Foto: Toque de queda en Guatemala durante la pandemia (Carlos Hernández/Prensa Comunitaria)
“Retorno a la normalidad”, “construir una nueva normalidad”, expresiones repetidas en este tiempo de una cuarentena prolongada que parece que va tomando la ruta hacia su final. Maneras de decir que el encierro no es lo propio nuestro, que la cuarentena no puede ser nunca una situación normal para vivir. Todo mundo desde los poderes establecidos nos manda a vivir, soñar, trabajar y relacionarnos desde una normalidad. ¿Pero qué es esa “normalidad” de la que tanto se habla?
¿A qué hace referencia la “normalidad”?
Normalidad hace referencia a estabilidad, a consensos socialmente asumidos, a orden y estatus. Hace referencia a reglas que definen límites en el comportamiento. Normalidad es la historicidad de una norma. Cuando la norma está consensuada y aceptada, aun cuando la misma tenga una dosis coercitiva, entonces la sociedad está en normalidad. Lo contrario es lo anormal, lo que no encaja, lo que por ser distinto y diferente, es mal visto, estorba o inquieta, porque sencillamente no es normal.
El encierro, la cuarentena, ha sido anormal, no es lo propio de la sociedad vivir encuarentenada. El encierro solo puede ser entendido como un período temporal, pasajero, sin normas establecidas para largo tiempo. Volver a la normalidad es la consigna a proseguir con normas que nos conduzcan por la vida, como el semáforo que necesitamos para transitar en base a consensos universalmente aceptados. La cuarentena ha sido una normalidad excepcionalmente corta, y su finalización ha de unirse a preparar y encauzar a la sociedad hacia esa normalidad de largo alcance, que da estabilidad y rompe con lo perentorio.
Al preocuparnos por la normalidad, al demandar una vuelta a la normalidad, dejamos dicho que vivir en ella es lo propio de los seres humanos, y que vivir en la anormalidad nos inquieta, preocupa y nos incomoda. No nacimos para vivir en la anormalidad, y cuando nos hemos desviado, nos afanamos en retornar a la normalidad. Y cuando la gente se desvía, se ponen en marcha mecanismos ideológicos, políticos, legales y de fuerza para que se retorne al cauce normal. Nadie que esté fuera de la normalidad puede ser admitido sin ser machacado.
La normalidad como expresión de una norma o paradigma dominante
El asunto es cuando llegamos a aceptar que lo inhumano sea la norma, y que aceptemos, e incluso defendamos la normalidad, anclada en horcones de inhumanidad. Cuando esa anormalidad llamada desigualdad social, discriminación y racismo, el machismo, la corrupción y saqueos por parte de quienes conducen el Estado, se establece como normalidad, entonces la sociedad se ha deshumanizado y, siendo así, inhumana, la defiende y la añora. Más inhumana se vuelve esa normalidad cuando es defendida por mucha de la gente que sufre sus consecuencias.
La normalidad tiene que ver con los paradigmas, es decir, con los modelos ejemplares a seguir, para sentirnos aceptados por la sociedad. La normalidad en la sociedad nuestra, ha solido ser, por ejemplo, que los hombres ejerzan el poder en el espacio doméstico, y luego este poder se traslade a la sociedad, mientras que las mujeres han de aceptar la normalidad de la obediencia y subordinación a la supremacía de los hombres. Cuando esto funciona, entonces todo mundo vive bajo la norma establecida socialmente. Quien nace a una sociedad así, crecerá interiorizando que los hombres valen más, y que tienen la primacía para decidir. Y cuando existen mujeres que defienden esta normalidad, ya no solo defienden las estructuras opresoras, sino que han llegado a interiorizar como normal su propia opresión.
¿Quiénes son los “anormales” en la normalidad dominante?
Cuando alguien rompe con este paradigma, y se comporta de otra manera, se convierte en anormal. Entonces estorba, molesta y se le ha de obligar a un retorno al cauce de la normalidad. No se puede permitir el mal ejemplo; toda manzana podrida debe ser extraída del canasto para que no dañe al resto de manzanas. Es normal entonces que ante una persona que se comporta anormal, se le acuse de desadaptada social, de extravagante y excéntrica.
Es paradigmático que en una sociedad como la nuestra, un político busque cargos públicos para beneficio personal o use fondos públicos a discreción para su propio provecho y para hacer uso de los mismos para ganar obediencias. Y si acaso un político rompe este paradigma y propone un modelo de funcionario basado en el poder como servicio para buscar el bien común, de inmediato se le estigmatiza, se le califica de iluso y torpe. Por ser anormal se debe quitar de en medio.
Así podemos decir de la anormalidad de quienes son negros e indios en una sociedad dominada por blancos y mestizos, de quienes son sexualmente diversos en una sociedad dominada por heterosexuales, de quienes son jóvenes en una sociedad dominada por una gerontocracia. Lo mismo se puede decir de todas las personas y grupos minoritarios y marginalizados de la sociedad. Si la sociedad se precia del paradigma de buena conducta y pulcritud, entonces quienes se salen de esta normalidad, serán catalogadas incluso con diminutivos: indito, negrito, putilla, cieguito, culerito, renquito, pobrecita, viejita, el drogo y huelepega. La inmensa mayoría de las víctimas de la pandemia Covid-19 fueron de estos estratos sociales que ya estaban fuera de los corredores centrales de la “normalidad” del sistema. El virus desnudó lo que ya era marginal, y el sistema se cebó en esas poblaciones.
Se trata de toda una población que está al margen de la normalidad, a la que se suma quienes quedan fuera del paradigma ideológico dominante: revoltosos, subversivos, terroristas, cabezas calientes, desadaptados sociales. A los primeros se les responde con un desprecio que se manifiesta en lástima y limosna, para acentuar su inferioridad y su estatus de estar fuera de los corredores que pertenecen a los normales. A los segundos se les responde siguiendo el patrón común de quienes conducen la defensa de la normalidad: mientras se pueda, se les ignora, como si no existieran; luego se les busca sobornar para que vuelven al cauce; seguido, se les estigmatiza, con campañas de descrédito; se les criminaliza, y finalmente, se les elimina físicamente. A estos el sistema, a través de los aparatos legales, cercos mediáticos, fuerzas del orden los mantendrá siempre a raya, porque es necesario que queden en la “anormalidad”, equiparados al primer conglomerado excluido y desechado.
Defensa de la “normalidad” deshumanizadora
La maquinaria ideológica y publicitaria desarrolla campañas para que la sociedad defienda la normalidad, por muy deshumanizadora que sea, y acentúa el miedo a lo desconocido, “mejor lo viejo conocido que lo nuevo por conocer”, se suele decir. Mejor defender esta normalidad, aunque no nos sintamos tan a gusto, que caer en otra normalidad desconocida, y peor caer en lo anormal, que es sinónimo de caos, desorden e incertidumbre.
Cuanto más se cuestiona una normalidad, más fuerte es el recurso al autoritarismo, porque un cuestionamiento continuo a la normalidad, significa que los consensos sociales y políticos, se tambalean. Y al perderse el equilibrio, el pacto social, entonces emerge el autoritarismo, que reemplaza el consenso, impone el consenso de la normalidad por la fuerza.
La normalidad asociada al paradigma dominante acaba deshumanizando, y se sostiene sobre una normativa excluyente, opresora, que elimina, borra, silencia, margina, estigmatiza, arrasa lo distinto, lo diverso. La normalidad asociada a la norma dominante, mata el espíritu, la iniciativa, la creatividad que brota en los márgenes del sistema. La normalidad se sostiene sobre el brillo del capital, del lucro y del poder que oprime; aplasta y apaga las luces que emergen en la marginalidad, como paradigmas alternativos al dominante capitalista.
La normalidad que se nos impone, o la concepción del callcenterismo
Volver o retornar a la normalidad, o a una nueva normalidad, puede significar un llamado del sistema y de quienes lo sostienen a volver al cauce de la norma del capital, luego de un paréntesis que nos hizo soñar con un retorno al otro encierro, el anterior, al que incluso lo añoramos como reino de la libertad, que no es otra cosa que el encierro del capital. Parece que se nos hace un llamado a que aceptemos que la norma del dinero y de las ganancias es la que debe conducirnos y regirnos. Se han puesto en marcha todos los mecanismos y dinamismos ideológicos y políticos que conducen a que aceptemos la existencia de un poder que se erige arriba de nosotros, y demanda de nosotros obediencia y orden, incluso en la nueva normalidad de la tecnología.
Esta normalidad tecnológica nos fue preparando en la cuarentena a aceptar que ya nunca podremos vivir sin las relaciones virtuales, y hasta nos ha ido preparando a aceptar y hasta demandar que por nuestra seguridad, conviene vivir mucho más tiempo encerrados en nuestros espacios privados domésticos, desde donde podemos seguir empleados al servicio de las grandes empresas.
La cuarentena ha sido un tiempo para que los sectores profesionales medios, y especialmente las generaciones juveniles apenas incorporándose al mercado laboral, acepten que su vida laboral será parte de la mass media urbana “call center”, caracterizada por relaciones impersonales, sin rostro y multinacionales, mediadas por estrictas relaciones virtuales. De esa manera, salimos a otro encierro, al auténtico encierro de la normalidad de la tecnología, una mezcla de apertura de la economía que especialmente en la transición entre la cuarentena y la normalidad, expone al contagio a la mano de obra de más baja calidad, al tiempo que encierra a las nuevas generaciones digitalizadas, a asumir sus labores desde sus espacios privados, trasladando al círculo doméstico, un alto porcentaje de los costos de operación.
El retorno a esta normalidad es imposición. Es un llamado a integrarnos al consenso de las reglas del mercado con todas sus tecnologías. El sistema sabe aprovechar los diversos fenómenos como oportunidad para actualizar sus dinamismos de acumulación de capital. Es una normalidad basada en reglas que hemos recibido, no las hemos construido ni las decidimos nosotros. Esa normalidad significa aceptar que dinamismos extraños nos den las pautas, y de inmediato nos defina quienes en la sociedad serán los normales, y quienes son los anormales.
¿Pero puede existir otra normalidad que no sea la impuesta por las reglas del mercado y la tecnología? ¿Puede existir una normalidad cuyas normas no sean el impersonalismo, el anonimato y la distancia real entre los seres humanos, a partir de esa concepción del“callcenterismo” al que nos empuja el sistema actual? Si podemos construir alternativas, ¿hemos de llamarle “normalidad”? ¿No será mejor inventar otra formulación en base a las reglas de la convivencia humana y ética?
¿A qué llamamos convivencia horizontalizada?
Mientras no encontremos una formulación con la que nos sintamos a gusto, hablaremos de la normalidad como convivencia horizontalizada, entendida como un modelo social, político, a partir de relaciones horizontales, que rompe con la línea vertical y se sustenta en la ética y la dimensión humano-comunitaria de la vida. Esta “convivencia horizontalizada se siembra y es empujada por la necesidad que tenemos de vivir con reglas –de acuerdo–, y de estar normados por “algo” y por “alguien”.
Ese “algo” es un modelo social, político, económico, ambiental y cultural, sustentado en relaciones de horizontalidad, con plena vigencia de los derechos humanos, el pleno respeto a la diversidad de opciones de creencias y pensamientos, la decisión indiscutible por el cuidado del bien común y protección soberana de los bienes y servicios públicos y de la naturaleza, convertido ese “algo” en institucionalidad de Estado de derecho.
Ese “alguien”, en tanto sujeto social y político, es lo que provisionalmente llamaremos “comunidad organizada en movimiento”, entendida como la concreción de pueblo en lucha por alcanzar la dignidad de una ciudadanía militante con derechos y responsabilidades compartidas, y como la convocatoria permanente de diversos sectores que van rompiendo los encierros impuestos o auto construidos, y que desde su conciencia de ser oprimidos, identifican a sus opresores y a los hilos de la opresión, y se organizan económica, política, social, cultural y espiritualmente como comunidad para conducir procesos liberadores para toda la sociedad.
Esta comunidad organizada en movimiento ha de basarse en la fuerza dinamizadora de los sectores excluidos de la normalidad dominante, y ha de estar anclada desde el liderazgo, creatividad y solidaridad de las experiencias de base, a partir de al menos cuatro horcones: la comunidad, la tierra, la siembra y la autogestión de la micro, pequeña y mediana empresa. Y sus condiciones de posibilidad para sostener estos horcones han de ser la educación, la salud, la soberanía alimentaria y un ingreso digno de base para cubrir todas las necesidades complementarias para garantizar la dignidad humana.
Dilema: o normalidad deshumanizante o convivencia horizontalizada
Si es bien conducida y no aplasta la iniciativa y la creatividad, la convivencia horizontalizadapuede ser expresión de los nuevos paradigmas necesarios para conducirnos en la sociedad. Mientras la “normalidad” como paradigma dominante conduce a deshumanizarnos y a ser víctimas de poderes establecidos en base al control, dominio, imposición y opresión, laconvivencia horizontalizada será siempre una propuesta incómoda, porque es contracultural y busca romper el paradigma dominante. Por eso, quienes sostienen esta propuesta serán mal vistos, estigmatizados, perseguidos y eventualmente eliminados.
La convivencia horizontalizada, en tanto humanizadora y humanizante, solo puede ser impulsada desde la fuerza del espíritu y no desde la norma. Es el espíritu que baña todas las relaciones y construcciones humanas, o es el espíritu que relativiza la normalidad, que cuestiona constantemente las reglas, porque por encima de cualquier normalidad, de cualquier norma, está la dignidad de la persona. Cuando la normalidad es conducida por la norma que representa el paradigma dominante, los rasgos serán siempre deshumanizadores y materializadores.
Cuando las relaciones y construcciones humanas son conducidas por el espíritu, el mismo se encarnará en la convivencia horizontalizada, y por eso mismo, estará siempre en confrontación con lo dominante, porque representará la creatividad, la novedad y será sensible ante lo marginal, buscará siempre incluir a lo distinto y anormal. La convivencia horizontalizada siempre tendrá rasgos de anormalidad ante el paradigma dominante, y por eso mismo, será una normalidad incómoda, será vista por quienes conducen los hilos del poder, como anormalidad, porque será incluyente y subversiva. Solo el espíritu nos podrá mover hacia una normalidad subversiva, una convivencia horizontalizada, la única humanizadora e incluyente.
Publicado originalmente en Radio Progreso