Durante años, el país ha sufrido una guerra social cuyo costo en vidas humanas ronda ya los 100 mil muertos, la mayoría pobre y joven, mientras la sociedad se encuentra presa de incertidumbre sobre el futuro de las familias ciertamente hipotecado por los 70 millones de mexicanos viviendo en la pobreza, y por la desesperanza de constatar que la «alternancia» priísta significa en los hechos el gatopardismo en el que todo cambia para que todo siga igual (o peor).
En este lapso, el monopolio de la violencia, que supuestamente corresponde al Estado, ha sido usurpado por grupos armados que asuelan calles, negocios, barrios, comunidades, regiones e incluso estados completos, que son abandonados en la indefensión y a merced de sus acciones delictivas. Asimismo, en territorios donde el Estado mexicano ha puesto en práctica estrategias contrainsurgentes o de guerra irregular, ha sido activado el paramilitarismo, con la aquiescencia, apoyo y complicidad de las autoridades y vinculado furtivamente a las fuerzas armadas, instituciones policiacas u organismos de inteligencia. Cuando fui miembro de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa), y en mi calidad de presidente en turno, presenté en 1998 ante la Procuraduría General de la República con la asesoría de la abogada Digna Ochoa una denuncia en torno a la existencia de grupos paramilitares, uno de los cuales fue responsable de la matanza de Acteal. En esa oportunidad, el propio procurador general Jorge Madrazo Cuéllar refirió a los miembros de la Cocopa sobre la presencia en Chiapas de al menos 12 grupos que eufemísticamente llamaba «grupos de civiles presuntamente armados». Se creó una fiscalía especial para el caso, misma que desapareció sin pena ni gloria, años después.
Desde esos años, he reiterado que el vínculo estatal otorga un elemento fundamental para un análisis cabal del paramilitarismo, y he definido a los grupos paramilitares como aquellos que cuentan con organización, equipo y entrenamiento militar, a los que el Estado delega el cumplimiento de misiones que las fuerzas armadas regulares no pueden llevar a cabo abiertamente, sin que eso implique que reconozcan su existencia como parte de ese monopolio de la violencia estatal. Los grupos paramilitares son ilegales e impunes porque así conviene a los intereses del Estado. Lo paramilitar consiste, entonces, en el ejercicio ilegal e impune de la violencia estatal y en la ocultación del origen de esa violencia. Históricamente, el paramilitarismo ha sido una fase de la contrainsurgencia que se aplica cuando el poder de las fuerzas armadas no es suficiente para aniquilar a los grupos insurgentes, o cuando su desprestigio obliga a la creación de un brazo paramilitar, ligado clandestinamente a la institución castrense. Ejemplo claro de este tipo de agrupamientos es la temible Brigada Blanca, extensión criminal del Estado durante la guerra sucia, cuyos mandos fueron el coronel Francisco Quiroz Hermosillo, el capitán Luis de la Barreda Moreno y Miguel Nazar Haro.
Aunque el paramilitarismo está ligado estrechamente a las estrategias de la contrainsurgencia, puede ocurrir que el Estado utilice por omisión, pasividad o corrupción de sus funcionarios a los grupos armados delincuenciales para sus propios fines de control social, criminalización o agresión violenta de opositores, pasando por esta vía de articulación estatal, a también constituirse en grupos paramilitares. Este podría ser el caso de las llamadas guardias blancas, que conformaron en muchas regiones rurales el sicariato o apéndice armado de terratenientes y oligarquías regionales, y que por las lealtades de clase, el Estado ha tolerado y protegido.
Cuando el Estado no cumple con la responsabilidad legal y constitucional de preservar la seguridad de los ciudadanos ni administrar justicia y, por el contrario, utiliza al Ejército, a los contingentes policiales y al aparato judicial como medios de control y mediatización político-territorial de la población por las vías de una militarización de la sociedad y una justicia venal en todos los niveles, tiene lugar el surgimiento de mecanismos de autodefensa y justicia comunitarias de variada naturaleza que cumplen las funciones que el Estado enajena o trastoca ilegalmente. Experiencias como la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC), las que conforman la defensa del municipio de Cherán, Michoacán, las zonas de rebeldía autonómica protegidas por el EZLN y las surgidas en otras latitudes de la geografía mexicana, articuladas a las comunidades, que las controlan y monitorean, sin ninguna relación con el Estado pero sujetos a reglamentos internos y principios como el mandar obedeciendo, no sólo son legales y legítimas de acuerdo con la Constitución y el Convenio 169 de la OIT, firmado y ratificado por México, sino que constituyen los únicos espacios sociopolíticos donde se ha logrado controlar de manera efectiva al llamado «crimen organizado».
Por ello, se esperaría mayor rigor conceptual y seriedad institucional de organismos como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos frente a la proliferación natural de las autodefensas comunitarias por supuestamente «romper con el estado de derecho», cuando a todas luces ha sido el Estado el que sistemáticamente lo ha violentado a través de la práctica de la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, la corrupción-penetración por la delincuencia organizada de todas las esferas del poder público y la incapacidad total por parte de las autoridades para garantizar la seguridad pública y la administración de justicia.
También es grave la pretensión del Estado de someter a organismos como la CRAC-PC al control gubernamental, a través de leyes y reglamentos que subvierten el mandato de la asamblea, oficializan lo que es un servicio y rompen con la esencia misma de los sistemas normativos comunitarios.