Es exactamente la misma geografía de la guerra que vivió el Perú en la década de 1980: los Andes frente la Costa, las comunidades y pueblos aymaras y quechuas enfrentados con un Estado genocida. Pero son también los mismos actores: los pobres de la sierra frente a la opresión de cinco siglos, como sucedió en todas las revueltas andinas, desde el Taki Onqoy en el siglo XVI, décadas después de la conquista, hasta la revolución de Tupa Amaru II en 1780.
Lo que está en juego, como lo evidencia la protesta en Andahuaylas, Ayacucho, Cuzco, Apurímac, Puno…, es algo mucho más profundo que la rabia ante la torpeza de Pedro Castillo y la reacción de la ultraderecha y las clases dominantes. En el tiempo largo, es el eterno retorno de las clases y pueblos oprimidos, de la humillación y el desprecio de siglos que tan acertadamente retratara José María Arguedas en sus trabajos, que son mucho más que novelas.
En el tiempo corto, es el colapso del sistema político en su conjunto, desde el miserable Congreso poblado de corruptos y torturadores hasta el aparato de justicia cómplice de todos los atropellos imaginables. Por eso se pronuncia, aquí y allá un “que se vayan todos” aún no sabiendo lo que viene después que, si nos atenemos a las sucesiones “legales”, esas que bendicen la OEA y el Comando Sur, no puede sino ser más de lo mismo.
En los hechos, estamos ante la más violenta y abarcativa represión desde la caída del régimen dictatorial de Alberto Fujimori (1992-2000), con más de veinte muertos y cientos de heridos graves. Estamos ante la mayor movilización nacional en el Perú, que no sólo incluye los Andes del Sur, sino todo el país, desde la Amazonía hasta la Costa. Es posible que Castillo haya sido el tapón, in dique de contención que contenía la rabia y la indignación, como señaló José Carlos Agüero en su nota titulada “Desprecio”.
Es imposible saber lo que va a suceder en las próximas semanas. Lo único seguro, lo que salta a la vista para cualquiera, es que los pobres y los pueblos originarios del Perú nunca estuvieron desmovilizados. Aprovecharon la campaña electoral y la aparición de un candidato “como ellos”, un Pedro Castillo de sombrero y habla andina que luego los defraudó, para meterse en la coyuntura y exigir lo que siempre exigen: respeto a su dignidad de pueblos.
Esa dignidad que los hizo resistir y sobrevivir a cinco siglos de despojo y guerras de arriba, con la esperanza arguediana de construir un Perú donde puedan convivir “todas las sangres”.