Por las familias jornaleras: Alianza Campo Justo

Tlachinollan

Es muy triste ser jornalera agrícola. Yo empecé a trabajar desde los 11 años, porque en ese tiempo le ayudé a mi abuelita en lo que más necesitábamos, que era la comida. Hasta la fecha sigo como jornalera, sufriendo todo el tiempo, porque es un trabajo donde entregas la vida y hasta pierdes a tus hijos. Yo perdí una bebé de 20 días de nacida, cuando íbamos en el camión del estado de Sinaloa a Baja California. Siempre vamos apretados. En los dos asientos van de tres a cuatro personas, y muchos parados. Nosotros íbamos hasta atrás. El autobús no estaba en buenas condiciones y no llevaba aire acondicionado. Se calentaba. Es un lugar donde el sol te quema todo el tiempo. La bebé ya no pudo respirar con tanto calor que hacía. Gritamos al chofer, pero no nos escuchó. Ya no pudimos salir por tanto apretujón. Me duele mucho recordar que en mis brazos murió mi bebé. Al bajar en Santa Ana, Sonora, el chofer nos dijo con coraje, cuando les reclamamos de que no se paró: “Aquí ustedes tuvieron la culpa”, yo le respondí: “¿Qué voy hacer si vamos encimados, con muchas personas que van paradas, y nosotros hasta atrás?”. Nos ignoró y ahí nos dejó.

Llegando a Santa Ana, todavía corrimos al centro de salud, pero mi hijita ya no resistió. Lo único que hicimos Felipe y yo, fue ponernos a llorar. Estaba cerca una iglesia, donde la gente nos ayudó a sepultar a nuestra bebé. Nos apoyaron como si fuéramos su familia, porque nos dieron de comer, y hasta pagaron nuestros pasajes para llegar a Tlapa.

Cuando trabajamos en el campo nuestros demás niños, casi hacen lo mismo, la única diferencia es que nosotros recibimos un sueldo y ellos nada. Nos ayudan a recolectar frutas, verduras, tomate, chile, lo que sea, pues no hay guardería para ellos, no hay escuela y no hay quien los va a cuidar. No nos queda de otra, solo que estén con nosotros en el campo. Es muy difícil trabajar con nuestros hijos en el surco. Las niñas cuidan a sus hermanitas, o si no, la mamá carga a su bebé para que siga trabajando.

Hace 15 días estuvimos trabajando en Arandas, Jalisco y así lo hicimos. Cargamos a nuestros hijos en el trabajo, porque no hay donde dejarlos. Así andamos, y como ellos no pueden estudiar, es imposible que lleguen los maestros hasta nuestra comunidad. Estamos sin información, no sabemos cuándo van a reiniciar las clases. Por eso, nos llevamos a nuestros hijos, que nos ayudan a sacar el trabajo del patrón, quien gana más y nosotros seguimos igual. Por ejemplo, un kilo de tomatillo está valiendo 15 pesos en la tienda y la cubeta de 20 litros la están pagando en 5 pesos; una arpilla pesa 35 kilos y ganamos entre 20 o 22 pesos. Llegamos a sacar como máximo 10 arpillas con todo y nuestros hijos.

En Arandas, no hay agua para bañarse, no hay una casa que esté en buenas condiciones para rentar. Más bien, no lo quieren hacer porque nos discriminan. Solo hay bodegas para almacenar fertilizante o guardar maquinaria. En estos lugares nos rentan con un precio de 4 mil a 5 mil pesos. Como son bodegas, nos conviene porque entramos más familias y nos repartimos el pago. Lo malo es que no alcanza el agua para bañarse ni para echarle a la taza. Cerca de ahí hay un río, donde escurre el agua del drenaje, donde muchas familias lavan sus ropas y se bañan. Para la comida tenemos que comprar botellones. Ahora que me acuerdo, hace diez días una señora que estaba trabajando, tuvo el dolor de parto. Ahí mismo, se alivió porque ya no hubo oportunidad de llevarla al hospital. Además, no hay dinero para que la atienda un médico. Y no vas a creer, al siguiente día, como no había quien se quedará con ella, se tuvo que ir al campo y ahí reposó debajo de una camioneta. A los tres días, empezó a trabajar.

En estos años, también he visto que muchos niños han muerto por accidentes en los campos. Lo que pasa es que como padres, al tener varios niños chiquitos, la más grandecita cuida a sus hermanitos, pero no es lo mismo. Porque al jugar no se dan cuenta que la máquina, que anda en los surcos, los puede atropellar. También se han dado casos donde los niños se intoxican con el veneno que les ponen a las ratas. Como juegan con la tierra y ven que hay alimento tirado lo agarran y se lo comen. Hay varios niños que han muerto, por intoxicación y por accidente. El patrón en lugar de ayudarlos se enoja y nos reclama “¿Por qué trajiste a tus hijos? Eso es culpa tuya”. En una ocasión, a punto estaba de morir una de mis niñas, tenía ocho meses. En esa ocasión estaba con mi esposa en Colima. Como siempre lo hacemos, llevamos a nuestros hijos al campo. Mientras andábamos en los surcos, le picó el alacrán. Nos dimos cuenta cuando nos avisó su hermanita de cinco años. Ese día tuvimos que pagar 2 mil 500 pesos por la inyección, aparte lo del taxi. Dios es muy grande, porque la niña se salvó. En cambio, he visto dos casos, donde un niño perdió la pierna cuando la pipa entró a rociar el campo y lo atropelló. Ese niño tiene como 20 años, y se quedó discapacitado. En León, Guanajuato, una niña estaba en la orilla del surco, y de repente un camión pasó encima de ella. Era el segundo del patrón, y como todos vimos, no les quedó de otra que pagar. Solo recibió 5 mil pesos por parte del chofer y no hubo de otra que sepultar a la niña en un panteón de León. Ese dinero no alcanzó ni para los gastos de la sepultura.

Son dos relatos de Felipe y Rosalba, un matrimonio de la comunidad Na’Savi de Joya Real, municipio de Cochoapa el Grande, quienes desde hace 20 años deambulan con sus hijos, como jornaleros agrícolas en varios estados del país. Su precaria situación la comparten cerca de 3 millones de personas que trabajan en el campo, de las cuales, el 99% viven en condiciones de pobreza, marginación y desigualdad social y económica, a causa de su bajo nivel de ingreso.

El trabajo agrícola es por naturaleza físicamente demandante, ya que implica largas jornadas laborales en las que las personas trabajadoras del campo están de pie por largos periodos de tiempo. Además, los riesgos de accidentes aumentan con la fatiga, el terreno difícil en los que laboran las personas jornaleras, así como por la exposición a plaguicidas y la falta de acceso a servicios de salud básica. Aunado a esto, la mayoría de las y los jornaleros trabajan de manera temporal, sin contrato, y por estaciones, lo que conlleva a una constante movilidad y migración entre estados, generalmente de familias enteras. Además de asentamientos de población jornalera locales en diferentes entidades. En los trabajos del campo, también hay un importante número de niñas, niños y adolescentes, así como mujeres y mujeres jóvenes con menores de edad.

Este año, la pandemia por Covid-19 visibilizó a nivel global la relevancia de las y los trabajadores esenciales, quienes no tuvieron oportunidad de parar ante la crisis sanitaria y económica, como es el caso de las personas jornaleras y trabajadoras agrícolas, quienes siguieron trabajando para que los alimentos llegaran y sigan llegando a nuestros hogares. Asimismo, la pandemia, evidenció también la triple vulnerabilidad a la que esta población está expuesta por la falta de garantía a sus derechos, por las condiciones de desigualdad permanente en la que viven y por la falta de reconocimiento de su trabajo como esencial para la vida humana y supervivencia.

En este contexto hemos emprendido una campaña nacional que tiene como objetivo, lograr la aprobación de un salario mínimo profesional para las y los jornaleros agrícolas de México, por parte de la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (CONASAMI), dependiente de la Secretaría del Trabajo. Para ello, nos hemos coordinado con personas jornaleras promotoras de derechos humanos, la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas (REJJA) y Fundar, Centro de Análisis e Investigación, para conformar la Alianza Campo Justo. Se trata de exigir a las autoridades que garanticen los derechos de las familias y personas jornaleras, en particular la exigencia puntual de un salario mínimo profesional, que permita dar un primer paso en el reconocimiento de los derechos de las personas jornaleras y la garantía de condiciones dignas de vida.

Por ello, exhortamos al Consejo de Representantes de la CONASAMI, para que incluyan la propuesta de fijación de un salario mínimo para personas jornaleras en sus sesiones de este año, y de esta forma se dé cumplimiento a la obligación establecida en el artículo 280 Bis de la Ley Federal del Trabajo que se reformó desde mayo del 2019.

Resulta urgente que las políticas públicas orientadas a la población jornalera y a sus familias aseguren y garanticen sus derechos humanos, pues las estrategias implementadas hasta ahora, no han logrado revertir las desigualdades estructurales en las que laboran. Desde la Alianza Campo Justo hacemos un llamado al gobierno de México, de pasar del dicho al hecho, y reconocer los derechos de las personas jornaleras, que con su trabajo llevan alimento a millones de familias en nuestro país y el extranjero. Es urgente reducir la brecha de la desigualdad social y proteger a las familias más vulnerables en este tiempo de la pandemia. No podemos permitir que los trabajadores esenciales, sean mal pagados y que a costa de sus vidas las familias de las ciudades tengan alimentos, mientras ellas y ellos siguen cercados por el hambre.

Publicado originalmente en Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”

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