COPs). Esas experiencias también propiciaron que mirara desde otros ángulos lo que pasaba con el cambio climático, la transición energética y las energías renovables.
Hoy el investigador y candidato a doctor en geografía humana en la Universidad de Durham, en el Reino Unido, es un incisivo crítico del Acuerdo de París, de las COPs, del mercado de bonos de carbono y de lo que él llama la “supuesta transición energética”. Todo eso, dice, son falsas soluciones a la crisis climática.
Los caminos para enfrentar el colapso climático y otras crisis, apunta, están en otra parte: en lo local y en eso que las comunidades indígenas de América del Sur llaman “el buen vivir”; lo que en Oaxaca se conoce como la comunalidad; en la convivialidad de la que hablaba el pensador Iván Ilich; en el ubuntu que se practica en África o en el degrowth que se abre camino en Europa.
En entrevista con Mongabay Latam, el coordinador del libro Alternativas para limitar el calentamiento global en 1.5 grados centígrados, publicado en 2019, insiste en que las soluciones están fuera del capitalismo: “Cuando alguien habla de ‘enverdecer el capitalismo’, de proponer un modelo que no transforme la economía y que solo pretenda hacer algunos ajustes para solucionar el problema, lo que está haciendo implícitamente —incluso, sin saberlo— es lavarle las manos al sistema que ha provocado estas crisis”.
—Ha escrito que los instrumentos del Acuerdo de París no tienen la misión de reducir emisiones, sino salvaguardar la integridad del capitalismo…
—El Acuerdo de París es particularmente problemático. Al leerlo, uno encuentra que solo hay una mención a “justicia”, “pueblos indígenas” y “combustibles fósiles”. Y esas menciones solo están en el prefacio. No son parte de artículos vinculantes. En ningún lugar dice que los combustibles fósiles se deben dejar en el subsuelo, que se debe eliminar el CO2 (dióxido de carbono, uno de los principales gases de efecto invernadero que provoca el cambio climático) a partir de una transfiguración de la economía. Lo que está diciendo es: a partir de los mismos mecanismos, que hoy se engloban en la llamada “economía verde”, podemos seguir con lo mismo, mantener el sistema íntegro y nada más hacer algunas modificaciones a través del uso de mercados y todo lo que nosotros hemos llamado falsas soluciones: geoingeniería, energía nuclear o mega proyectos de supuestas energías renovables.
El Acuerdo de París, en realidad, es un acuerdo comercial. No es un acuerdo para la protección del clima. Están tratando de maquillar de verde un modelo que inherentemente no lo es.
—La historia de las COPs demuestra que tampoco hay avances significativos para detener el aumento de la temperatura del planeta.
—Lo que ha quedado muy claro es que el proceso de las COPs está capturado por los intereses de las industrias fósiles. La última COP lo reveló de forma descarada: más de la mitad de las personas que estaban en la COP eran cabilderos de las grandes empresas de combustibles fósiles. Ese espacio ya no sirve. No tuvimos que haber esperado 27 COPs para llegar a esta conclusión.
Desde 1995 hasta la actualidad, las emisiones de gases de efecto invernadero se han incrementado 65 %. Es ridículo seguir apostando a este modelo que básicamente lo que hace es reciclar propuestas que solo cambian de nombre. Primero fue un mecanismo de desarrollo limpio, luego un fondo para el clima, después los bonos de carbono, ahora es Net Zero. Van poniéndole un nuevo eslogan a las mismas propuestas tecnológicas y de mercado, pero básicamente lo que está detrás es lo mismo: enverdecer un sistema que inherentemente es insostenible.
A mi me tocó estar allá adentro, me tocó ir a las COPs, me tocó proponer, escuchar, tratar de hacer funcionar esos mecanismos. En la práctica uno se da cuenta que es imposible que funcionen, porque no hay un cuestionamiento al modelo que se organizó a partir de la abundancia de los combustibles fósiles.
—¿Las alternativas para enfrentar la crisis climática y las otras grandes crisis, como la de pérdida de biodiversidad, están fuera del capitalismo?
—El capitalismo es inherentemente insostenible, está en su definición ser insostenible. El cambio climático no es una externalidad del sistema, como dicen algunos economistas. El cambio climático está inscrito en el ADN del capitalismo. La crisis socioecológica y civilizatoria que vivimos también está inscrita en el ADN del capitalismo.
El capitalismo hoy no puede producir valor si no lo expropia de algo o alguien más; necesita sacrificar espacios y personas. Hoy el capital produce plusvalía a través de las crisis sociales, ecológicas y políticas. Es el capitalismo del desastre —como lo llama Naomi Klein— y está presente en todo el mundo. La pandemia del COVID-19 produjo una gran acumulación de riqueza para las farmacéuticas.
Hoy la mal llamada transición energética lo que está produciendo es un boom en la minería de litio, cobalto, cadmio y otras tierras raras que van a enriquecer a compañías mineras, bajo el argumento de que van a enverdecer el modelo. ¿A costa de quién? De humanos y no humanos que viven en las zonas de extracción y en los lugares donde se ensamblan las grandes turbinas eólicas y los paneles solares.
Incluso, la transición energética dentro del capitalismo necesita de zonas de sacrificio, se realiza a costa de otras personas, paisajes y formas de vida.
—¿Hablar de una “economía verde” es una falacia?
—La “economía verde”, según quienes la promueven, supone desvincular el crecimiento económico de las emisiones de CO2. Dicen que conforme las economías son más eficientes se reducirán progresivamente las emisiones, pero el grado de eficiencia que pudiera tener la economía tendría que ser 40 veces más grande de lo que es ahora. Esa propuesta es imposible. Entre más crece la economía más demanda cosas; si ya nos acabamos lo que está disponible en la superficie, cada vez tendrán que producirlo a un costo energético más elevado y siempre a costa de alguien más: ecosistemas, personas, sociedades marginadas.
El capitalismo a fuerza está acumulando y acumulando cosas para seguir produciendo plusvalía. ¿Qué tanto puede crecer ese sistema? Ya estamos viviendo esos límites. Los del Centro de Resiliencia de Estocolmo ya dijeron que hay nueve límites planetarios y que ya los estamos rebasando.
—¿Cuáles son las falsas soluciones ante el colapso climático?
—Las falsas soluciones son un conjunto de muchas cosas: discursos, tecnologías, estrategias, dispositivos, formas de control en las que los Estados, las corporaciones y todo lo que está dentro del régimen hegemónico utilizan para legitimar el actual modelo económico.
El marxista italiano Antonio Gramsci hablaba de las revoluciones pasivas. Es una forma en donde el poder hegemónico toma la fuerza de todas las demandas que piden cambiar el sistema y la transforman en una revolución pasiva, es decir, en donde puede mantenerse todo constante, sin que nada cambie, aunque se da la apariencia de cambio. Y como ejemplo están las COPs. El cambio climático está en la esfera pública, en los altos niveles de gobierno; está en las discusiones en las comidas de familias y amigos, pero nada cambia.
Cuando hablamos de esas falsas soluciones, estamos tratando justamente de repensar esa idea Gramsciana de la revolución pasiva, para explicar qué está haciendo hoy el capitalismo para sostenerse. Las falsas soluciones van desde los discursos sobre el “desarrollo sostenible” o el “crecimiento verde”, hasta tecnologías como la energía nuclear o la geoingeniería. También lo son el mercado de bonos de carbono.
Lo que tratamos de hacer con la Guía crítica ante la crisis civilizatoria y las falsas soluciones es denunciarlas por lo que son: propuestas que maquillan de verde la realidad, que no transforman nada y lo que hacen es distraer las fuerzas de la gente. Esas falsas soluciones son propuestas que no plantean, por ejemplo, dejar los combustibles fósiles en el subsuelo. Cuando escuchan que planteamos eso, dicen que se va a colapsar la sociedad, que no es posible, pero claro que se podría hacer. El problema es que eso les costaría al 1 %, a quienes se benefician hoy del actual modelo.
—En América Latina, los bonos de carbono toman cada vez más fuerza. ¿Cuál es su opinión sobre este mecanismo financiero que se presenta, entre otras cosas, como una herramienta para conservar los bosques?
—Es un mecanismo financiero, no es un mecanismo para producir sustentabilidad ambiental. El sistema de mercados de carbono funciona poniendo un tope que dice: se puede seguir emitiendo emisiones de CO2, siempre y cuando no lleguen a este tope; si te pasas, puedes hacer una compensación, ir a pagar un offset y, a partir de eso, puedes seguir emitiendo contaminantes. Desde hace diez o veinte años, somos varios los investigadores, comunidades y sociedad civil que decimos que eso es inviable. Eso es una indulgencia para los grandes contaminantes.
Los bonos de carbono se han utilizado para hacer greenwashing, para producir zonas de sacrificio y para enriquecer a los operadores bursátiles. Así lo han hecho algunas petroleras que han comprado esos bonos, pero no han disminuido sus emisiones.
—Entre las falsas soluciones también incluyen a los megaproyectos de energías eólica y solar. ¿Qué riesgos existen al impulsar una transición energética sin cambiar el modelo económico?
—Lo que hoy sucede es que las mal llamadas energías renovables se producen a megaescala, por lo que necesitan un montón de energía para empezar a suministrar el declive de la producción de combustibles fósiles. A nivel global ya no se han descubierto grandes yacimientos de hidrocarburos, pero el capitalismo sigue demandando más energía. Cuando pensamos que ese es el modelo que está tratando de cambiar de fósiles a verdes, sin cuestionar el consumo, sin cuestionar quién está consumiendo toda esa energía que se produce, entonces se vuelve insostenible y hasta ridículo.
Cuando los parques solares y eólicos los diseñan para colocarlos en grandes territorios, lo que hacen es devastar ese espacio y provocar desplazamientos de comunidades. El caso del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, es muy claro. Ahí se han construido alrededor de 29 parques eólicos. Las comunidades que se opusieron se dieron cuenta perfectamente de que la intención no era producir energía renovable para satisfacer las necesidades de la gente o producir un mejor estado social en el territorio. Al contrario. Todos esos parques son para autoconsumo de privados, de grandes empresas.
Hay que entender estas energías supuestamente renovables como una nueva frontera de producción capitalista, ahí es donde podemos empezar a cuestionar de qué manera repensamos la energía realmente renovable. No estoy diciendo que la tecnología en sí misma es mala, estoy diciendo que el problema es el sistema en el que se produce. La solar y la eólica van a ser energías que se van a necesitar en el futuro. El tema es hacerse preguntas como ¿para quién es la energía? ¿Quién se va a beneficiar de esto? ¿Cuáles son los costos asociados a ella?
—¿Cuál sería una transición energética adecuada?
—Es necesario definir para qué es esa energía, si es para el bienestar de la comunidad, para que tengan todas sus necesidades básicas cubiertas, para que sean autónomas del sistema económico y político del país, para producir un modelo de democratización del acceso a la energía, pero también a la comida y al espacio público.
Cuando hablamos de energía renovable tendríamos que estar hablando de la renovabilidad de todo el sistema, no solamente de la fuente de la energía.
Los que defienden las renovables, sin cuestionarle nada, dicen que son energías que no mandan factura. Decir eso es concentrarse solo en la fuente (el sol o el viento), pero qué hay del litio que tuviste que sacar de Bolivia, de Chile o de Argentina; el cobalto del Congo o las tierras raras de China.
Además, todo el modelo funciona alrededor de los combustibles fósiles: sacar los minerales en algunos países, producirlos y ensamblarlos en otros; instalarlos y hasta desmantelarlos necesita de combustibles fósiles. Nadie habla de que las supuestas renovables están fosilizadas y dependen de los combustibles fósiles.
Con los autos eléctricos es exactamente lo mismo. Fabricar un auto eléctrico produce 40 % más de emisiones que uno de combustión interna. Además, no se está repensando el modelo de transporte, solo se está sustituyendo una cosa por otra.
—¿Hay ejemplos de comunidades o de países que están apostando por una transición energética diferente?
—Sí, ya hay lugares que están repensando una autonomía energética. En comunidades de la Sierra Norte de Puebla crearon una cooperativa de generación de energía solar a nivel local, construyendo un modelo político de reconfiguración social. Eso es lo importante. No solamente fueron y pusieron paneles solares; ese trabajo ha estado acompañado de una reflexión sobre lo que pasa en su territorio. Y el preguntarse, ¿qué nos toca? Pues resistir y vivir bien. Y resistimos desde nuestra propia autonomía colectiva, pero también energética y alimentaria. Es producir una verdadera autonomía.
En Guatemala hay comunidades indígenas que pusieron sus mini hidroeléctricas para satisfacer sus necesidades. Hay cooperativas en Costa Rica que también están hablando de colectivizar la energía; en Puerto Rico hay un movimiento que tomó fuerza después del huracán María, en el 2019.
Estas son resistencias que se vuelven políticas, porque al momento de querer transformar una cosa que es material, y que parece muy simple, nos enfrentamos a todos esos intereses, políticos, imperialistas, coloniales y capitalistas de acumulación. Hay una frase de la escritora Ana Willow que dice: “En donde hay extractivismo también hay extra-activismo”. La resistencia se vuelve parte de la transformación de la sociedad.
La transición energética con cualquier apellido —justa, verde, equitativa— es básicamente otra falsa solución. Debemos apostar por una transformación energética real; una transformación energética socioecológica. Si no cambiamos los patrones de consumo de energía va a ser imposible transformar la sociedad.
—También ha escrito sobre cómo se debe repensar la idea de bienestar. ¿Esa es una de las bases para tomar una postura política ante temas ambientales?
—Esta idea de mirar lo ambiental como si se tratara de un problema aislado, pues no. El modelo que está produciendo y se está beneficiando de la degradación socioecológica es el capitalismo. Entonces, si queremos abordar la problemática ambiental, tenemos que confrontar el capitalismo en todas sus vertientes, desde su explotación de la clase social, desde su explotación de las características de género y raza, desde su explotación de la naturaleza. Si no vemos esas cosas como un problema unificado va a ser imposible que logremos transformar el modelo del sistema.
Sobre el bienestar, lo que debemos entender es que esta idea del desarrollo es impuesta. El problema es que llevamos unos 70 u 80 años pensando en el desarrollo como la única visión hacia delante. Así que cuando nos dicen: “No tenemos que desarrollarnos, podemos pensar otras formas de bienestar”, nos suena como algo imposible. Tenemos que repensar porque no nos atrevemos a pensar en algo distinto. Hay una frase que han dicho una y otra vez: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.
No nos atrevemos a descolonizar nuestro imaginario y reforestarlo con otras alternativas. Los pueblos indígenas que llevan 500 años de opresión han recuperado, rescatado e incluso revivido muchas de sus formas de entender el bienestar desde otro punto de vista. Ellos nos han enseñado que hay otras formas de existir que no son bajo esta idea de desarrollo impuesto.
A partir de ahí podemos repensar ¿qué es el bien vivir? En América del Sur es justo “el buen vivir”. En Oaxaca, México, es la comunalidad. Iván Ilich, un pensador que vivió en México (autor de libros como Energía y equidad), también hablaba de la convivialidad. En África es el ubuntu. En Europa es el degrowth, un modelo basado en una nueva forma de entender las relaciones sociales y con la naturaleza que va más allá del crecimiento económico.
—Ahora más que nunca el principio de actuar local para transformar lo global ayuda para encontrar soluciones a todas las crisis que tenemos enfrente…
—El cambio climático es un síntoma de una crisis civilizatoria mucho más grande. Hay muchas crisis que hoy están interrelacionadas. La crisis de la biodiversidad, la del colapso del clima, la crisis de la democracia eurocéntrica del Estado. Son crisis sociales, ecológicas y políticas. Tenemos que entenderlas en todas esas aristas. Ni los planes de Naciones Unidas, como las COPs, los Objetivos de Desarrollo Sosteniboe o los Estados son el vehículo correcto para proponer alternativas a esas crisis. Hoy los Estados son los gendarmes del capitalismo.
Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador dijeron, vamos a dejar el petróleo en el subsuelo, pero que pague la comunidad internacional. Al final, para responder al crecimiento económico lo que hicieron fue incentivar el extractivismo. Lo mismo sucedió durante la primera presidencia de Lula da Silva, en Brasil. Con Andrés Manuel López Obrador, lo estamos viendo en México. Se sigue con una economía que prioriza el sacar los combustibles fósiles y se impulsan megaproyectos.
El asunto está en que apuestan al crecimiento económico. El decrecimiento económico, como movimiento político, es una forma de planear la reducción del crecimiento en una forma organizada y justa; de redistribuir lo que existe, para decrecer en forma justa y progresiva.
Lo que pasó en Bolivia y Ecuador es que tuvieron que depender más de la extracción de minerales, se volvieron completamente dependientes y acabaron reprimiendo movimientos sociales, devastando ecosistemas y produciendo el mismo modelo de acumulación que, incluso, en algún momento trataron de debilitar.
Así que esta idea, de que a través del Estado podemos transformar la realidad, está muy limitada. No quiere decir que debemos ignorarla por completo. Sí habrá cosas que podremos hacer para limitar el avance del extractivismo, imponiendo leyes, por ejemplo. Pero lo que ya está demostrado que no funciona es creer que, al llegar a tomar el control del Estado, todo cambiará y podremos salir de estos problemas.
Tenemos, entonces, que progresivamente dejar de depender de esas estructuras. Ahí es donde lo local se vuelve fundamental, porque nos empieza a ofrecer una alternativa en donde podemos dejar de depender del Estado, del mercado y de las mismas estructuras que nos van imponiendo una forma de existir, de ser y de actuar.
—¿Para solucionar las crisis climáticas, entonces, también se necesita imaginar nuevas formas de representación política? En México, los Zapatistas y comunidades como Cherán, en Michoacán, se lanzaron a imaginar esas nuevas formas.
—Hay ejemplos en varios lados. Las comunidades autónomas en Oaxaca, los Zapatistas en Chiapas, las comunidades de la Sierra Norte de Puebla; comunidades como Cherán. También hay movimientos campesinos. Creo que sí hay muchas alternativas, el chiste es aprender a escuchar, aprender a identificarlas. A veces solo son colectivos que se organizan para producir comida, para impulsar el trueque. Esas son formas de resistir. La resistencia ya no es la huelga en las fábricas. La resistencia está en lo cotidiano, en el día a día. Como decía Gustavo Esteva, cuando empezamos a sustituir sustantivos como salud, alimentación o vivienda por verbos como sanar, comer y habitar. Sí empieza por lo individual, pero si no se colectiviza, no hay transformación.
En las comunidades, la idea de lo colectivo está más presente. En la ciudad se vive híperindividualizado. Es en ese modelo donde toca hacer mucho trabajo para colectivizar y para transformar la realidad.
* Imagen principal: La mina Pinos Altos, ubicada en la región forestal de Chihuahua. Fotografías de la Documentación Colectiva Así se ve la minería en México. Foto: Autor anónimo.
Hay fotografías que dan algunos indicios sobre una persona, que muestran sus gustos, pero también su postura ante la vida. En la fotografía que se mira en su perfil de whattsapp, Carlos Tornel sonríe y está parado a un lado de los dos letreros grabados en madera que cuelgan de una pared color salmón. Quien ponga atención mirará que esos anuncios indican que ahí, detrás de ese muro, están el Centro de Encuentros y Diálogos Interculturales y la Universidad de la Tierra, dos proyectos que nacieron alrededor del aprendizaje colectivo, la autonomía y el imaginar mundos diferentes.
En 2016, Carlos Tornel conoció a Gustavo Esteva, uno de los impulsores de esos dos proyectos, autor de más de 40 libros, un “intelectual desprofesionalizado” —como él mismo se llamaba— que decidió echar raíces en el estado de Oaxaca, al sur de México.
Ese encuentro con Esteva cambió radicalmente la forma de pensar y de ver las cosas que tenía Carlos Tornel quien, para entonces, ya había estudiado relaciones internacionales y dos maestrías: una en Política y Gestión Ambiental, por la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres; y la otra en Política y Gestión Energética y Medioambiental en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).
Además, Tornel ya había trabajado en organizaciones no gubernamentales y asistido a Conferencias de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COPs). Esas experiencias también propiciaron que mirara desde otros ángulos lo que pasaba con el cambio climático, la transición energética y las energías renovables.
Hoy el investigador y candidato a doctor en geografía humana en la Universidad de Durham, en el Reino Unido, es un incisivo crítico del Acuerdo de París, de las COPs, del mercado de bonos de carbono y de lo que él llama la “supuesta transición energética”. Todo eso, dice, son falsas soluciones a la crisis climática.
Los caminos para enfrentar el colapso climático y otras crisis, apunta, están en otra parte: en lo local y en eso que las comunidades indígenas de América del Sur llaman “el buen vivir”; lo que en Oaxaca se conoce como la comunalidad; en la convivialidad de la que hablaba el pensador Iván Ilich; en el ubuntu que se practica en África o en el degrowth que se abre camino en Europa.
En entrevista con Mongabay Latam, el coordinador del libro Alternativas para limitar el calentamiento global en 1.5 grados centígrados, publicado en 2019, insiste en que las soluciones están fuera del capitalismo: “Cuando alguien habla de ‘enverdecer el capitalismo’, de proponer un modelo que no transforme la economía y que solo pretenda hacer algunos ajustes para solucionar el problema, lo que está haciendo implícitamente —incluso, sin saberlo— es lavarle las manos al sistema que ha provocado estas crisis”.
—Ha escrito que los instrumentos del Acuerdo de París no tienen la misión de reducir emisiones, sino salvaguardar la integridad del capitalismo…
—El Acuerdo de París es particularmente problemático. Al leerlo, uno encuentra que solo hay una mención a “justicia”, “pueblos indígenas” y “combustibles fósiles”. Y esas menciones solo están en el prefacio. No son parte de artículos vinculantes. En ningún lugar dice que los combustibles fósiles se deben dejar en el subsuelo, que se debe eliminar el CO2 (dióxido de carbono, uno de los principales gases de efecto invernadero que provoca el cambio climático) a partir de una transfiguración de la economía. Lo que está diciendo es: a partir de los mismos mecanismos, que hoy se engloban en la llamada “economía verde”, podemos seguir con lo mismo, mantener el sistema íntegro y nada más hacer algunas modificaciones a través del uso de mercados y todo lo que nosotros hemos llamado falsas soluciones: geoingeniería, energía nuclear o mega proyectos de supuestas energías renovables.
El Acuerdo de París, en realidad, es un acuerdo comercial. No es un acuerdo para la protección del clima. Están tratando de maquillar de verde un modelo que inherentemente no lo es.
—La historia de las COPs demuestra que tampoco hay avances significativos para detener el aumento de la temperatura del planeta.
—Lo que ha quedado muy claro es que el proceso de las COPs está capturado por los intereses de las industrias fósiles. La última COP lo reveló de forma descarada: más de la mitad de las personas que estaban en la COP eran cabilderos de las grandes empresas de combustibles fósiles. Ese espacio ya no sirve. No tuvimos que haber esperado 27 COPs para llegar a esta conclusión.
Desde 1995 hasta la actualidad, las emisiones de gases de efecto invernadero se han incrementado 65 %. Es ridículo seguir apostando a este modelo que básicamente lo que hace es reciclar propuestas que solo cambian de nombre. Primero fue un mecanismo de desarrollo limpio, luego un fondo para el clima, después los bonos de carbono, ahora es Net Zero. Van poniéndole un nuevo eslogan a las mismas propuestas tecnológicas y de mercado, pero básicamente lo que está detrás es lo mismo: enverdecer un sistema que inherentemente es insostenible.
A mi me tocó estar allá adentro, me tocó ir a las COPs, me tocó proponer, escuchar, tratar de hacer funcionar esos mecanismos. En la práctica uno se da cuenta que es imposible que funcionen, porque no hay un cuestionamiento al modelo que se organizó a partir de la abundancia de los combustibles fósiles.
—¿Las alternativas para enfrentar la crisis climática y las otras grandes crisis, como la de pérdida de biodiversidad, están fuera del capitalismo?
—El capitalismo es inherentemente insostenible, está en su definición ser insostenible. El cambio climático no es una externalidad del sistema, como dicen algunos economistas. El cambio climático está inscrito en el ADN del capitalismo. La crisis socioecológica y civilizatoria que vivimos también está inscrita en el ADN del capitalismo.
El capitalismo hoy no puede producir valor si no lo expropia de algo o alguien más; necesita sacrificar espacios y personas. Hoy el capital produce plusvalía a través de las crisis sociales, ecológicas y políticas. Es el capitalismo del desastre —como lo llama Naomi Klein— y está presente en todo el mundo. La pandemia del COVID-19 produjo una gran acumulación de riqueza para las farmacéuticas.
Hoy la mal llamada transición energética lo que está produciendo es un boom en la minería de litio, cobalto, cadmio y otras tierras raras que van a enriquecer a compañías mineras, bajo el argumento de que van a enverdecer el modelo. ¿A costa de quién? De humanos y no humanos que viven en las zonas de extracción y en los lugares donde se ensamblan las grandes turbinas eólicas y los paneles solares.
Incluso, la transición energética dentro del capitalismo necesita de zonas de sacrificio, se realiza a costa de otras personas, paisajes y formas de vida.
—¿Hablar de una “economía verde” es una falacia?
—La “economía verde”, según quienes la promueven, supone desvincular el crecimiento económico de las emisiones de CO2. Dicen que conforme las economías son más eficientes se reducirán progresivamente las emisiones, pero el grado de eficiencia que pudiera tener la economía tendría que ser 40 veces más grande de lo que es ahora. Esa propuesta es imposible. Entre más crece la economía más demanda cosas; si ya nos acabamos lo que está disponible en la superficie, cada vez tendrán que producirlo a un costo energético más elevado y siempre a costa de alguien más: ecosistemas, personas, sociedades marginadas.
El capitalismo a fuerza está acumulando y acumulando cosas para seguir produciendo plusvalía. ¿Qué tanto puede crecer ese sistema? Ya estamos viviendo esos límites. Los del Centro de Resiliencia de Estocolmo ya dijeron que hay nueve límites planetarios y que ya los estamos rebasando.
—¿Cuáles son las falsas soluciones ante el colapso climático?
—Las falsas soluciones son un conjunto de muchas cosas: discursos, tecnologías, estrategias, dispositivos, formas de control en las que los Estados, las corporaciones y todo lo que está dentro del régimen hegemónico utilizan para legitimar el actual modelo económico.
El marxista italiano Antonio Gramsci hablaba de las revoluciones pasivas. Es una forma en donde el poder hegemónico toma la fuerza de todas las demandas que piden cambiar el sistema y la transforman en una revolución pasiva, es decir, en donde puede mantenerse todo constante, sin que nada cambie, aunque se da la apariencia de cambio. Y como ejemplo están las COPs. El cambio climático está en la esfera pública, en los altos niveles de gobierno; está en las discusiones en las comidas de familias y amigos, pero nada cambia.
Cuando hablamos de esas falsas soluciones, estamos tratando justamente de repensar esa idea Gramsciana de la revolución pasiva, para explicar qué está haciendo hoy el capitalismo para sostenerse. Las falsas soluciones van desde los discursos sobre el “desarrollo sostenible” o el “crecimiento verde”, hasta tecnologías como la energía nuclear o la geoingeniería. También lo son el mercado de bonos de carbono.
Lo que tratamos de hacer con la Guía crítica ante la crisis civilizatoria y las falsas soluciones es denunciarlas por lo que son: propuestas que maquillan de verde la realidad, que no transforman nada y lo que hacen es distraer las fuerzas de la gente. Esas falsas soluciones son propuestas que no plantean, por ejemplo, dejar los combustibles fósiles en el subsuelo. Cuando escuchan que planteamos eso, dicen que se va a colapsar la sociedad, que no es posible, pero claro que se podría hacer. El problema es que eso les costaría al 1 %, a quienes se benefician hoy del actual modelo.
—En América Latina, los bonos de carbono toman cada vez más fuerza. ¿Cuál es su opinión sobre este mecanismo financiero que se presenta, entre otras cosas, como una herramienta para conservar los bosques?
—Es un mecanismo financiero, no es un mecanismo para producir sustentabilidad ambiental. El sistema de mercados de carbono funciona poniendo un tope que dice: se puede seguir emitiendo emisiones de CO2, siempre y cuando no lleguen a este tope; si te pasas, puedes hacer una compensación, ir a pagar un offset y, a partir de eso, puedes seguir emitiendo contaminantes. Desde hace diez o veinte años, somos varios los investigadores, comunidades y sociedad civil que decimos que eso es inviable. Eso es una indulgencia para los grandes contaminantes.
Los bonos de carbono se han utilizado para hacer greenwashing, para producir zonas de sacrificio y para enriquecer a los operadores bursátiles. Así lo han hecho algunas petroleras que han comprado esos bonos, pero no han disminuido sus emisiones.
—Entre las falsas soluciones también incluyen a los megaproyectos de energías eólica y solar. ¿Qué riesgos existen al impulsar una transición energética sin cambiar el modelo económico?
—Lo que hoy sucede es que las mal llamadas energías renovables se producen a megaescala, por lo que necesitan un montón de energía para empezar a suministrar el declive de la producción de combustibles fósiles. A nivel global ya no se han descubierto grandes yacimientos de hidrocarburos, pero el capitalismo sigue demandando más energía. Cuando pensamos que ese es el modelo que está tratando de cambiar de fósiles a verdes, sin cuestionar el consumo, sin cuestionar quién está consumiendo toda esa energía que se produce, entonces se vuelve insostenible y hasta ridículo.
Cuando los parques solares y eólicos los diseñan para colocarlos en grandes territorios, lo que hacen es devastar ese espacio y provocar desplazamientos de comunidades. El caso del Istmo de Tehuantepec, en Oaxaca, es muy claro. Ahí se han construido alrededor de 29 parques eólicos. Las comunidades que se opusieron se dieron cuenta perfectamente de que la intención no era producir energía renovable para satisfacer las necesidades de la gente o producir un mejor estado social en el territorio. Al contrario. Todos esos parques son para autoconsumo de privados, de grandes empresas.
Hay que entender estas energías supuestamente renovables como una nueva frontera de producción capitalista, ahí es donde podemos empezar a cuestionar de qué manera repensamos la energía realmente renovable. No estoy diciendo que la tecnología en sí misma es mala, estoy diciendo que el problema es el sistema en el que se produce. La solar y la eólica van a ser energías que se van a necesitar en el futuro. El tema es hacerse preguntas como ¿para quién es la energía? ¿Quién se va a beneficiar de esto? ¿Cuáles son los costos asociados a ella?
—¿Cuál sería una transición energética adecuada?
—Es necesario definir para qué es esa energía, si es para el bienestar de la comunidad, para que tengan todas sus necesidades básicas cubiertas, para que sean autónomas del sistema económico y político del país, para producir un modelo de democratización del acceso a la energía, pero también a la comida y al espacio público.
Cuando hablamos de energía renovable tendríamos que estar hablando de la renovabilidad de todo el sistema, no solamente de la fuente de la energía.
Los que defienden las renovables, sin cuestionarle nada, dicen que son energías que no mandan factura. Decir eso es concentrarse solo en la fuente (el sol o el viento), pero qué hay del litio que tuviste que sacar de Bolivia, de Chile o de Argentina; el cobalto del Congo o las tierras raras de China.
Además, todo el modelo funciona alrededor de los combustibles fósiles: sacar los minerales en algunos países, producirlos y ensamblarlos en otros; instalarlos y hasta desmantelarlos necesita de combustibles fósiles. Nadie habla de que las supuestas renovables están fosilizadas y dependen de los combustibles fósiles.
Con los autos eléctricos es exactamente lo mismo. Fabricar un auto eléctrico produce 40 % más de emisiones que uno de combustión interna. Además, no se está repensando el modelo de transporte, solo se está sustituyendo una cosa por otra.
—¿Hay ejemplos de comunidades o de países que están apostando por una transición energética diferente?
—Sí, ya hay lugares que están repensando una autonomía energética. En comunidades de la Sierra Norte de Puebla crearon una cooperativa de generación de energía solar a nivel local, construyendo un modelo político de reconfiguración social. Eso es lo importante. No solamente fueron y pusieron paneles solares; ese trabajo ha estado acompañado de una reflexión sobre lo que pasa en su territorio. Y el preguntarse, ¿qué nos toca? Pues resistir y vivir bien. Y resistimos desde nuestra propia autonomía colectiva, pero también energética y alimentaria. Es producir una verdadera autonomía.
En Guatemala hay comunidades indígenas que pusieron sus mini hidroeléctricas para satisfacer sus necesidades. Hay cooperativas en Costa Rica que también están hablando de colectivizar la energía; en Puerto Rico hay un movimiento que tomó fuerza después del huracán María, en el 2019.
Estas son resistencias que se vuelven políticas, porque al momento de querer transformar una cosa que es material, y que parece muy simple, nos enfrentamos a todos esos intereses, políticos, imperialistas, coloniales y capitalistas de acumulación. Hay una frase de la escritora Ana Willow que dice: “En donde hay extractivismo también hay extra-activismo”. La resistencia se vuelve parte de la transformación de la sociedad.
La transición energética con cualquier apellido —justa, verde, equitativa— es básicamente otra falsa solución. Debemos apostar por una transformación energética real; una transformación energética socioecológica. Si no cambiamos los patrones de consumo de energía va a ser imposible transformar la sociedad.
—También ha escrito sobre cómo se debe repensar la idea de bienestar. ¿Esa es una de las bases para tomar una postura política ante temas ambientales?
—Esta idea de mirar lo ambiental como si se tratara de un problema aislado, pues no. El modelo que está produciendo y se está beneficiando de la degradación socioecológica es el capitalismo. Entonces, si queremos abordar la problemática ambiental, tenemos que confrontar el capitalismo en todas sus vertientes, desde su explotación de la clase social, desde su explotación de las características de género y raza, desde su explotación de la naturaleza. Si no vemos esas cosas como un problema unificado va a ser imposible que logremos transformar el modelo del sistema.
Sobre el bienestar, lo que debemos entender es que esta idea del desarrollo es impuesta. El problema es que llevamos unos 70 u 80 años pensando en el desarrollo como la única visión hacia delante. Así que cuando nos dicen: “No tenemos que desarrollarnos, podemos pensar otras formas de bienestar”, nos suena como algo imposible. Tenemos que repensar porque no nos atrevemos a pensar en algo distinto. Hay una frase que han dicho una y otra vez: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.
No nos atrevemos a descolonizar nuestro imaginario y reforestarlo con otras alternativas. Los pueblos indígenas que llevan 500 años de opresión han recuperado, rescatado e incluso revivido muchas de sus formas de entender el bienestar desde otro punto de vista. Ellos nos han enseñado que hay otras formas de existir que no son bajo esta idea de desarrollo impuesto.
A partir de ahí podemos repensar ¿qué es el bien vivir? En América del Sur es justo “el buen vivir”. En Oaxaca, México, es la comunalidad. Iván Ilich, un pensador que vivió en México (autor de libros como Energía y equidad), también hablaba de la convivialidad. En África es el ubuntu. En Europa es el degrowth, un modelo basado en una nueva forma de entender las relaciones sociales y con la naturaleza que va más allá del crecimiento económico.
—Ahora más que nunca el principio de actuar local para transformar lo global ayuda para encontrar soluciones a todas las crisis que tenemos enfrente…
—El cambio climático es un síntoma de una crisis civilizatoria mucho más grande. Hay muchas crisis que hoy están interrelacionadas. La crisis de la biodiversidad, la del colapso del clima, la crisis de la democracia eurocéntrica del Estado. Son crisis sociales, ecológicas y políticas. Tenemos que entenderlas en todas esas aristas. Ni los planes de Naciones Unidas, como las COPs, los Objetivos de Desarrollo Sosteniboe o los Estados son el vehículo correcto para proponer alternativas a esas crisis. Hoy los Estados son los gendarmes del capitalismo.
Evo Morales, en Bolivia, y Rafael Correa, en Ecuador dijeron, vamos a dejar el petróleo en el subsuelo, pero que pague la comunidad internacional. Al final, para responder al crecimiento económico lo que hicieron fue incentivar el extractivismo. Lo mismo sucedió durante la primera presidencia de Lula da Silva, en Brasil. Con Andrés Manuel López Obrador, lo estamos viendo en México. Se sigue con una economía que prioriza el sacar los combustibles fósiles y se impulsan megaproyectos.
El asunto está en que apuestan al crecimiento económico. El decrecimiento económico, como movimiento político, es una forma de planear la reducción del crecimiento en una forma organizada y justa; de redistribuir lo que existe, para decrecer en forma justa y progresiva.
Lo que pasó en Bolivia y Ecuador es que tuvieron que depender más de la extracción de minerales, se volvieron completamente dependientes y acabaron reprimiendo movimientos sociales, devastando ecosistemas y produciendo el mismo modelo de acumulación que, incluso, en algún momento trataron de debilitar.
Así que esta idea, de que a través del Estado podemos transformar la realidad, está muy limitada. No quiere decir que debemos ignorarla por completo. Sí habrá cosas que podremos hacer para limitar el avance del extractivismo, imponiendo leyes, por ejemplo. Pero lo que ya está demostrado que no funciona es creer que, al llegar a tomar el control del Estado, todo cambiará y podremos salir de estos problemas.
Tenemos, entonces, que progresivamente dejar de depender de esas estructuras. Ahí es donde lo local se vuelve fundamental, porque nos empieza a ofrecer una alternativa en donde podemos dejar de depender del Estado, del mercado y de las mismas estructuras que nos van imponiendo una forma de existir, de ser y de actuar.
—¿Para solucionar las crisis climáticas, entonces, también se necesita imaginar nuevas formas de representación política? En México, los Zapatistas y comunidades como Cherán, en Michoacán, se lanzaron a imaginar esas nuevas formas.
—Hay ejemplos en varios lados. Las comunidades autónomas en Oaxaca, los Zapatistas en Chiapas, las comunidades de la Sierra Norte de Puebla; comunidades como Cherán. También hay movimientos campesinos. Creo que sí hay muchas alternativas, el chiste es aprender a escuchar, aprender a identificarlas. A veces solo son colectivos que se organizan para producir comida, para impulsar el trueque. Esas son formas de resistir. La resistencia ya no es la huelga en las fábricas. La resistencia está en lo cotidiano, en el día a día. Como decía Gustavo Esteva, cuando empezamos a sustituir sustantivos como salud, alimentación o vivienda por verbos como sanar, comer y habitar. Sí empieza por lo individual, pero si no se colectiviza, no hay transformación.
En las comunidades, la idea de lo colectivo está más presente. En la ciudad se vive híperindividualizado. Es en ese modelo donde toca hacer mucho trabajo para colectivizar y para transformar la realidad.
* Imagen principal: La mina Pinos Altos, ubicada en la región forestal de Chihuahua. Fotografías de la Documentación Colectiva Así se ve la minería en México. Foto: Autor anónimo.
Publicado originalmente en Mongabay Latam