Rosario Ibarra de Piedra: 90 años de una memoria indómita

Redacción Desinformémonos

Ciudad de México I  Ahora que llega a su cumpleaños número 90, destacar la vida de Rosario Ibarra, la madre, la mujer de la memoria indómita es indispensable como el referente que ha sido no sólo en la lucha por los desaparecidos por el Estado como su hijo Jesús Piedra Ibarra, sino también por México mismo: «Rosario aprende de la vida, selecciona las verdades que la práctica le va mostrando, las piensa y reflexiona, acumula y potencia lo mejor que fue recibiendo y va dando y dando con la fuerza de quien sabe que la vida es mucho más que el paso del tiempo y mucho más que sus propios años».  A continuación textos publicados en el periódico La Jornada en el año 2005.

Rosario Ibarra: más allá del deber de madre

Destacar a una mujer y madre muy especial, un paradigma que representa a miles de mujeres de este continente y que concentra tanto las ideas de madre que nos construyen como su más enorme ruptura. Rosario Ibarra de Piedra, una mujer que accede al mundo de lo público en su calidad de madre, que no sólo rompe todos los silencios impuestos por el poder sino que llega más allá: se une y hace parte importantísima de las luchas contra toda forma de injusticia, de oprobio, de perversión política y social. Una mujer que del silencio impuesto empieza a nombrar lo que hoy el sistema se esfuerza tanto en ocultar; que cuando México aparecía en lo internacional como paladín de los derechos humanos (con una política de asilo que ha acabado en la basura), y al interior del país cargos y becas compraban el silencio de ciertos intelectuales progres, no dudó en gritarle genocida al genocida, traidor al traidor, vendido al vendido, engaño al engaño, mentira a la mentira, cómplice al cómplice. Y sigue haciéndolo. Una mujer que dio vuelta a las genealogías y las unió en caleidoscópica espiral, de madre de su hijo, desaparecido político a hija/madre de los mejores ideales enarbolados por esa generación de latinoamericanas/os reprimidas/os, violentadas/os, cercenadas/os en sus vidas. Un acto inmenso en el cambio de las lógicas lineales del tiempo.

Una mujer que de ese mestizaje, no sólo racial sino principalmente ideológico, que caracteriza a nuestro continente, revisa y saca lo mejor, lo más prometedor y lo más futurista de todo. Recibió una educación más o menos tradicional. Sus sueños de juventud respondían a lo que se espera de una mujer, pero también recibió las ideas de una abuela anarquista y de un padre humanista y, más tardecito, de un hijo (al que el poder desaparece) revolucionario. Rosario aprende de la vida, selecciona las verdades que la práctica le va mostrando, las piensa y reflexiona, acumula y potencia lo mejor que fue recibiendo y va dando y dando con la fuerza de quien sabe que la vida es mucho más que el paso del tiempo y mucho más que sus propios años.

Pero Rosario no es sólo Rosario, la madre del desparecido político mexicano, es cada Madre de Plaza de Mayo, cada familiar de cada desparecido/a, torturado/a, exilado/a, sea chileno, uruguayo o boliviano, es cada una de esas mujeres madres cuyas vidas dejaron de ser sólo para los suyos y pasaron a ser vidas para sí mismas, lo que significa vidas con todos y en todos.

Texto publicado el 2 de mayo de 2005 en el suplemento Triple Jornada

Trailer del documental ROSARIO de Shula Erenberg publicado en 2014

La niña Rosario jugaba con su muñeco de hule, su preferido. Si el muñeco bebé movía la cabeza para un lado hacía pucheros; si lo hacía para el otro, sonreía. Era un muñeco de alta tecnología para los años treinta, cuando ella era una chiquilla y no era doña Rosario ni era de Piedra. Así iba con su muñeco en brazos, lo bañaba, lo vestía, lo arrullaba.

Las madres de los desaparecidos en la Argentina traen un pañuelo blanco sobre sus cabezas, es el símbolo de los pañales de sus hijos, de sus bebés hijos adultos desaparecidos.

La sociedad que esencializa y dice defender la maternidad, cada tanto despliega sus instituciones más íntimas y roba los hijos a sus madres. Selectivamente arrebata a las hijas e hijos que se oponen al sistema, los asesina o los tortura, los secuestra, los desaparece. Rosario Ibarra porta, en el centro de su blusa negra, un broche con la foto del joven Jesús Piedra Ibarra, su hijo, que cumplió 30 años de ser desaparecido político, mismos en los que ella lo ha buscado por todas partes. Aún no lo encuentra. Jesús tendría ahora 50 años, pero la foto del broche no conoce el paso del tiempo y su sonrisa juvenil se quedó para siempre.

A Rosario Ibarra de Piedra no le enseñaron a ser mamá, tampoco a cocinar. Le enseñaron a memorizar muchas poesías, lo que es, dice, origen de su buena memoria; también a cantar, a bailar y a tocar el piano, esto último lo hacía muy mal, cuenta. “Me gustaba mucho recitar y bailar, recuerdo que cuando llegaban visitas a mi casa les ofrecía bailar y cantar, me gustaba que me vieran. Ahora me encanta cocinar, pero no sabía hacerlo cuando me casé, de chica no tenía tiempo de trabajar en mi casa, hacía muchas cosas fuera, mi mamá me ponía a estudiar después de la escuela, tenía cursos de todo porque ella quería que yo fuera un estuche de monerías. No sabía guisar ni un huevo; ya casada le preguntaba a mi mamá cómo hacer la comida, me salía a llamarla para que me dijera qué hacer, yo vivía con unas cuñadas y no quería que se dieran cuenta de que no sabía nada. A ser mamá aprendí porque eso no se batalla nada, lo único que me daba preocupación cuando mis hijos estaban chiquitos era bañarlos, los bañaba mi marido (Jesús Piedra Rosales) pero lo demás no me dio trabajo” .

Con la práctica se ha hecho tan buena cocinera que tiene platos exclusivos, como el Rospamar, que son unas costillas de puerco adobadas en cinco chiles rojos y vinagre de manzana con un “montonal de especias de todo tipo” que luego se ponen al horno. Dicen quienes las han probado, que son riquísimas. Es una receta recreada, pero el nombre es original: de Rosario para Marcos.

“Yo veía el papel de la maternidad con mi madre que era bondadosa y cariñosa conmigo, quería tener un hogar, era un sueño para mí, quería un hogar amoroso. Tenía yo 24 años cuando nació María del Rosario, después llegaron Jesús, Claudia Isabel y Carlos. Mis hijos nunca me han cuestionado por qué yo me dedico a lo que hago, al contrario, siempre me han apoyado; cuando me vine a México se vino mi hija un rato conmigo, luego vino la otra y finalmente el hijo menor. Han sido solidarios, comprometidos, jamás me han reclamado que yo me haya dedicado a buscar a Jesús; mi hijo Carlos tenía 16 años cuando desaparecieron a su hermano. Ellos también han sufrido mucho, sufrieron la entrada de la policía a mi casa, el cateo, yo no dejé entrar a la policía al cuarto de mis hijas, pero al de mis hijos sí entraron y los muchachos tenían camas gemelas, dormían juntos, mi hijo menor estaba aterrado.”

Sin batallar creció a cuatro hijos y ahora también a sus seis nietos varones que viven en Monterrey y a quienes visita cuantas veces puede. “Mi marido y yo quisimos tener esos hijos, casi a todos él los ayudó a nacer ahí en la casa, también recibió a un nieto que ya no dio tiempo de llegar a la maternidad. Cada uno de mis hijos fue amado, cuidado, atendido. Nos gustaba mucho salir con ellos a pasear, íbamos al campo, al cine, al teatro, los domingos montábamos a caballo. Teníamos una vida llena de alegría en medio de la relativa felicidad que se puede tener sabiendo que en el país hay tanta miseria y dolor, eso lo conocíamos bien por la profesión de mi marido, como médico le tocaba atender a tanta gente enferma y pobre. La pobreza y la enfermedad se llevan bien. Me interesaban también, y mucho, los movimientos de lucha allá en Monterrey, donde vivíamos entonces, porque ahí la diferencia entre explotados y explotadores es muy tajante. Existe la gente dueña de empresas y de bancos, que vive con mucha comodidad; y los obreros, los pobres, que eran a los que atendía mi esposo; era médico de los obreros de la fundidora de acero. Y yo acompañaba a los mineros en sus marchas contra el alza de los precios del transporte y la comida, iba a las marchas contra la guerra en Corea y en Vietnam, recuerdo que llevaba a mis hijitos de la mano a todos los actos por la paz”.

En 1975 un grupo de madres y familiares de desaparecidos y presos políticos, unidos en su desesperación e indignación, fundaron el comité que hoy se llama Eureka. Rosario Ibarra de Piedra ha estado en esta lucha desde entonces, y en muchas otras más. “El 18 de abril de 1975 secuestraron a mi hijo y ya no supe de él, hice todo lo que pude en las instancias regiomontanas pero no me dieron respuesta; me trasladé al DF el cinco de mayo de ese mismo año. Supuestamente venía a la ciudad de México por veinte días, porque pensaba que aquí funcionaría la justicia, pero en vez de eso me encontré con otras mujeres, madres, esposas, hermanas, que andaban en los mismos trámites que yo y así al correr del tiempo nos juntamos y formamos nuestro comité que se llamaba Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos de México, un nombre que todo el mundo olvidaba y nadie escribía bien. Le cambiamos a Eureka, a medida que encontrábamos desaparecidos, porque a lo largo de la lucha hemos encontrado 148 desaparecidos vivos, y ellos vieron vivos a los demás, por eso seguimos diciendo ¡vivos se los llevaron, vivos los queremos! Todos son nuestros hijos. La esperanza nunca muere entre nosotros”.

Tuvo una familia donde siempre estaba presente el sentido de la justicia, un padre masón y una abuela anarquista. “Yo, de chica, lloraba porque los indios tarahumaras que pasaban frente a mi casa a vender sus productos del campo estaban descalzos y hacía mucho frío, cómprale zapatos, le pedía a mi papá. Y mi padre, que era un señor paciente, me explicaba que no podía comprarle zapatos a todos los indios pobres de México porque eran muchos, pero que sí podía hacer algo porque esa situación se terminara”. Entre los objetos de la casa-museo donde vive, Rosario guarda un pequeño huarache de plástico, como de una niña de tres años. Lo encontró en la selva chiapaneca, en un lugar de donde la gente salió corriendo por la entrada, en paracaídas, del ejército. “Había ropa, retratos y otras cosas que devolví a unos compañeros, pero el huarachito a quién se lo iba a dar, me lo traje para acá”. Ahora Rosario tiene 78 años y sigue luchando por los indios de México.

La abuela Adelaida, madre de su madre, era una mujer que se quedó viuda joven y tuvo que sacar adelante a sus tres hijos. Era de ideas anarquistas, una señora que cada 21 de marzo hacía con sus propias manos unos botones con los colores de la bandera mexicana y el texto “El respeto al derecho ajeno es la paz” y los repartía a sus clientes y a otras personas que encontraba por la calle. Tenía una panadería llamada La voz del pueblo, ella montó ese negocio sin saber hacer pan. “Quién sabe de dónde mi abuela sacaba esas ideas, ella llevaba a vivir a su casa muchachas del pueblo, madres solteras que todo el mundo despreciaba y la criticaban mucho por eso; era muy fuerte de carácter, a mí me impresionaba mucho, linda esa vieja, era de un pueblo llamado Marín, de allá de Nuevo León.”

Doña Rosario vive en un departamento del edificio Condesa. Dice estar rodeada de vecinos buenos y solidarios con su causa. Antes vivió en varios lugares donde “rondaban hombres con caras raras, policías y agentes, los vecinos, asustados, me pedían que mejor me fuera”. Su casa es amplia, pero ya no caben ella y sus objetos simbólicos de la lucha: una colección de cruces, muchas fotos, carteles, cirios y una corona de espinas. “La corona de espinas es un símbolo de la tortura, me la regalaron unos amigos y las cruces también representan algo similar. A Espartaco lo crucificaron, a los rebeldes, los romanos los crucificaban. No soy religiosa pero me impresiona mucho la vida de Cristo como ser humano. Cuando era niña a mí me mareaba el olor de la cera y el incienso y por eso no podía ir a la iglesia, después me retiraron de esa institución los modos de los sacerdotes que predicaban lo que no hacían, pero tengo amigos curas y obispos de la Teología de la Liberación; yo de chiquilla estuve en colegio de monjas, pero de ahí me salvó la educación socialista. Y tengo una cama de latón con muchos rosarios colgados, yo que culpa tengo de ser Rosario, a mí me salvó mi tocaya la virgen; me estaba muriendo cuando tenía seis meses y mi mamá hizo promesa a la virgen del Rosario de ponerme su nombre, y así fue”.

Para doña Rosario y las mujeres del Comité Eureka, todos los desaparecidos y desaparecidas son sus hijos e hijas, ellas no confían en aquellas teorías, muy del norte de este continente, que establecen que sólo la madre biológica debe cuidar a su hijo; ellas buscan al hijo y la hija de cualquiera, infatigablemente. “No nos cansamos ¡cómo nos vamos a cansar si no nos quitaron cualquier cosa. Nos quitaron un hijo, un esposo, una hermana y esos lazos no se rompen! Nuestra demanda mínima es la máxima y la máxima es la mínima. No se puede negociar un hijo ni un hermano. Se puede negociar un salario y una tierra, pero no una vida humana. Una vida humana brotada de nuestro vientre o ligada a nosotros por la sangre, por el afecto o por la afinidad y por las convicciones. Eso no se negocia, eso nos mantiene. A veces pienso en qué tristeza es para nosotras las madres de los desaparecidos haber adquirido importancia por esa razón. Tener un hijo desaparecido no es vivir en paz, eso es vivir con la zozobra, con la guerra interior. El hecho de que me hayan arrebatado un hijo es terrible, no se lo deseo a nadie, no se lo deseo ni siquiera a quienes se lo llevaron, si quisieran al hijo del que era presidente cuando se llevaron al mío y aún sabiendo, como sé, que él dio la orden de la captura a los judiciales para secuestrar muchachos, si desaparecieran un hijo de él, yo lo buscaría porque yo no quiero ser igual a ellos ni quiero que esos hechos se repitan en este país”.

Los gestos de doña Rosario son enérgicos, le han dicho que posee algo que se llama tensión dinámica, una energía que la hace realizar muchas cosas con mucha fuerza. Su mamá la llamaba El ventarrón. “Cuando estaba en la escuela vivía en una casa grande, con un pasillo largo, largo; yo llegaba corriendo a la casa, cerraba la puerta y mi mamá, que estaba en el fondo, cuando oía aventar la puerta decía, ahí viene El ventarrón. Y ahora mis hijos me llaman la abuela cometa. Quisiera tener más tiempo para estar con ellos y leerles, ellos me reclaman cuando me voy. Si algo quisiera hacer es estar de abuela a tiempo completo, para apapachar a mis nietos y contarles muchas cosas”.

Rosario Ibarra de Piedra es la madre del desaparecido, del luchador, y también de otros y otras que la han adoptado como su mamá en un emotivo acto de maternidad elegida, pero al revés. Tiene muchos hijos e hijas por todas partes, amigas del comité Eureka, el subcomandante Marcos que vive en la selva y al cual nunca le ha visto la cara, y un urbanita que se ha vuelto muy popular, llamado Andrés Manuel, entre otros.

Rosario trabaja todo el día. Se despierta a las cinco y media de la mañana, duerme a media noche, bueno, se mete a su cama y lee. Escribe en periódicos, ha sido diputada, candidata a la presidencia de la República, solidaria con todas las luchas sociales y tiene una pensión de viudez que le alcanza para financiar sus actividades políticas, que es donde se acaba casi todo, y para sus gastos privados. “No gasto mucho porque ya no ando de presumida, a la última moda. En lo que siempre he gastado mucho es en libros, y leo todo lo que compro. Me gusta comer cosas sencillas, pero eso sí carne, porque si no como carne siento que no comí”, dice esta norteña que recuerda lo que decía el escritor (José) Vasconcelos: “en Monterrey se acaba la civilización y empieza la carne asada”.

Por suerte, el coñac, que también le gusta, por lo general se lo regalan, y además “del bueno”, dice doña Rosario. 

Texto de Melissa Cardoza  publicado en el suplemento Triple Jornada en abril de 2005

Rosario Ibarra copia

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