México. Marianne Yampolsky decidió que, aunque hubiera nacido en Chicago en 1925 y llegado a México 19 años después, era mexicana y de Cuetzalan, Puebla, para más señas. Dicen que todo empezó cuando oyó el aleteo de un colibrí y una buganvilia se asomó por su ventana.
No sólo fue fotógrafa. Primero estudió humanidades en la Universidad de Chicago, y pintura y escultura aquí, en La Esmeralda. Fue la primera mujer en integrarse al Taller de Gráfica Popular (TGP), desde donde luchó contra el fascismo con sensibilidad y comprometido talento. Fue maestra de literatura inglesa -conocía a Shakespeare como la palma de su mano. Se hizo cargo de todas las exposiciones en el extranjero del TGP. Fue editora, primero en el Fondo Editorial de la Plástica Mexicana y después en la Secretaría de Educación Pública (SEP) con la colección de libros para niños Colibrí. Sus fotografías, más de 60 mil, dan cuenta de su andar por el mundo, aunque las que más se conozcan y se difundan sean las que retratan a nuestro país.
El doctor Héctor Peralta la recuerda. Fue su amigo, su admirador, su novio, su esposo, su amigo más amigo después del divorcio, su cómplice siempre, su médico: vidas tan ligadas como los pasos al camino. Con él, junto a él, ella se hizo mexicana y se hizo fotógrafa. Ahora él comparte sus recuerdos de la mujer semilla, de la mujer flor, de la mujer fruto.
Cuando se conocieron, él tenía 17 años y ella 24. Él vivía con sus padres en la calle Doctor Río de la Loza, en el número 18. Mariana habitaba uno de los cuartos de la azotea. Él miraba a la “güera exótica”, le encontraba parecido con la actriz sueca Ingrid Bergman. Él se reunía con un grupo de amigos en el cuarto “K”, sede del club José María Lacunza, donde tenían “sesudas discusiones”. Mariana, todavía Marianne, ocupaba el cuarto “L”; iba al Taller de Gráfica Popular, era amiga de Leopoldo Méndez, de Pablo O’Higgins y de Alfredo Zalce. Era novia de Alberto Beltrán, excelente dibujante y muy rompecorazones.
Cuenta Héctor Peralta: “Veíamos que aparecía de repente el tal Alberto, cuando todavía eran pareja. El cuate era muy decente porque no subía al cuarto. Lo veíamos que se quedaba en el zaguán, recargado, con una pierna extendida y otra en la pared, con su libretita, y viendo pasar a todo el mundo y echando sus apuntes. Luego vimos que dejó de ir. Empecé a platicar más con Mariana”.
En su cuarto, ella tenía esculturas de la Polinesia, de los esquimales, legado de su tío abuelo, Franz Boas, fundador de la antropología, quien le inculcó el gusto por conocer otros horizontes y culturas.
A Peralta lo envidiaban sus amigos porque empezó a andar con la “güeraza”. Ella iba haciendo a un lado la gurbia de los grabadores para dedicarse más a la cámara fotográfica. Él supo que Emile Zubrin necesitaba ayudantes de fotografía. Convertidos Yampolsky y Peralta en fotorreporteros de la agencia de noticias Universal Trade Press, se fueron a Pinotepa Nacional.
“Tomamos una avioneta de Acapulco a Pinotepa; no había comunicación ni para la playa ni para la sierra. Yo me sentía Juan Camaney porque hacía mucho ejercicio, estaba en el pentatlón deportivo militar universitario, y pensé: ‘a ver si Mariana aguanta’. Salimos de madrugada, había que caminar desde ahí hasta la sierra alta; yo con mi camarita de fuelle, y Mariana con su Rolleicord formato seis por seis. Llevábamos unas tortas y un perrito que se nos pegó, Pino, por Pinotepa Nacional. Mariana tenía unos chamorros así de grandotes, se le ponía la cara roja, pero ahí iba, camine y camine. Yo, que presumía del pentatlón, nomás esperaba a ver a qué horas se cansaba ella para poder descansar yo.
“Una señora nos prestó una mula para que cargara nuestras cosas. Nos dijo: ‘Llegan al otro pueblo a casa de Don Atanasio y ahí dejan la mula o le dicen que se regrese’. Le pusimos todos nuestros bultos encima. Imagínate, la mula cargada y nosotros caminando junto a ella. Pero el Pino, el perro, que tenía una inteligencia asombrosa, se trepó arriba de los bultos y de la mula y así anduvimos. Después al Pino nos lo trajimos a la ciudad, viajó en ferrocarril y hasta en avión.
“Mariana se fue yendo por la línea de Edward Weston y el perfeccionismo de la foto. Yo seguí más a Cartier Bresson y el gusto por el detalle. Hicimos reportajes de lo mismo, pero con una visión impresionantemente diferente. Ella, como gente del Taller de la Gráfica, se caracterizaba por su idealismo, su compromiso. Fuimos a Cuetzalan y se enamoró del lugar. Cuando le preguntaban de dónde era, decía que de Cuetzalan, Puebla.
“Fue haciendo su nombre menos afrancesado, más de aquí. Tuvimos que esperar a que yo cumpliera 21 años para contraer matrimonio. Estaba muy bien nuestra relación y el matrimonio le permitiría a ella hacerse realmente mexicana. Nos matrimoniamos en Toluca, en 1954. Fueron nuestros testigos el pintor Leopoldo Méndez, María Teresa Pomar, gran conocedora del arte popular, Rafael Carrillo Azpeitia, su esposo, y la fotógrafa Lola Álvarez Bravo. Junto al registro civil estaba el mercado, donde ahora está el Cosmovitral. Compramos carnitas, tortillas, guacamole, pulque y unos periódicos. Vimos un lugar boscoso. Era el panteón de Toluca y, como estaba muy bonito, ahí celebramos el banquete.
“Íbamos mucho a Xochimilco, de donde era mi papá. Ahí Mariana emparentó con mi familia y puso un taller de artesanías. Yo terminé la carrera de medicina. A lo largo de los catorce años que estuvimos casados ella se hizo mexicana y fotógrafa. Mariana se fue separando de la producción de grabado en linóleo y en madera, trabajó el scratch y después se dedicó únicamente a las fotos. Ella cambió de herramienta, no de discurso.
“Creo que la mayor influencia de Mariana en la foto fue de Lola, más que de Manuel Álvarez Bravo. Ellas compartieron el laboratorio y las experiencias: veían el material en esos momentos maravillosos de descubrir las imágenes brotando en el papel, aquella maravilla de la foto analógica.
“Empezamos a programar viajes extensos fuera del país, con sus alumnas de la escuela Garside School, para ir a Europa, Medio Oriente y el Norte de África. Tengo los negativos de todos esos viajes que hicimos. Fueron muy enriquecedores porque los preparábamos con mucha dedicación. No era ir en calidad de turista. Eso sí, llevábamos un bastimento de rollos”.
En los libros de Mariana lo que siempre se retoma son sus fotos de México.
“Por eso te digo que todo este periodo es desconocido. Casi nadie te habla de Mariana como escultora, por ejemplo. Desde entonces tenía yo una chinampa en Xochimilco, ahí levantamos el Taller de Artesanías del Tlatil. Cuando hicimos la construcción del taller no existía ninguna otra, por eso el único requisito que pedíamos a los que nos iban a ver es que llegaran con una piedra para la cimentación, porque en las chinampas no hay piedras. En ese lugar se empezó a trabajar muy dinámicamente, junto con El paisa, Salvador Miranda, quien era también alumno de la Escuela de Artesanías de la Ciudadela. Estaba también Armando Villagrán, conocido como pintor tiempo después, y venía mucho Bruno Traven con su hijastra.
“Mariana contaba con modelos propios, habitantes de ahí. Llevábamos cantidades de barro y lo molíamos para que se pudiera trabajar”.
Héctor Peralta se dio vuelo retratando a Mariana. De su portafolio salen fotografías, hojas escritas a mano, con muy bonita letra, no de doctor. Son los primeros capítulos de sus memorias. Aparece Mariana con un perrito llamado Pingüica, como la semilla que junto con los pelitos de elote es un diurético tan natural como efectivo; Mariana en medio de un grupo; Mariana junto a una columna griega; Mariana esculpiendo una mujer un poco más grande que tamaño natural. “Atrás de ella puede verse una foto oval de un tío de la familia de mi padre, de los que eran 18 hermanos, nada más. Él era Juan. Fue una familia prolífica: mi madre era la hija número veinte del segundo matrimonio de mi padre; con la primera esposa nada más tuvo 19”.
Mariana Yampolsky retrataba lo que le llegaba, la emocionaba, la indignaba, la movía: la raíz y el camino, el filo del tiempo, las estancias olvidadas y las casas que cantan. También escuchaba y preguntaba y le encantaban las historias, le gustaba caminar y era claustrofóbica. Amaba las artesanías. Decía que no hay reglas, que todo es retratable. Le molestaba no encontrar papel de primera para imprimir sus fotografías. “No quiero darle a la gente nada de segunda”, era la razón.
Se fue un 3 de mayo, día de la Santa Cruz. Después de tomar 60 mil fotos como aquella del campesino de blanquísima vestimenta y manos reumáticas, que le contó “así construí mi casa”, Mariana Yampolsky empezó a construir su casa en la eternidad.
Publicado el 14 de mayo 2012
Exelente crónica, me ha abierto una ventana a la vida de una mujer ejemplar, gracias Beatriz.
Saludos
Hugo
Gracias por este comentario sobre esta fotografa admirable, que conozco de un libro de Elena Poniatwska.
En la nota se refieren a El Paisa, como Salvador Miranda. El nombre correcto es Salvador. Magaña. Mariana Yampolsky fue una amiga entrañable para nosotros. Mantengo contacto telefónico con el Doctor Peralta desde B.C.
Gracias por su atención.