Para muchos de nosotros en América Latina el «desarrollo» se asocia con –entre otras cosas– pobreza, explotación de los recursos naturales, desastres ambientales, discriminación social, dependencia económica y criminalización de la protesta.
América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo, donde el 10% de la población concentra el 71% de la riqueza. Los desastres ambientales y la crisis climática se exacerban y, como consecuencia, también la tasa de migración dentro y fuera del país. Evidentemente son los países en Latino América –denominados “subdesarrollados”– quienes se encuentran entre los más afectados por esta crisis, hecho que no es casual ya que fueron estos países los que históricamente han sido colonizados, saqueados y como consecuencia de ello empobrecidos, es el caso de Bolivia.
En teoría, la idea de desarrollo –creado como algo positivo en el imaginario social y promovido por nuestros gobiernos y los sectores privilegiados– debería traer beneficios en términos de inversión económica y avances tecnológicos. Proyectos agrícolas, hidrocarburíferos, monocultivos, proyectos mineros e hidroeléctricos se presentan como iniciativas que generarán ingresos regionales, empleo local e innovación tecnológica. La realidad es que muchas economías de la región siguen dependiendo de la exportación de materias primas (cada vez más a China), que en última instancia, están destinadas a satisfacer el apetito de consumidores en los países denominados desarrollados. En Bolivia, por ejemplo, las áreas protegidas están siendo abiertas a la perforación de pozos para extraer petróleo y gas, poniendo en peligro la existencia de las comunidades indígenas, sus derechos y la biodiversidad.
Las consecuencias de este tipo de proyectos son devastadores, el año pasado en Brasil el colapso del dique de contención de la minera Samarco, que formó una riada de 62 millones de metros cúbicos de lodos tóxicos alcanzando áreas pobladas. Grandes extensiones de bosques vírgenes de América del Sur han sido devastadas para sembrar cultivos transgénicos de soja para el mercado mundial de carne. Y existen muchos ejemplos más al respecto.
América Latina encabeza la lista global en explotación minera, y es la segunda región en el mundo con reservas de petróleo. Creemos que no es coincidencia que los gobiernos que han tratado de resistir a la extracción de recursos naturales para el beneficio de los intereses extranjeros han sufrido algún tipo de intervención militar, y han sido sustituidos por gobiernos dispuestos a permitir el acceso a recursos y mano de obra barata.
Naomi Klein ha escrito sobre la forma en que el golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende fue rápidamente seguido por una dosis masiva de «doctrina del shock», con la privatización de las empresas estatales, el recorte del gasto público y la apertura de las barreras comerciales. A lo largo de los años 80 y 90, regímenes flexibles acompañaron las políticas de ajuste estructural del Consenso de Washington, que fueron diseñadas para liberalizar el comercio y la inversión.
Las comunidades que se encuentran directamente afectadas por los proyectos extractivos, han determinado resistir, lo que las expone a una mayor represión y criminalización. Los conflictos mineros son moneda corriente en todo el Perú, mientras que América Latina también encabeza la lista del número de asesinatos de activistas ambientales, con la mayoría de las muertes vinculadas a mega-proyectos para la explotación de materias primas. Ese fue el caso de la líder indígena Berta Cáceres, que murió a tiros después de organizar la resistencia a la represa de Agua Zarca.
Pese a todo, existe un discurso que desafía el concepto de desarrollo económico en América Latina, el Vivir Bien. Esta idea debe mucho a la mirada y prácticas de los pueblos indígenas. Muchas de esas comunidades en Bolivia han conservado la propiedad comunitaria de su territorio, así como la gestión colectiva de sus recursos. Hay ejemplos en los que el acceso a la tierra y a los servicios básicos que son garantizados por este modelo de gestión se constituyen en un baluarte en contra la dinámica de comercialización y privatización, que a menudo conducen a la desposesión y generan desigualdades. Sin embargo, llevar esta idea a la práctica conlleva muchos desafíos que deberían ser superados para ir más allá del discurso.
El concepto de «vivir bien» no es sinónimo del modelo de crecimiento y consumismo que el modo actual de “desarrollo económico” trae consigo, y que cada vez más demuestra que no representa los verdaderos indicadores del bienestar. El desarrollo económico bajo su modelo actual no sólo ha traído más consecuencias negativas que beneficios a América Latina, sino que también ha puesto en riesgo al planeta con los impactos acelerados del cambio climático, algo muy evidente en toda la región, y especialmente en Bolivia.
Es hora de buscar formas alternativas de vivir que no reproduzcan relaciones de poder coloniales y capitalistas, a costa del sometimiento y explotación de la mayoría de los seres humanos por ser mujeres, indígenas o de color de sectores empobrecidos, además de la destrucción de nuestros ecosistemas como parte del orden natural de las cosas.