Perú: Golpe de Estado fallido y triunfo de la ultraderecha

Raúl Zibechi

El breve gobierno de Pedro Castillo, un año y cuatro meses, terminó tan mal como su propia y desvariada gestión. Llegó a la Casa de Pizarro en ancas de una potente movilización andina. Los excluidos del Perú creyeron ver en el maestro rural y dirigente sindical, que protagonizó una larga y exitosa huelga en 2017, a uno de los suyos. Por su forma de hablar, por su sombrero y sus modos.

Pero sobre todo por su promesa de salirse del modelo neoliberal y convocar una Asamblea Constituyente que redactara una nueva Carta para sustituir la heredada de la dictadura de Fujimori. Aunque inició su gobierno en alianza con partidos de izquierda, ya que su fuerza electoral (Perú Libre, definida como marxista-leninista) estaba en franca minoría parlamentaria, pronto estallaron conflictos internos que llevaron a la ruptura.

Luego hizo cambios inexplicables, nombrando ministros corruptos o golpeadores, varios de ellos procesados por corrupción. Hizo pactos oscuros, dio marcha atrás en varias ocasiones luego de tomar decisiones aparentemente inamovibles, al punto que en poco más de un año de gobierno realizó numerosos cambios ministeriales, nombrando más de 80 ministros. Su gobierno fue a la deriva, dilapidó el apoyo político con el que llegó al gobierno y, en un remate propio de su incompetencia, cerró el Congreso y terminó preso en la misma cárcel donde se aloja Fujimori.

Su estilo de gobierno le dio alas a la ultraderecha que intentó derribarlo en el Congreso en cuatro oportunidades, espacio que controla desde la elecciones de 2021. El parlamento presidido por el ex general Williams Zapata, acusado de violación de los derechos humanos, cuenta apenas con el 8% de aprobación popular, según las encuestas.

La ultraderecha, que en las urnas se alineó con Keiko Fujimori, consiguió lo que se proponía, y es la gran vencedora por lo menos en el corto plazo. Nunca aceptó la presidencia de Castillo, estaba empeñada en derribarlo y probablemente lo hubiera conseguido en la votación que el mismo 7 de diciembre se iba a realizar para destituirlo por “incapacidad moral permanente”, una figura etérea que se presta a casi cualquier interpretación.

Lo cierto, es que el “suicidio político” de Castillo, como lo evalúa Rocío Silva Santisteban, defensora de derechos humanos y ex congresista por el Frente Amplio, es el peor corolario incluso para su errática gestión. Refleja, en todo caso, las enormes dificultades que presente la gobernabilidad en un país que parece marchar a la deriva.

En efecto, la sucesión de gobiernos interrumpidos y de presidentes procesados por corrupción revela la incapacidad de las elites de gobernar el país, drama al que se sumó alegremente Castillo.

Es cierto, como reconoce la central sindical CGTP en un comunicado del 7 de diciembre, que “la constante inestabilidad política, social y económica en el Perú tiene raíces en la espuria Constitución de 1993”. Pero la redacción de una nueva Constitución no puede resolver estos problemas porque, como lo acaba de mostrar Chile, antes deberían ser derrotadas las fuerzas neoliberales incrustadas en todas las instituciones y que dominan la economía.

El camino de los pueblos no parece estar en las desprestigiadas instituciones estatales, toda vez que Castillo es el sexto presidente procesado por corrupción desde 2001. Estos días las rondas campesinas y diversas organizaciones populares comenzaron movilizaciones contra el Congreso y la nueva presidenta, pero sobre todo contra el poder estatal copado por la ultraderecha fujimorista.

En la Amazonía peruana, los pueblos wampis y awajún crearon sendos Gobiernos Territoriales Autónomos como modo de defenderse del extractivismo y de las mafias para-estatales. El primero data de 2015, cuando las 65 comunidades del pueblo wampis se reunieron en una asamblea general para auto-reconocerse como gobierno. El segundo nació en 2021, cuando representantes de 70 mil awajún proclamaron su propio gobierno.

Este otro camino, el de las autonomías de hecho, está en plena expansión porque es cada vez más claro que incrustarse en el Estado no es lo que permite procesar cambios, sino la decisión de los pueblos de tomar el destino en sus manos.

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