Ilustración: Sebastián Damen
Mientras la megaminería se transformó en política de Estado, en San Juan desaparecieron 5300 chacras productivas. Aún así, existen numerosos cultivos de vid, olivo, cebolla, tomate y papa. Y nacen fincas agroecológicas en manos de agricultores familiares y campesinos. La disputa por el agua, la tierra en pocas manos y el potencial agropecuario de la provincia.
Nacida en la cordillera de los Andes, la provincia de San Juan abarca 89.651 kilómetros cuadrados y alberga una población de 818.234 habitantes. Su relieve predominantemente montañoso y serrano es interrumpido por valles que, regados por aguas de deshielo, permiten el asiento de las comunidades y el cultivo de la tierra.
Según datos del último Censo Nacional Agropecuario (CNA), de 2018, San Juan destina poco menos de 800 mil hectáreas a la actividad agrícola ganadera, lo que equivale a menos del nueve por ciento de la superficie provincial. Esto la convierte en la provincia que, a nivel nacional y en términos cuantitativos, destina menor superficie a esta rama productiva, y la segunda en términos porcentuales, después de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur.
Aunque la poca distribución de tierras para la agricultura y la ganadería parecería explicarse por el tipo de relieve y las escasas precipitaciones (menos de 100 milímetros anuales en la parte oriental), esto no es suficiente. De acuerdo con datos del CNA, en 1988, San Juan destinaba 1.204.185 hectáreas a la actividad. Es decir, en tres décadas, la superficie dedicada a esta rama productiva se redujo en una tercera parte. En el mismo lapso de tiempo, disminuyó la cantidad de establecimientos agropecuarios (EAP), que alcanzaba los 11.001 en 1988 y contabilizaba 5667 en 2018. O sea, en 30 años, la cantidad de unidades productivas se redujo más del 48 por ciento.
Estos drásticos descensos se registraron en el periodo de estimulación y puesta en marcha de la megaminería en la provincia.
Para Valeria Silva, integrante de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT), regional San Juan, a “la situación de la actividad agropecuaria en la provincia hay que entenderla dentro de un contexto megaminero, ya que la minería ocupa el lugar central dentro del desarrollo económico provincial, donde hay una asimetría con respecto a otras actividades económicas”.
Como recuerda Alicia Naveda, doctora en Ciencias Sociales, docente e investigadora de la Universidad Nacional de San Juan, en la década de 1990 las nuevas leyes de minería “posibilitaron a las grandes corporaciones mineras trasnacionales desembarcar en la provincia”, con una serie de beneficios y exenciones impositivas que transformaron el perfil productivo e impactaron la actividad agropecuaria.
Uno de esos impactos se refleja en el alto consumo de agua que exige la megaminería, según denuncian las asambleas socioambientales. “En la peor sequía de los últimos 100 años, reafirmada por la prohibición del gobierno de San Juan de nuevas concesiones de agua para uso agrícola, ¿ustedes consideran que se debe seguir dando concesiones de agua para uso minero en las nacientes de nuestros ríos?”, preguntaron a los candidatos a ocupar cargos públicos, desde la Asamblea Jáchal No Se Toca. Ahora, el alerta está sobre una ley impulsada por el gobernador Sergio Uñac, que afectaría a los regantes y que, de aprobarse, “destruirá a los pequeños productores agrícolas”, advierte la Asamblea.
Sin desconocer que, entre los obstáculos para la actividad agropecuaria se cuentan “las dificultades históricas en el nivel de riego, que actualmente, además, está atravesando una sequía”, Naveda coincide en que “más allá de las contingencias climáticas de la provincia, esto obedece a la lógica de producción del capitalismo, fundamentalmente en países periféricos, donde las grandes corporaciones vienen a extraer, literalmente, lo que les otorga grandes beneficios, en desmedro de la realidad de las poblaciones locales”.
Distribución de la tierra
En apenas el 0,59 por ciento de la superficie destinada a la agroganadería se asienta el 37 por ciento de las unidades productivas, todas con menos de cinco hectáreas, según el último CNA. Tienen, en promedio, 2,5 hectáreas cada una. El margen se amplía a menos del seis por ciento de la superficie productiva para contener al 80 por ciento de las EAP existentes, de hasta 50 hectáreas. En el otro extremo se sitúan las 16 unidades que poseen más de 10 mil hectáreas y que concentran el 34 por ciento de la tierra destinada a la actividad.
Aunque la superficie productiva mostró un leve aumento (de casi un seis por ciento) con respecto al CNA de 2002, en ese mismo periodo, las pequeñas unidades (de hasta cinco hectáreas) disminuyeron en un 40 por ciento y perdieron más del 44 por ciento de superficie. En el mismo lapso, las EAP de más de 10.000 hectáreas aumentaron de 12 a 16, pero evidenciaron una reducción del 13 por ciento de la superficie total ocupada.
Silva observa que “en la provincia persiste todavía una forma en la cual los habitantes de las zonas rurales son obreros de las fincas, viven en las casas de las fincas, pero de prestado”. Para subsistir, agrega, cultivan hortalizas y crían animales, “porque los sueldos son muy bajos”. Por eso, opina que “el gran desafío es generar oportunidades y opciones para la gente que vive en el campo, donde no son dueños de la tierra, trabajan de empleados para otros, que no son productores, que viven en las ciudades, dedicándose a otras actividades”.
El uso de la tierra
Menos del nueve por ciento de la superficie total destinada a la actividad agroganadera corresponde a cultivos, lo cual equivale a menos del uno por ciento de la superficie total de la provincia. Un análisis comparativo muestra que más de 6000 hectáreas dejaron de cultivarse desde 1988. Esta disminución de la superficie cultivada va acompañada, sin embargo, del aumento del tamaño de las unidades productivas, lo cual evidencia la concentración de la tierra, según afirma Naveda.
Este proceso, explica, se vio favorecido por la Ley de Diferimientos Impositivos de 1992, que “ponía a San Juan como una de las provincias para la transformación de la producción, en términos de riego por goteo, por aspersión; es decir, un cambio en las lógicas tradicionales de riego a manto, y que tuvo un fuerte impacto en el desembarco de capitales extraregionales, y la venta de pequeñas y medianas unidades productivas en favor de unidades más grandes”.
En la actualidad, el 69 por ciento de la superficie cultivada corresponde a cultivos perennes, entre los que se destacan viñedos y olivares. Con el auge de estos cultivos, favorecidos por “políticas públicas generadas para el fomento de las economías de grandes empresas, la producción de alimentos ha quedado aún más atrás”, señala Silva. De acuerdo con la productora, el cultivo de alimentos se concentra en Médano de Oro (departamento Rawson), pero la poca rentabilidad ha llevado a la división de fincas en parcelas o lotes que se venden para la construcción de casas de descanso, con el consecuente avance de la frontera inmobiliaria sobre territorio rural.
La vid al frente
Casi el 77 por ciento de la superficie implantada corresponde a frutales y de este porcentaje un 68 por ciento es ocupado por viñedos. El cultivo de la vid está presente en el 38 por ciento de las EAP relevadas en 2018, lo cual da un promedio de 15 hectáreas por unidad productiva, es decir, es cultivada por pequeños y medianos productores. Con más de 34.000 hectáreas destinadas al cultivo de la vid, San Juan es la segunda provincia en superficie vitivinícola, pero se encuentra muy por debajo de Mendoza, que destina casi 100 mil hectáreas más a este cultivo.
Según el informe del Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV) de 2022, el 71 por ciento de la superficie implantada con vid corresponde a variedades aptas para la elaboración de vinos y mostos, mientras el 29 por ciento restante es cultivado con variedades para el consumo en fresco o pasas. De acuerdo con el mismo informe, del total de vid para elaboración hay una predominancia de variedades tintas (38 por ciento), seguidas por las rosadas (36 por ciento) y las blancas (26 por ciento).
Más de 2000 explotaciones agropecuarias poseen viñedos en sus tierras, según datos del último CNA. Existen en la provincia 158 bodegas, siete fábricas de mosto y siete de espumoso. Casi la totalidad de vinos producidos en la provincia (más de un millón de hectolitros en 2021) se destina al mercado interno, en tanto mostos y pasas de uva son las principales exportaciones vitivinícolas.
Como en otras provincias de la región, también en San Juan los procesos de reconversión técnica, territorial y productiva “favorecieron la ampliación de las empresas más concentradas y condicionaron el empobrecimiento, el ajuste de prácticas culturales y comerciales o la exclusión del circuito de los agentes de menor escala”, afirma Pablo Tapella, en su informe para la Cátedra Libre de Estudios Agrarios Horacio Giberti.
Alicia Naveda apunta que en la década de 1980 se contaban unas 350 bodegas en la provincia y para 2019 sólo sumaban 114 empresas elaboradoras y fraccionadoras. “Esta disminución es una muestra de los procesos de concentración en pocas manos que registra la actividad, al tiempo que desaparecieron pequeños y medianos elaboradores de vino, y se asentaron en el territorio firmas de capitales externos”, expresa la investigadora.
Muchos viñateros se convierten en proveedores de materia prima para bodegas a granel o fábricas que pertenecen a grandes corporaciones, o venden su producción en fresco en los mercados locales.
Escapando a esta lógica, persisten aún pequeños productores que cultivan, fabrican y comercializan vinos. Es el caso de la familia Desgens que, en poco más de media hectárea en la localidad Dos Acequias, departamento San Martín, cultiva y cosecha las uvas con las que produce los vinos artesanales Kantaka. De acuerdo con el INV, San Juan es la provincia con mayor diversificación de varietales y este emprendimiento es una muestra: producen alrededor de 4500 botellas al año, de variedades tintas como Tannat, Ancellotta, Malbec y Montepulciano, y blancas como Pinot gris y Sauvignon Blanc.
Otros cultivos
Los olivos para aceite ocupan el 20 por ciento de la superficie destinada a los frutales, a nivel provincial, y ocupa una porción similar en cuanto a superficie cultivada con esta fruta a nivel nacional. Esto la convierte en la cuarta provincia en cantidad de hectáreas con implantaciones de olivos para aceite.
Otro cultivo que se destaca es el pistacho que, con cerca de 1200 hectáreas ocupadas, concentra el 94 por ciento de la superficie implantada a nivel nacional.
En menor medida, la superficie se destina a las forrajeras perennes (casi un once por ciento del total, dividido en alfalfa y buffel grass), y las hortalizas (casi el ocho por ciento), entre las que se destacan la cebolla, la papa, el tomate y el ajo. Según el CNA, en la actualidad, unas 878 EAP se dedican al cultivo de estos alimentos en la provincia.
Un caso sobresaliente es el cultivo del tomate como insumo industrial que, según datos oficiales, en los últimos once años aumentó de 75.000 a 272 mil toneladas. Según apunta Silva, este cultivo obedece a las lógicas del agronegocio: “Se invierte en producción de tomate, con capitales que vienen de otros lugares, incluso de empresas mineras, y que tienen un rinde grande, uno de los más altos en el mundo”. Pero, en consonancia con este modelo, utilizan agrotóxicos y producen hasta agotar los suelos.
Experiencias agroecológicas
La cooperativa Boca del Tigre también cultiva e industrializa tomates, pero lo hace desde un modelo distinto: la agroecología. Según narra Silva, esta cooperativa —que también integra—, toma su nombre de la localidad del departamento San Martín donde nació, para hacer frente al difícil contexto económico de la pandemia. Con “riego y mucha atención humana” reemplazaron los agroquímicos que no podían costear y descubrieron que “la producción tenía otro valor”.
Actualmente, la cooperativa cuenta con una sala de elaboración de conservas y alimentos, “donde la vedette es la salsa”, pero también se industrializan otros frutos de estación.
Y la cooperativa se sigue diversificando. “En abril de 2022 empezamos a preparar tierra en una finca alquilada en Pocito e hicimos nuestra primera experiencia de semillas agroecológicas y de polinización abierta”, cuenta orgullosa Silva. Rúcula y zapallito anco son los primeros experimentos que, con esta apuesta, intentan combatir la modificación genética de semillas y su hibridación.
Por el mismo modelo apuesta Tutuna, un emprendimiento familiar que, en ocho hectáreas de olivar, produce las aceitunas con las que elabora aceite, conservas y productos de fitocosmética, como cremas, ungüentos, shampoo y jabones. “Hemos aprendido que la decisión de cambiar es el primer paso”, afirma el productor e ingeniero agrónomo Esteban Santipolio, miembro de esta finca ubicada también en Pocito. El abandono de los agrotóxicos marcó el inicio de la transición a la agroecología, que continuó con la compostación del orujo (residuo de la molienda), con el que realizan un té de compost para abonar las plantas y, de esta manera, resuelven un pasivo ambiental, explica Santipolio. El control de malezas queda a cargo de los caballos que, al consumirlas, las transforman en “buenezas”, como gusta decir al productor. A esto, se suma la reserva de agua para su utilización más efectiva, la instalación de paneles solares y el empleo de la bioconstrucción.
Estos emprendimientos son dos de los 61 que utilizan prácticas agroecológicas en la provincia y que, junto con 122 EAP que emplean prácticas orgánicas y 13 biodinámicas, apuestan por una producción más amigable con el entorno.
Un modelo agotado
“Creo que el sistema de modernización de la agricultura que comenzó hace 80 años, con la incorporación de insumos externos al agrosistema está agotándose, desde todo punto de vista: ambiental, social y, sin dudas, económico”, opina Santipolio y explica que los agrosistemas van creando resistencia, de modo que cada vez se necesita más cantidad de agroquímicos, mientras su efectividad disminuye. “Con este modelo todos nuestros esfuerzos se van en agroinsumos (que están dolarizados), nos ponen en cultivos de alto costo, frágiles hasta económicamente, ya que si hay algún imprevisto —que normalmente en agricultura los hay—, nuestros ingresos no cubren los costos”, argumenta.
Al contrario, la agroecología, además de producir alimentos sanos, es rentable, afirma y ejemplifica con su experiencia: “Al no pagar la energía, los controles de malezas mecánicos o químicos, los abonos, y reducir el impacto de plagas por el origen orgánico de la nutrición, ¡bajamos los costos!, y eso hace rentable también el cultivo primario”. Para Santipolio es importante destacar que la agroecología “es una propuesta técnica”, que se puede aplicar a cualquier escala y no sólo a la huerta familiar.
Pese a los obstáculos que reconocen los productores —como la sequía y el privilegio a las actividades extractivas—, también resaltan las fortalezas. “Aún en este contexto, seguimos resistiendo y seguimos viviendo y habitando el campo”, afirma Silva y enumera a favor de los productores la capacidad de trabajo y la organización colectiva, los conocimientos sobre el suelo y el clima, la posibilidad de producir alimentos y agregarle valor y, sobre todo, la certeza de que “otro modelo es posible”.
* Este artículo cuenta con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll Cono Sur.
Publicado originalmente en Agencia Tierra Viva