Revueltas en el ’68 mexicano. Del movimiento 26 de julio a la masacre de Tlatelolco

Hernán Ouviña

Nuestra causa como estudiantes es la del conocimiento militante, el conocimiento crítico, que impugna, contradice, controvierte, refuta y transforma, revoluciona la realidad social, política, cultural, científica. No se engañen las clases dominantes:

¡Somos una Revolución! Esta es nuestra bandera”

José Revueltas, Ciudad Universitaria, 26 de agosto de 1968

Hace 50 años, entre los muchos ’68 que se vivieron, el mexicano resultó ser de los más originales y trágicos. Combinó auto-activación estudiantil, tomas de universidades y preparatorias, manifestaciones masivas en las calles, creativos repertorios de acción dinamizados por cientos de brigadas políticas, con represiones brutales como la sufrida el 2 de octubre en Tlatelolco. Durante este convulsionado año se condensaron procesos y apuestas militantes de lo más variadas, y cobraron mayor impulso y radicalidad iniciativas de autogestión en múltiples territorios. Dentro de esta pléyade de experiencias, tal vez una de las figuras más sugerentes haya sido la de José Revueltas, quien como intelectual orgánico del movimiento estudiantil supo involucrarse en cuerpo y alma en los sucesos de 1968. Nos proponemos, por tanto, revitalizar la memoria histórica y reconstruir brevemente lo acontecido durante esos intensos meses a partir de las reflexiones y conjeturas que esboza Revueltas desde la irrupción de un novedoso activismo juvenil a finales de julio, hasta el declive que se vive producto de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, que deja un saldo de cientos de muertos/as, heridos/as y desaparecidos/as, el encarcelamiento del grueso de la dirigencia estudiantil, y la creciente clandestinización de quienes lograron sortear estos amedrentamientos y detenciones. Sin omitir este trágico evento, más que apelar a la clásica necrofilia testimonial, nos interesa priorizar el ejercicio de una biofilia que recupere toda la potencialidad creativa de la lucha que supo desplegar el movimiento estudiantil en ese excepcional año del ‘68.

El otro Movimiento 26 de Julio: el estudiantado irrumpe en las calles

La activación del movimiento universitario en México no despunta ciertamente en 1968 como un trueno en cielo sereno, sino que al igual que en otras latitudes de América Latina y el sur global, tiene antecedentes en los años e incluso décadas previas. Ya se habían vivido poco tiempo atrás luchas estudiantiles en diferentes territorios del país, entre ellos Puebla, Morelia y Sonora, y el propio Revueltas interpreta la irrupción del ’68 como una revancha que libra una nueva generación militante, frente a la derrota sufrida, durante 1958 y 1959, por los trabajadores ferrocarrileros en huelga, así como por maestros/as, electricistas, petroleros y médicos residentes en lucha.

Sin embargo, más allá de estos mojones precedentes, hay coincidencia en fijar al 26 de julio de 1968 como fecha emblemática de la irrupción estudiantil. La afinidad de esa jornada con la revolución cubana no es casual. Ese día se realiza en el Distrito Federal una inmensa caravana de conmemoración y defensa del proceso por el que transita Cuba, donde miles de jóvenes que levantan el ideario socialista encarnado en la pequeña isla caribeña, reivindican el asalto al cuartel de Moncada. Pero a diferencia de años anteriores, en este caso la particularidad está dada porque, de manera inesperada, confraternizan en las calles con estudiantes secundarios movilizados contra la represión sufrida días atrás a manos de granaderos en diversas preparatorias e institutos vocacionales. La marcha culmina con enfrentamientos entre ambos grupos de manifestantes y la policía que duran horas.

Inmediatamente luego de esta movilización masiva, como protesta frente a la represión y las numerosas detenciones de estudiantes y activistas de izquierda, son tomadas diversas preparatorias dependientes de la UNAM e instalaciones del Instituto Politécnico Nacional, en las que se declara la huelga general por tiempo indefinido. Se levanta un pliego de reivindicaciones de seis puntos, todos ellos de carácter político, que apuntan a denunciar el autoritarismo ejercido por el Estado, exigir la libertad de los presos políticos, la disolución del cuerpo de granaderos, indemnización para los heridos y las familias de los asesinados, destitución de los militares responsables de la represión y la derogación de dos artículos del Código Penal que criminalizan las acciones de protesta. Su cumplimiento será la principal bandera de lucha en las semanas sucesivas de escalada del conflicto. En respuesta, paracaidistas, tropas de asalto y militares invaden las escuelas secundarias ocupadas, para lo cual llegan a destrozar con un tiro de bazuca la puerta colonial de una de las históricas preparatorias que se encontraban en paro.

Según José Revueltas, el 1 de agosto es cuando el movimiento asume “forma orgánica”. Ese día, el rector de la UNAM Javier Barrios Sierra, encabeza una manifestación pacífica de la que participan decenas de miles de estudiantes, y en la que reclaman el respeto absoluto de la autonomía universitaria, la liberación de la enorme cantidad de presos políticos y el final de la violencia estatal, que a esta altura ya ha dejado varios jóvenes asesinados. Los sectores más politizados del incipiente movimiento estudiantil dinamizan asambleas masivas en las Universidades, donde se discuten los pasos a seguir y se gestan comités de lucha y cientos de brigadas políticas, que realizan acciones directas en las calles, efectúan colectas para el fondo de huelga y ejercitan la propaganda en autobuses, fábricas, plazas y comunidades rurales. Con ellas, al decir de José Revueltas, “la imaginación y el espíritu de inventiva se desató sin límites en todas las direcciones”.

Al calor de las tomas de los establecimientos educativos, que se generalizan como hongos, se constituye el 2 de agosto el Consejo Nacional de Huelga (CNH), máxima instancia de coordinación del proceso de lucha del estudiantado, cuyos integrantes son electos democráticamente en asambleas de base. Las manifestaciones de protesta se suceden y el movimiento exige que cualquier tipo de negociación o propuesta a sus demandas tenga carácter público y sea difundida en los medios masivos de comunicación. El principal auditorio de la UNAM es rebautizado con el nombre del Che Guevara, quien tan sólo algunos meses antes ha caído en combate en Bolivia. Se organizan festivales populares y otras iniciativas político-culturales que concitan la simpatía y solidaridad de sectores importantes de la sociedad. En este marco, la autogestión y el dinamismo constante parecen haber llegado para quedarse, y un personaje excepcional de anteojos oscuros, pelo largo y barba tupida, decide apostar a todo o nada por el proceso.

José Revueltas, un intelectual orgánico del movimiento del ‘68

Nacido el 20 de noviembre de 1914, en pleno apogeo revolucionario en el país y en los inicios de la primera guerra mundial, e integrante de una iconoclasta familia de artistas, José Revueltas es desde pequeño un apasionado de la lectura, a tal punto que en su adolescencia opta por dejar los estudios y zambullirse durante varios años en la Biblioteca Nacional para garantizar su formación de manera autodidacta. Por esa misma época se suma a las filas del Partido Comunista, organización con la que mantendrá a lo largo de su vida una relación ambigua y de amor-odio. Guionista de cine, escritor de novelas y de cuentos, ganador de diversos premios por su producción literaria, ha sido definido por varios de sus intérpretes a partir de las más rebuscadas adjetivaciones: pesimista ardiente, intelectual indómito, comunista agónico, marxista tormentoso y rebelde melancólico.

Pero acaso sea el papel fundamental que asume en el contexto de la rebelión estudiantil en 1968, lo que constituye un momento bisagra en su derrotero personal y político. Durante esos meses de profunda activación en las calles y en las universidades, combina el compromiso militante con la reflexión crítica y autocrítica acerca de lo va aconteciendo, y asume a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM como su verdadera casa (de estudios, pero sobre todo de alojamiento y habitabilidad), viviendo allí cada día y noche que dura la toma autogestiva, hasta que el violento desalojo que realiza el ejército el 18 de septiembre lo obliga a pasar a la clandestinidad. Un mes más tarde es detenido por la policía judicial, que lo mantiene secuestrado durante tres días en forma ilegal, tras lo cual es recluido en la cárcel de máxima seguridad de Lecumberri, de la que saldrá recién en mayo de 1971.

Este prolongado encierro no le impide seguir en contacto con el movimiento estudiantil, ni tampoco dejar de teorizar acerca de él. Buena parte de los borradores, cartas y documentos que redacta entre rejas durante todo este tiempo, han sido publicados póstumamente bajo el título de México 68: juventud y revolución, y constituyen un insumo imprescindible para comprender el proceso de rebelión estudiantil de aquel año, pero también para repensar sus sentidos y su vigencia desde nuestro presente de lucha. Fiel al apellido que porta, con su liberación redobla la apuesta en favor de la autogestión, propuesta que convida en innumerables conferencias, mítines y actividades realizadas junto a estudiantes y agrupaciones de izquierda en los años posteriores, a pesar de lo cual, producto de las secuelas generadas por el encierro, su vida se apaga abruptamente en 1976.

La propuesta de autogestión académica y Universidad militante

Sin ser estrictamente un joven en términos etarios, ya que en los albores de este ciclo de luchas estudiantiles ostenta 53 años a cuestas, José Revueltas funge de referente para las nuevas generaciones que protagonizan las movilizaciones y acciones directas del ’68 en México. No obstante, sería un error concebir la relación que establece con la juventud universitaria en una clave unidireccional. Hay más bien una conexión vital y de alimentación recíproca entre ambos, donde él oficia de maestro y simultáneamente de aprendiz, a pesar de no ser en la UNAM -ni en institución “formal” alguna- ni estudiante ni profesor. Al decir de la cineasta Marcela Fernández Violante, Revueltas supo entender a los jóvenes y se volvió joven con los jóvenes, por lo que hubo allí un benjaminiano secreto compromiso de encuentro.

De acuerdo Roberto Escudero -militante espartaquista y uno de los delegados más destacados del Consejo Nacional de Huelga durante el ’68- Revueltas “se integró al movimiento prácticamente desde el primer día, que todo lo compartió como uno de sus miembros y que jamás, ni aun en la cárcel, exigió o aceptó siquiera los pequeños privilegios que de manera natural y muy comprensible los estudiantes le ofrecían”. Atento al devenir novedoso de estas luchas a escala global, lee los acontecimientos del mayo parisino como un capítulo de una revolución que no podía ser sino de carácter internacionalista. Ese mismo mes redacta una carta abierta bajo el sugestivo título de “Prohibido prohibir la revolución”, donde reflexiona acerca de los sucesos en Francia, a los que caracteriza como rebelión contra las burocracias osificadas y los viejos líderes esclavos de dogmas y de esquemas, que involucra la formación de una nueva conciencia en franca ruptura con las prácticas sectarias y conservadoras de los partidos comunistas.

Sin embargo, más allá del acompañamiento atento de las luchas en ésta y otras latitudes, el 26 de julio marca el inicio de su participación vital en el emergente movimiento estudiantil mexicano, ya que a partir de esos días comienza a asistir a las asambleas que se realizan en la Ciudad Universitaria, sumándose en un principio al Comité de Intelectuales, Escritores y Artistas, al que renuncia al poco tiempo para incorporarse de lleno al Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y disolverse como uno más en la marea estudiantil.

En medio de la ebullición que implica la toma de los establecimientos educativos y una huelga en ascenso, Revueltas elabora una serie de documentos, cartas y resoluciones que buscan sistematizar la experiencia en curso y brindar propuestas que eviten la paralización de las actividades en la Universidad y las preparatorias ocupadas. El eje transversal es el ejercicio de una democracia integral “sin mediatizaciones de ninguna naturaleza”, que permita “contestar a la suspensión de clases con la autogestión académica”. Lejos de concebir a la huelga como inactividad pedagógico-política, la autogestión implica su continuación bajo nuevas circunstancias, a partir de las cuales “maestros y estudiantes recorran juntos y redescubran juntos la misma aventura que el pensamiento tuvo que recorrer en el proceso del acto creador de las ideas cardinales en las que se sustentan los diversos aspectos de la ciencia, la cultura y la técnica”. Por lo tanto, “el maestro ya no dictará conferencias que el alumno acepte de modo inapelable, ni calificará el aprovechamiento por cuanto a la medida en que se ciña o se aparte de un texto determinado”.

Pero sería incorrecto acotar la dinámica autogestiva a la democratización del vínculo entre educadores/as y estudiantes al interior de las aulas. Si bien éste constituye un pivote fundamental del proceso, Revueltas identifica tres formas básicas en las que se encarna y que, de lejos, exceden a esta apuesta por una relación horizontal basada en el diálogo de saberes: 1) democracia directa y libre expresión, a través de comités de lucha, asambleas y el Consejo Nacional de Huelga; 2) solidaridad entre claustros y participación conjunta en instancias que encarnan un mismo interés comunitario; 3) formas de contacto vivo con la realidad social y con el pueblo a través de la labor de las brigadas políticas.

Lejos de encapsular la lucha estudiantil, la autogestión implica partir de la Universidad, pero no para ensimismarse en ella, ni tampoco para incitar a un perpetuo manifestarse en las calles, sino con el objetivo de cuestionar a la sociedad desde adentro, como parte de ella que se es, en pos de generar una toma de conciencia autocrítica y colectiva que, en tanto acción teórica y praxis combativa, representa la lucha de lo nuevo frente a lo viejo, es decir, la impugnación del sistema político en México, profundamente despótico y centralizado, a partir de asumir que conocer es transformar y aprender es controvertir. La autogestión deviene así conocimiento militante e inconforme con los valores y prácticas estatuidas, antidogmatismo radical que parte del principio de una democracia cognoscitiva que, si bien se inicia en el marco de la lucha estudiantil, tiende a irradiarse hacia el resto de la sociedad, como proyecto revolucionario integral y generalizado, en constante recreación: “De la autogestión académica deberá trascenderse a la autogestión social. Autogestión de las masas del pueblo, de los trabajadores de las fábricas, de los campesinos, por medio de los comités de lucha y los consejos populares de lucha”, sugiere Revueltas.

Podríamos aventurar como hipótesis que la autogestión acomete aquello que reivindica Antonio Gramsci en su balance autocrítico del bienio rojo (1919-1920) en el norte de Italia: educar la espontaneidad, es decir, ni reprimirla ni encorsetarla, pero tampoco quedarse de brazos cruzados a la espera de que, de manera automática, se concrete la transformación radical del mundo y se prefigure el horizonte emancipatorio en el presente. Revueltas entiende que hace falta intervenir, polemizar, persuadir, tomar partido y disputar sentidos y prácticas, sin pretender imponer las posiciones propias, sino ejercitando una praxis que es a la vez conocimiento crítico y transformación activa de la realidad. De ahí que, en sus propias palabras, la teoría sea vindicativa: “castiga a quien la mistifica y se venga inexorablemente de quienes la traicionan y abandonan”.

El 1 de septiembre el presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, brinda un Informe al Congreso en el que deja en claro su intención de apelar a la utilización del ejército para desactivar esta experiencia por demás peligrosa a los ojos de las clases dominantes y la élite política: “hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico como a los ojos de todo mundo ha venido sucediendo”, expresará aquel día con extremo cinismo.

Como respuesta frente a esta sordera a sus reclamos, y para contrarrestar el discurso oficial que los acusa de “provocadores”, el movimiento estudiantil convoca a una marcha del silencio el 13 de septiembre, que logra aglutinar a más de 400 mil personas en las calles, muchas de ellas con sus labios cubiertos con cintas adhesivas en señal de protesta, durante un periplo conmovedor que inicia en el Bosque de Chapultepec y culmina sin incidentes en el Zócalo. A pesar de ello, el 18 de septiembre el ejército ingresa a la UNAM y unos días después invade también el Instituto Politécnico Nacional, realizando detenciones masivas de quienes se encontraban en las ocupaciones. A esta altura, Revueltas se ve obligado a pasar a la clandestinidad y pernoctar en diferentes casas de activistas. La movilización no se resiente, y a finales de mes el ejército decide retirarse de Ciudad Universitaria, en un juego de repliegue táctico que tendrá como contracara una ofensiva estratégica y sangrienta el 2 de octubre, con el propósito de quebrantar de manera definitiva la resistencia popular.

La masacre de Tlatelolco y el reflujo del movimiento estudiantil

A riesgo de resultar simplistas, podríamos cifrar la emergencia, expansión y declive del movimiento estudiantil en México dentro de un brevísimo ciclo que se condensa en los escasos cinco meses que van de julio a diciembre de 1968, ya que si bien el conflicto universitario no se eclipsa del todo con posterioridad a esa fecha -y hasta se constatan destellos de rebelión importantes en los años sucesivos, como en Puebla o Sinaloa-, lo concreto es que a finales del ‘68, tras la masacre perpetrada desde las más altas esferas del Estado con francotiradores y militares en Tlatelolco, y las sucesivas redadas e incursiones en preparatorias y facultades que arrojan cientos de detenidos/as en las cárceles, el movimiento estudiantil padece un abrupto reflujo que significa un apesadumbrado punto de no retorno.

Diferentes testimonios relatan que se preveía la posibilidad de una represión del mitin organizado para el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, a tal punto de que el propio CNH sugirió que a ella asistieran sólo las y los dirigentes que debían hablar en el acto, a pesar de lo cual terminaron yendo casi la totalidad de sus integrantes. Pero más allá de estas advertencias y cuidados, lo cierto es que nadie esperaba tamaño desenlace.

Desde temprano, ese día el ejército había rodeado la Plaza por diferentes flancos. En paralelo, integrantes del Batallón Olimpia, un grupo contrainsurgente compuesto por miembros del estado mayor presidencial, la dirección federal de seguridad y policías judiciales, vestidos de civil y con un guante o pañuelo blanco en sus manos izquierdas para poder identificarse entre sí, se infiltraron entre los manifestantes y se apostaron en puntos claves de las azoteas y balcones del complejo habitacional ubicado frente a la plaza y de otros edificios circundantes. Bengalas arrojadas desde un helicóptero militar dan la señal para iniciar una balacera indiscriminada contra la multitud que se encuentra en la concentración, a la que los soldados responden disparando hacia los miles de jóvenes que, desconcertados, intentan dispersarse, por lo que a los pocos minutos el fuego cruzado deja un tendal de muertos y heridos.

A través de una verdadera cacería humana, ya en plena noche lluviosa, se detienen a más de dos mil estudiantes en las inmediaciones de la plaza. Una gran cantidad de ellos sufren torturas y algunos hasta son rematados con un tiro de gracia, tras lo cual sus cuerpos son incinerados y arrojados a fosas comunes. Diez días más tarde, se da inicio a los XIX Juegos Olímpicos bajo un clima de extrema congoja y desazón en el seno del movimiento estudiantil. De manera cínica, en el estadio de la Ciudad Universitaria, aquel 12 de octubre se lanzan al cielo cientos de palomas que simbolizan la paz. Una paz, por cierto, demasiado parecida a la de los cementerios.

El grueso del activismo estudiantil sufre la cárcel, la clandestinidad o el exilio. En los meses y años que suceden a la masacre de Tlatelolco, quienes continúan sosteniendo espacios orgánicos de militancia, deciden recomenzar la lucha sobre nuevas bases: conforman agrupaciones y movimientos emparentados con la nueva izquierda, incursionan en la guerra de guerrillas tanto urbana como rural, apuntalan procesos de auto-organización en las periferias y colonias de las grandes ciudades, o acompañan la resistencia de comunidades campesinas e indígenas en puntos aledaños del país. Hay también quienes optan por continuar habitando la Universidad e impulsan reformas democratizadoras a su interior, contribuyendo a la creación de sindicatos de base, así como a experiencias de producción colectiva de conocimiento y proyectos de investigación contrahegemónica. Una vez más, el Estado responde a estas iniciativas con la represión indiscriminada, el asesinato, la desaparición forzada, e incluso masacres como la del Jueves de Corpus, cometida en junio de 1971 en la ciudad de México contra estudiantes que se solidarizaban con la lucha universitaria en Monterrey.

En el caso puntual de José Revueltas, su encierro durante casi tres años no logra quebrar sus convicciones, ni tampoco le impide continuar con el estudio y la profundización de sus lecturas en torno a un marxismo distante de todo dogmatismo. “El marxismo dogmático es una forma de enajenación también”, dirá en uno de sus apuntes de encierro. En su celda pule ideas, redacta artículos y plasma en borradores o en cartas reflexiones siempre sugerentes y osadas, teniendo como centro a la autogestión y al criminalizado -pero no del todo derrotado- movimiento estudiantil.

Esta vocación se exacerba en la etapa final de su vida, ya en libertad, signada por la intención de revisar incluso algunas de sus hipótesis más importantes, como aquellas plasmadas en su conocido Ensayo sobre un proletariado sin cabeza. Si en este original texto de 1962 aún perdura una visión leninista ortodoxa de la relación entre clase y conciencia, durante sus últimos años reformula este vínculo y llega a esbozar una aguda autocrítica de ciertas posiciones vanguardistas defendidas en las décadas pasadas. En una serie de epístolas, enviadas a su hija entre 1972 y 1974, reconoce la necesidad de revisar a fondo los “principios” del centralismo democrático y hasta afirma que la teoría del partido “debe enfocarse desde un nuevo punto de vista. Pero este punto de vista nuevo es el que se resiste a salir y ser formulado con toda valentía. ¡Emprendámoslo, sin embargo!”.

Para Revueltas, esta tarea resulta urgente debido a que es “el eje en torno al cual giran todos los problemas de la época contemporánea”, por lo que concluye redoblando la apuesta por una democracia cognoscitiva, tanto en los espacios educativos y culturales que frecuenta, como en el seno mismo del incipiente movimiento de nueva izquierda que intenta gestar tras su salida de la cárcel de Lecumberri. Y al igual que durante los agitados meses del ’68 mexicano, aboga por la plena libertad de expresión, el fomento de la discusión colectiva y el derecho a la oposición de las minorías, sin ningún tipo de condicionamiento ni restricción autoritaria.

No obstante, debido a que madura en él la certeza de que “vivimos una época nueva que debe ser vista por un criterio nuevo y ya no por un criterio de principios o de mediados del siglo XX”, en esta ocasión se anima a explicitar de manera inédita la importancia de ahondar en otras formas organizativas diferentes y hasta opuestas a las partidarias: “Un estudio profundo de los hechos de 1968 nos llevaría a una concientización y a la creación de un movimiento nuevo al margen de los partidos. Hay que barrer con los partidos. Ya están demostrados históricamente como caducos y obsoletos”, dirá provocativamente por aquellos años finales.

En efecto, tal como recuerdan Andrea Revueltas, Rodrigo Martínez y Philippe Cheron, para él “se trataba no de una organización formal, sino de un proceso, de un movimiento de transición, con una base estudiantil, proponiéndose objetivos estratégicos a mediano plazo; tenía que funcionar a través de asambleas locales y de representantes electos, el mayor número posible; además, el órgano de dirección sería provisional y autogestionario, electo en la primera asamblea que se llevare a cabo”. En última instancia, de acuerdo a ellos, esta propuesta esbozada por Revueltas apuntaba a “superar las contradicciones entre espontaneísmo y organización. En su mente, la organización tendría que ser totalmente elástica, democrática y en contacto directo con la base; implícitamente, funcionaría por medio de representantes revocables y de asambleas generales que tendrían poder de decisión. De esta manera pensaba poder evitar el peligro permanente de burocratización al que está expuesto todo partido. Y privilegiaba la democracia, en detrimento del centralismo”.

Repensar a (las) Revueltas del ’68 al calor de las nuevas apuestas emancipatorias

Sin duda, la caracterización realizada por José Revueltas acerca del ’68, como un movimiento no sólo estudiantil ni puramente educativo, sino como proyecto político y de democratización de las estructuras de poder y de la propia sociedad, a partir de un impulso plebeyo, autogestionario y desde abajo, resultó anticipatorio y hoy cobra mayor envergadura aún como anhelo imperioso de las clases subalternas, en un contexto donde el autoritarismo y la violencia estatal y paramilitar son moneda corriente en México. Pero también sus advertencias acerca de los peligros de un socialismo burocrático y enajenante merecen ser releídas y traídas a nuestro presente por su carácter imperecedero. El suyo fue un pensamiento crítico y honesto, a contramano de las modas y la corrección política, propio de un partisano que a pulmón se anima a denostar tanto a una dictadura burguesa disfrazada de régimen democrático, como al sistema stalinista y estadocéntrico que se presumía emancipatorio pero no lo era en absoluto.

A la vuelta de la historia, hoy podemos afirmar que más allá de cierto arraigo popular y de un evidente respeto ganado a fuerza de coherencia militante, Revueltas padeció una cierta incomprensión durante 1968, por lo que cabe arriesgar que más que errar, llegó a destiempo, para proponer una forma de pensar, sentir y hacer política asentada en la democracia de base y la autogestión generalizada en cada resquicio de la vida cotidiana. Por su parte, el movimiento estudiantil que integró, supo sembrar en el subsuelo político del país y de la región una nueva sensibilidad militante, autónoma y antiautoritaria, igualitarista y plebeya, que a pesar de las masacres y amedrentamientos sufridos tendrá sus frutos tiempo después. Habrá que esperar al trágico terremoto de 1985 o al sismo del 1 de enero de 1994 para que el tejido solidario, la irrupción de la ayuda mutua y la loca manía de apostar por el autogobierno y lo comunitario, cobren sentido y se constaten como sustrato y sostén del México profundo.

Hay sin duda allí y en un sinfín más de eventos y proyectos recientes de autodeterminación, un secreto compromiso de encuentro entre generaciones y sueños rebeldes, que tiene como punto de juntura y momento constitutivo a 1968 y a esa osada juventud que entendió que, para conquistar ciertas reformas, era necesario hacer la revolución. Al margen de estos puentes y encuentros posibles, que entrelazan pasado y presente desde el ejercicio de una pedagogía de la memoria histórica, tal vez una de las pocas certezas que aún quedan en pie en pleno siglo XXI, sea aquella que afirma que Revueltas hubo y habrá para rato, en México, en Nuestra América y en donde se lo convoque, pero también y sobre todo allí donde se las convoque, porque a pesar de las reiteradas noches de lluvia donde nos han pretendido ametrallar la esperanza, abajo y a la izquierda siempre el tizón se ha mantenido encendido, y más temprano que tarde volverá a alumbrar nuevos mundos que tengan a la autogestión como bandera.

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