“La ciudad está rodeada de pasivos ambientales, es decir socavones, cerros de desechos mineros, embalses de aguas muertas envenenadas con arsénico u otras sustancias usadas para separar los metales del material inutilizable”.
La ciudad peruana Cerro de Pasco se estableció a más de 4,300 metros sobre el nivel del mar para explotar sus ricos yacimientos de oro y plata. Fue fundada a inicios de la época colonial en los Andes y hoy toda su jurisdicción está plagada de focos de contaminación que nadie se ha ocupado de mitigar.
Hay lagunas de aguas envenenadas con residuos del procesamiento de los minerales y montañas de desechos mineros con restos de metales pesados. Sus habitantes se quejan de que las calles y caminos sin asfaltar están impregnados de partículas provenientes de las minas que se levantan con el paso de los vehículos. Estas van a parar a los pulmones, al agua, a los pastos y a sus alimentos para ir corroyendo la salud de los que allí respiran, poco a poco.
Esta herencia envenenada de la actividad minera de Cerro de Pasco se ha agravado desde que a mediados del siglo pasado se pasó de la explotación en socavón a la de tajo abierto. Un tajo que, con unos dos kilómetros de largo y hasta 400 metros de profundidad, ha engullido barrios enteros y ha partido en dos la ciudad, una parte de la cual se asoma a un abismo que amenaza con seguir avanzando.
“Como no han existido estudios científicos, la mina decía que era falso, que no había contaminación”, asegura Jaime Silva, regidor de Medio Ambiente de Simón Bolívar, uno de los tres distritos de la ciudad. Sin embargo, a partir de la década pasada empezaron a realizarse estudios en los que se detectó la presencia de metales pesados como el plomo en la sangre de sus habitantes, sobre todo en los niños y niñas. Estos estaban muy por encima de los niveles recomendados por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, tomado como referencia. Esos informes pronosticaron hace una década que los menores pronto comenzarían a enfermarse. Y así ha sido.
Cecilia Chamorro vive en Paragsha, un barrio situado en la parte baja del tajo. Su casa está a apenas 15 metros de una gigantesca montaña de tierra formada por desechos mineros. Al igual que otros niños de la zona, a sus dos hijos se les diagnosticó hace unos años plomo en la sangre por encima del límite de 10 microgramos por decilitro.
Al mayor, que ahora tiene 12 años, se le hizo un análisis por primera vez cuando tenía dos años, en un estudio realizado por la Universidad italiana de Pisa. Según el resultado, su sangre contenía una presencia de plomo de 23 microgramos. En una prueba realizada en 2012, el registro bajó a 16 microgramos. Pero esta reducción no ha supuesto ninguna mejora en su salud.
Desde que tenía apenas cuatro años, el niño comenzó a sangrar por la nariz. “Hay momentos en que se calma un mes, 15 días, una semana… y empieza otra vez a sangrar y así sucesivamente”. No es un sangrado nasal normal, explica Cecilia, sino que “son como coágulos”.
Conforme creció, su madre notó que ese no era ni siquiera el mayor de los males, ya que el menor tiene problemas psicomotrices. “Tropieza a cada rato, se cae, es medio torpe en el habla”, pues se le traban algunas palabras, y en la vista, que ha ido empeorando con los años.
Últimamente, se ha añadido otra preocupación a su lista: “Creo que tiene problemas en los riñones. Se queja de dolores en esa zona”.
Su otra hija, de ocho años, también empezó a sangrar por la nariz a los tres años y pesa poco para su edad, a pesar de que ha subido un poco en los últimos años. “Comenzó a bajar de peso y hasta los cinco años no pasaba de 10 kilos”, dice Cecilia. Ahora pesa 17.
Para colmo, tiene problemas de retención que afectan notablemente su rendimiento escolar hasta el punto de que no ha aprendido a leer. “Aunque los profesores tratan de animarla, se siente cohibida, no participa por el hecho de que no puede leer. Eso no la deja desarrollarse”, dice.
Sobre cuál cree que es la vía por la que se han contaminado sus hijos, Cecilia asegura que es “todo”, desde el aire que respiran hasta los alimentos que comen. “El agua que sale del grifo es amarilla. Si le pones un filtro sigue amarilla. La hervimos, pero de todas maneras esto no sirve”.
Y es que las cuencas de los ríos y otras fuentes de agua de la zona están también contaminadas. Según los análisis realizados, “el agua de consumo tiene tres metales identificados que sobrepasan los parámetros: plomo, cadmio y hierro”, informa el teniente de alcalde de Simón Bolívar, Hugo Rojas.
“Como están abiertos tanto los canales como el reservorio, es ahí donde la polución de estos metales llega por el aire y toda la población de Pasco tomamos agua contaminada”, dice Rojas. Ese agua la usan “para la comida, las manos, los dientes, la ropa…”, según Cecilia.
Los niños son los más vulnerables a la contaminación por plomo, ya que a menudo tocan la tierra y el suelo y luego se llevan la mano a la boca sin lavarse. También son los más sensibles, ya que su organismo, al estar en desarrollo, lo asimila más y con mayor rapidez.
Rojas asegura que desde el año 2000 se han detectado más de 2,000 niños infectados con plomo en la sangre solo en Simón Bolívar, donde habitan unos 15,000 de los 85,000 habitantes de Cerro de Pasco. Los análisis también han encontrado otros siete metales pesados en los menores de la zona: arsénico, aluminio, cadmio, cromo, níquel, selenio y manganeso.
“Los efectos son hemorragias nasales, anemia, pérdida de apetito… Pierden sus defensa y como consecuencia tenemos que estos niños se duermen en la escuela, pierden el año escolar, ya no quieren salir a jugar…”, dice el teniente de alcalde. Eso, como mínimo: “ahora tenemos un promedio de 60 niños en estado crítico, en silla de ruedas”.
Gracias a la minería, Cerro de Pasco fue durante muchos años la segunda ciudad en importancia del país, después de Lima. Durante el Virreinato se instauró en ella la Casa de la Moneda, para acuñar los cuatro reales de Pasco. Y ni siquiera sus más de 4,300 metros sobre el nivel del mar impidieron que durante los siglos XIX y XX tuviesen allí sucursales las mejores tiendas del país.
Sin embargo, señala Juan Escalante, gerente de Medio Ambiente de Simón Bolívar, Cerro de Pasco es “el ejemplo en todo Perú de cómo no debe hacerse la minería”.
Más de cuatro siglos de explotación no han traído prosperidad a su población, la mayoría de la cual sigue en la pobreza. Gran parte de las carreteras y pueblos circundantes está sin asfaltar, carecen de agua potable y las áreas verdes brillan por su ausencia. En su lugar, la ciudad está rodeada de pasivos ambientales, es decir socavones, cerros de desechos mineros, embalses de aguas muertas envenenadas con arsénico u otras sustancias usadas para separar los metales del material inutilizable… Recursos abandonados y contaminantes. “Tenemos 23 pasivos ambientales en Simón Bolívar y 423 en todo Pasco a los que no dan solución”, dice Escalante.cerro-pasco2
Muchos de ellos se encuentran pegados a sitios poblados, como el desmonte de Paragsha. Solo un camino sin asfaltar separa esta acumulación de tierra de varias hectáreas de las primeras casas del barrio. Entre ellas la de Cecilia Chamorro. “Eso antes era verde. Cuándo éramos pequeños íbamos a cazar con mis hermanos animales pequeños”, recuerda la mujer, que se queja de que ahora en su vecindario no hay parques como en otros lugares. “Aquí la empresa ha ido explotando, explotando, pero no ha habido desarrollo en la ciudad”.
La primera empresa que extrajo de forma industrial en Cerro de Pasco fue la estadounidense Cerro de Pasco Copper Corporation, en 1901. Y lo continuó haciendo hasta 1974, cuando las minas del país fueron nacionalizadas por la dictadura militar de corte socialista de Juan Velasco. En 1999, fueron privatizadas de nuevo y adquiridas por Volcan, una empresa de capital peruano. Con la venta de las minas se creó una empresa estatal, Activos Mineros, con dotación económica para resolver los pasivos mineros dejados hasta entonces por esta industria. Parte de la responsabilidad de mitigar dichos pasivos en Cerro de Pasco es de ella y la otra parte de la actual propietaria Cerro Sac, una subsidiaria de Volcan, que ha seguido contaminando.
La extracción está momentáneamente paralizada debido al ciclo de precios bajos de los minerales, pero Cerro Sac está reaprovechando los restos de metales que quedaron entre los residuos que con las antiguas tecnologías no se habían podido procesar. En el desmonte de Paragsha se observan, desde la altura de un cerro cercano, varias excavadoras hundiendo sus palas en el suelo y cargando camiones.
“Estamos rodeados por la contaminación. Hasta los animales que comemos. ¿De dónde comen? Del campo contaminado”
“Están removiendo la tierra y todo el polvo que desprenden está llegando a la población”, dice Silva. “De noche se hace mucho más intensivo el trabajo, la gente que vive al costado siente un olor muy fuerte y escucha los motores que están encendidos”.
Jesús Cristóbal es director de la escuela de primaria de Quiulacocha, una comunidad campesina situada a escasos tres kilómetros del núcleo urbano de Cerro de Pasco. Asegura que “el bajo rendimiento afecta a casi la totalidad de los alumnos” del centro.
“No se encuentran tan predispuestos anímicamente. Se sienten decaídos. Hay algunos que vienen con sueño”, dice. “Se ve reflejado incluso en la educación física. En su mayoría, no están predispuestos a correr, a saltar. Posiblemente tiene que ver mucho la contaminación”.
Las sospechas de Cristóbal apuntan sobre todo al relave que se puede ver a escasa distancia desde el muro trasero de este centro educativo. Se trata de un embalse donde el vertido de las aguas usadas por la minería lo ha convertido en una laguna envenenada, de un fuerte y poco natural color cobrizo, donde no hay rastro de vida acuática. En los escasos 100 metros que lo separan de la comunidad, pastan unas ovejas y camiones de carga pasan constantemente por un camino de tierra.
Cristóbal admite que sus alumnos faltan constatemente por enfermedades, mareos o dolores de cabeza y tienen un número anormalmente alto de alumnos con algún tipo de deficiencia mental. “En cada salón contamos con uno o dos alumnos” con esta anomalía de las funciones psicológicas, aclara.
Dos madres que han acudido a la puerta del colegio a recoger a sus hijos y que no quieren dar sus nombres, critican también el nivel de contaminación del pueblo y aseguran que ha afectado a sus hijos, los cuales sufren sangrados nasales entre otros problemas.
Una de ellas perdió uno de sus cuatro hijos hace siete años, teniendo este seis, después de que los análisis le detectaran un nivel de plomo en la sangre de 18 microgramos. Explica que la dolencia que acabó con su vida actuó con rapidez: “en abril se me enferma y en octubre fallece. Tenía dolores en los pies, pérdida de apetito, sangraba por la nariz, le salieron moretones por la piel. Estaba débil”, recuerda. Cuando inquirió a los médicos por las causas de la enfermedad le dijeron que era porque vivía “al lado de una zona minera”.
“Estamos rodeados por la contaminación. Hasta los animales que comemos. ¿De dónde comen? Del campo contaminado. Ese alimento estamos comiendo”, dice.
Solo una parte del relave de Quiulacocha tiene agua todavía, la mayoría se ha secado y es ahora una enorme planicie de tierra que parece regada de cal blanca. Un olor pestilente llega cuando sopla el viento desde esa dirección. Justo en el otro extremo de esta laguna medio desecada, se encuentra la comunidad de Champamarca, al pie del pasivo ambiental más grande de Cerro de Pasco y, según Hugo Rojas, de Perú: el desmonte Excélsior.
Esta montaña artificial formada por desechos mineros y de nombre tan glamoroso, explica Rojas, “tiene una extensión de 15,000 hectáreas”, en las que se amontonan “todos los residuos del tajo abierto y de las minas a cielo cerrado”.
Champamarca empieza justo donde acaba el desmonte, que se alza varios metros sobre sus casas. La geomalla verde puesta sobre la pendiente del desmonte para supuestamente evitar la contaminación parece una broma de mal gusto. La malla deja varias partes sin cubrir, con el tiempo se han abierto huecos en su superficie y además, solo se encuentra sobre la parte visible desde el pueblo. La superficie de la parte alta del cerro está completamente expuesta.
“Emana gases en los meses de invierno y en verano emite polvos tóxicos que llegan a las viviendas. Cuando llueve por la mañana y en la tarde empieza a solear, se produce el olor en el momento de la evaporación”, detalla Rojas.
“Vivimos abrazados a esto, pero el gobierno central ni caso nos hace”, comenta el representante de la comunidad ante el distrito, Elmer Castro. “Acá había 200 niños con alto porcentaje de plomo en la sangre, aunque algunos se fueron a vivir a otros sitios.Muchas familias han emigrado por motivos de salud”.
Castro sostiene que la mole de desechos mineros no es su única fuente de enfermedades: “Bebemos el agua sucia que viene del río, sin potabilizar. Viene con pelo, con excremento… La mayoría de los niños acá se enferma del estómago y los adultos también”.
Él, al igual que el resto de habitantes de la zona, es consciente de la importancia de la mina para la economía de Cerro de Pasco, pero la escasa preocupación ambiental de las empresas que se han sucedido en la zona y el nulo celo fiscalizador del gobierno para hacer cumplir las normas le desesperan: “Yo he pedido que por lo menos palien esta contaminación con leche. Media caja de leche semanal por persona. Pero ni eso”.
Gracias a los estudios llevados cabo con la colaboración de instituciones extranjeras, como la Universidad de Pisa y los CDC estadounidenses, en 2012 al Gobierno peruano no le quedó más remedio que declarar la emergencia ambiental roja. Esto le obligaba a llevar a cabo una serie de acciones contra la contaminación.
“Gracias a nosotros las ciudades han crecido y se han desarrollado, pero nosotros no hemos tenido el desarrollo correspondiente”
Tras seis meses la emergencia terminó. “Nos dimos con la sorpresa de que el ministerio del Ambiente, a través de un informe, indicaba que había cumplido un 92 por ciento de esas acciones”, cuenta Juan Escalante, gerente de Medio Ambiente. No obstante, en Cerro de Pasco no vieron esos avances.
“Conformamos una comisión técnica, revisamos el trabajo de campo y llegamos a la conclusión de que el cumplimiento sólo había sido de un ocho por ciento”, añade el gerente.
Esto empujó a los vecinos de Simón Bolívar a llevar a cabo el año pasado una marcha de protesta hasta Lima. Allí consiguieron arrancar un proceso de diálogo con el Gobierno que ha empezado a arrojar algunos frutos. Se va a ayudaren la reubicación de cinco familias con casos graves de plomo en la sangre en niños, incluida la de Cecilia Chamorro, aunque la asistencia se limita a los seis primeros meses tras el reasentamiento.
El Ejecutivo también se ha comprometido a remediar definitivamente los casos del relave de Quiulacocha y del desmonte de Excélsior con la reforestación de estas áreas, a construir una clínica de desintoxicación de metales pesados en una reserva natural cercana, a llevar agua potable a las comunidades campesinas y a fortalecer los centros de salud locales.
En la escuela de Quiulacocha se terminó de construir hace unas semanas un comedor cubierto. Ahora los alumnos ya no tienen que comer a la intemperie, a merced de las partículas de metales que trae el aire del relave, de los desmontes o de los propios caminos de tierra.
“Conseguimos cosas pero sentimos que no es suficiente, porque tenemos a un pueblo de Pasco que por años ha aportado al resto del país”, reclama Escalante. “Gracias a nosotros las ciudades han crecido y se han desarrollado, pero nosotros no hemos tenido el desarrollo correspondiente”.
Texto publicado en Resumen Latinoamericano