foto: Nicolás Tavira / Unión de Periodistas
La realidad es contundente: la impunidad es un reflejo perfecto de un conjunto de acciones y omisiones gubernamentales que, en el caso de los periodistas molestos al régimen y a los criminales, dejan que éstos hagan un trabajo sucio por el que no se les va a castigar. El paradigma de esta perversa simbiosis o malhadado quid pro quo (políticos/criminales) de regla no escrita, lo explicó bien Javier Duarte como gobernador con la plenitud de su poder omnímodo como gobernador de Veracruz ante el asesinato de Rubén Espinosa, fotógrafo de Proceso, en 2015: “si los periodistas son asesinados o agredidos por criminales, es porque se portan mal…”
Quizá el inicio de la pesadilla para el periodismo de nuestro país, en cuanto a la violencia y la muerte provenientes del narcotráfico y el crimen organizado, se remonta al 30 de mayo de 1984 con el asesinato de Manuel Buendía.
Hace casi treinta y tres años que el país atisbó por vez primera, en una dimensión inédita, el alcance de la penetración de la criminalidad en el Estado mexicano: su muerte buscó acallar la denuncia sobre las complicidades de funcionarios del gobierno con el narcotráfico. Una película que ahora no tiene nada de extraño, pero que el mero planteamiento tras bambalinas y aun antes de hacerlo público, hizo que se silenciara su actividad con sicarios bajo la nómina de la policía política (Dirección Federal de Seguridad de la Segob) involucrada en el negocio criminal. De hecho, Miguel Ángel Granados Chapa, calificó el asesinato de Buendía como el primero de la narcopolítica en México.
Desde entonces, no sólo han corrido ríos de tinta de imprenta describiendo y analizando un fenómeno que nos tiene hundidos en el marasmo de la impotencia. También por desgracia, ha corrido sangre, y mucha. Los periodistas han sido víctimas directas, además de colaterales en forma excepcional, de la violencia que se ha asentado en el país.
El asesinato de Javier Valdez en Culiacán, Sinaloa, casi a las puertas de su semanario, Ríodoce, ocurrido el lunes 15 de mayo, se suma al de Miroslava Breach, en marzo pasado, y a un largo recuento de periodistas y también de activistas sociales. Ambos sectores son la primera línea de atención en el seguimiento de la violencia que también los ataca.
El recuento sexenal de periodistas muertos en México son parte de una realidad compleja que sólo la mezquindad del poder gubernamental y de los empresarios mediáticos pretende ocultar desviando la atención a los señalamientos sobre la gravedad de la situación: no tenemos un conflicto como el que enfrenta Siria, pero sí una cantidad de víctimas mortales que nos suponen en una conflagración.
Si se contabilizara el número de periodistas que, hoy por hoy, sufren de amenazas a su integridad física y sus vidas (junto con la de sus familiares y amigos), la cifra sería de más de un millar o dos. Pero el Estado mexicano sólo es capaz de proporcionar algo de seguridad, muy deficiente por cierto, a poco más de quinientos profesionales de la pluma y el micrófono, según lo reconoce el propio Presidente Enrique Peña Nieto en su mensaje del pasado miércoles.
foto: Derecho a Informar
Las acciones y los números rojos de la libertad de prensa
La gravedad del fenómeno de la violencia contra periodistas, ante el señalamiento crítico de organizaciones locales e internacionales al inicio del milenio, apenas en diciembre de 2012 llevó al gobierno a crear un mecanismo de protección exprofeso cuya eficacia acompaña la retórica de los discursos gubernamentales. El establecimiento de la instancia gubernamental no era gratuito. En 2006, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas había aprobado la resolución 1738 que condenaba el ataque de periodistas en conflictos armados. Y en abril de 2012, la misma ONU había anunciado un plan de acción para protección de periodistas (Safety of Journalists and Impunity).
Hasta el anuncio presidencial reciente, lo que se había documentado en la oficina de protección para periodistas, era una disminución de 30 por ciento de su presupuesto en 2017 respecto del año anterior. También, hasta hace unos días, poco antes de la muerte de Valdez, estuvo acéfala dicha instancia gubernamental responsable de la atención y protección de periodistas amenazados. Es un hecho que, en esta materia como en otras relacionadas con la prevención del delito en general, la prioridad gubernamental apunta a otras direcciones (el Estado de México, por ejemplo). Entre el año 2000 y este 15 de mayo son más de un centenar los periodistas asesinados.
La vergüenza internacional hace reaccionar al gobierno actual con lo mejor que sabe hacer, anuncios de medidas que, ahora sí dicen: “serán eficientes”. El meollo es que la problemática es estructural, como bien señala la CNDH, en el sentido de que cualquier acción es irrelevante cuando la divisa en la justicia mexicana es la impunidad. El Procurador General de la República puede vestir sus declaraciones de mal tecnócrata y afirmar que la “eficacia” en el castigo a los agresores de periodistas es de 3.2 por ciento, es decir, dos décimas mayor que la del crimen ordinario en el país.
Según Freedom House (ONG), desde 2005 la libertad de prensa a nivel mundial ha caído a sus niveles más bajos. Sólo una de cada seis personas vive en un país donde los medios de comunicación pueden caracterizarse como ‘libres’, 44 por ciento vive en países en los que se considera a los medios de comunicación como ‘no libres’. En nuestro hemisferio, aun antes de los números del Centro de Estudios Estratégicos de Londres, la tendencia de focalizar las agresiones de periodistas apuntaba a nuestro entorno.
Visto así, por sus dimensiones y por la magnitud de la crisis de inseguridad provocada por el crimen organizado y el narcotráfico, no extraña que nuestra violencia esté sólo por debajo de Siria. Tampoco extraña que la libertad de informar sobre esa violencia tenga como protagonistas a quienes ejercen esa profesión que, hoy por hoy, es una de las más peligrosas de la región.
Debemos recordar que al inicio del presente sexenio, la estrategia anticrimen empezó por amordazar a medios para que no se informase de la violencia que habita el país. Se pensaba que así, la percepción de inseguridad de la población disminuiría con sólo no informar de hechos criminales.
Periodistas como Valdez junto con sus medios donde laboraban, no hicieron caso. En los análisis y recuentos de esta realidad que se superpone a nuestras libertades y garantías como seres humanos, se omite el papel importante que juegan medios y periodistas en el fortalecimiento de nuestra democracia y el Estado de Derecho. Son un gremio que contribuye a reflejar nuestra realidad sin deformaciones y ajeno a la propaganda de autoimagen que suelen impulsar los políticos. Hacen su trabajo de informar a costa de sus vidas.
La protesta de periodistas y de la sociedad civil debe empujar hacia un cambio de realidad radical, de terminar con la impunidad y que se castigue a todos y cada uno de los asesinos de nuestros colegas y amigos. Ya no se trata de morir de a poco con cada asesinato, sino de vivir para contar, ya no la violencia sino el fin de la misma.
*El Maestro Erubiel Tirado es coordinador del Diplomado en Seguridad y Democracia en México en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México