Raquel Padilla no murió

Arcelia Pazos* / Revista El Septentrión

La noche del jueves 7 de noviembre, sentada a la mesa con dos artistas, me enteré de la muerte de Raquel Padilla Ramos a través de las condolencias de un centro regional del INAH, mismas que, como todas las similares, parecen ser un mensaje predeterminado al que sólo se le cambia el nombre de la persona finada. Fue un rato después de acudir a los medios para confirmar, con cierta negación, que se trataba de la misma Raquel Padilla a la que solía consultar para conocer el entorno e historia de los yaquis, en aquellas fechas en las que escribí un artículo sobre los fariseos de Santa Rosalía; la misma con la que ya no alcancé a colaborar en los proyectos de las misiones de Sonora y Baja California, y sus respectivas candidaturas a Patrimonio Mundial. 

  Lo lamenté inmediatamente, como siempre que nos estremece la partida de alguien que aporta bastante al mundo. Sin embargo, al cabo de unas horas ese sentimiento se transformó en impotencia y rabia al saber que Raquel no había muerto, sino que había sido asesinada.

  Padilla Ramos después de ser mujer y antes que ser una investigadora fue madre de Raquel, Alfonsina y Emiliano, lo cual representó su lucha fundamental, como quizá debiera ser para toda persona que elige traer críos al mundo. No obstante, es en los campos de la investigación de los yaquis y las misiones en Sonora, así como en el activismo social por los derechos de indígenas y mujeres, en donde deja un hueco muy sentido para todos los interesados en su obra, obra con la que demostró que una mujer puede lograr una vasta carrera de éxito personal, al mismo tiempo que una con profunda trascendencia social. 

  Desde sus tesis de grado, libros y una larga lista de ponencias y conferencias, hasta un permanente ejercicio de difusión hacia el interior de las comunidades, Raquel investigó a los yaquis junto a ellos y para ellos, compartiendo la historia de sus insurrecciones, deportaciones y represión, y aportando suntuosamente al fortalecimiento de su identidad para continuar con las luchas del presente.

  Raquel no era una yori, como se les conoce a los extraños o foráneos en tierras yoreme, y como sí lo son tantos investigadores que llegan a las comunidades con la única intención de enriquecer sus logros académicos. Raquel, por el modo de otorgar su labor, fue adoptada como yaqui y despedida como tal en su homenaje de cuerpo presente en el Museo Regional de Sonora, el 9 de noviembre. 

 A la par de estas facetas, Raquel se enamoró de Juan Armando Rodríguez Castro, un músico norteño que hace algunos años llegó a Esperanza, comunidad yaqui muy cercana a Cócorit, donde aprendió las costumbres y formó parte de servicios como la danza de los matachines. Juan Armando y Raquel iniciaron una relación sentimental que fue formalizada después de que él pidiera permiso a los hijos de ella para cortejarla, y de ahí se convirtieron en una entrañable pareja que destacaba por compartir su afecto y batallas afines con todas las amistades. Ambos construyeron la cabaña La Loretana, en la comunidad de El Sauz de Ures, en Sonora, donde pasaban tiempo cada semana, y donde Juan le quitó la vida con el filo de un arma.

  La aparente necesidad de ser solemnes en tiempos de dolor evita que le pongamos el nombre preciso a los hechos, tal como ocurrió la noche y la mañana siguiente de la muerte de Raquel, cuando muchos lamentaron su fallecimiento, con temor a admitir que rabiaban por su asesinato. Costó y cuesta trabajo, sobre todo a instituciones, pronunciarse públicamente ante un feminicidio, pues no estamos todos preparados para asumir las responsabilidades correspondientes por una dolencia cultural que tiene su génesis y perpetuidad en una serie de machismos poco penalizados por el sistema de justicia. 

  La realidad que alcanzó a Raquel y a la que estamos expuestas todas las mexicanas, tiene que ver con un gobierno incapaz de reconocer a fondo que hay una violencia sistémica en contra de las mujeres, a pesar de tener tipificado en el propio Código Penal Federal el feminicidio como un delito que priva de la vida a una mujer por razones de género. Esta definición explícita en el artículo 325 de dicho código plantea que el feminicidio puede darse por circunstancias de violencia sexual, cuando se presentan lesiones o mutilaciones degradantes, cuando hay antecedentes de violencia familiar, laboral o escolar, cuando hay una relación sentimental, afectiva o de confianza, cuando hay amenazas o privaciones de la libertad previas, o cuando el cuerpo de la víctima es expuesto en un lugar público. Esta forma de asesinar mujeres se da en condiciones distintas a otros asesinatos violentos, como los que se dan por motivos criminales, de suicidio o de manera fortuita, cosa que debe determinarse una vez que el delito sea analizado con perspectiva de género y que, está de más decir, no se hace con rigor en todos los casos. 

  A Juan Armando lo arrestaron en flagrancia y lo consignaron a 45 años de prisión sin derecho a reducción de condena. Él reconoce que debe hacerse justicia pero se reserva, por ahora, sus motivos. Los testigos hablan de celotipia. Los testigos ya hablan de conductas dominantes y retrógradas sobre la libertad de su compañera y sobre el concepto de ser mujer. Un testigo especialmente sabe que ningún castigo borra la imagen de Raquel sin vida. Sin embargo, aunque no hay justicia equiparable al crimen de matar, ya que nada devuelve la vida al cuerpo que fue privado de ella, reclamar que el caso no quede impune, deja un precedente para que los culpables de más de seiscientos feminicidios registrados en México, tan sólo en lo que va del año, paguen por sus horripilantes crímenes. 

  El legado académico y combativo de Raquel está vigente entre sus familias y entre todos los que intentaban seguirle el paso para generar y difundir conocimiento, tanto como para demandar justicia, aun ante amenazas. Pero más allá de mantener un legado que desde hace años tiene un ritmo imparable, este feminicidio en El Sauz es un recordatorio de que falta hacer todo lo posible para evitar que una atrocidad como la que cometió Juan Armando vuelva a ocurrir. 

  Ya suenan con una lamentable seguridad los jamás solicitados comentarios que cuestionan a Raquel por haber elegido a tan nefasto hombre, como si las aparentes buenas parejas no fueran capaces de asesinar. Los feminicidas están entre todos nosotros. Como Juan, también pueden creer en Dios, ser artistas, románticos, idolatrar a las figuras maternas y poner a las mujeres en pedestales de admiración. Pueden ser broncos o afables, pueden luchar por las injusticias sociales y declarar amor a diestra y siniestra, pero al final de cuentas tienen en común la misoginia y el desprecio gestados por un sistema que de formas sutiles y agresivas, y convenientes para la voracidad del sistema económico, se afana en asegurar que las mujeres valemos menos. El feminicida mata porque es fácil hacerlo y porque hay impunidad que da cobijo a los arteros modos de lidiar con su insuficiente humanidad. ¿Qué pueden esperar las familias de las que desaparecen y mueren en el anonimato, las que no tienen al culpable tras las rejas? ¿Qué pueden esperar las mujeres que no tienen nombres destacados, ni detrás de ellas  a colectivos, instituciones y medios exigiendo justicia, como sí los tiene Raquel? Ellas, nosotras, esperamos que no haya silencio.

Fotografía: Archivo fotográfico del Centro INAH Sonora, 2019

*Arcelia Pazos, nacida en Vizcaíno, Baja California Sur, es licenciada en Ciencias de la Comunicación y residente de Ensenada, Baja California, desde 2009. Concentra su observación entre estos dos puntos de la Transpeninsular y ha plasmado parte de ella en la revista El Septentrión desde su fundación en 2015. Es comunicadora gráfica y visual independiente, actriz de la Compañía Ensamble-teatro y Responsable Documental en el Centro INAH Baja California, así como participante en la comunicación y protesta de causas feministas y de justicia social en Ensenada.

Publicado originalmente en El Septentrión

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