Pandemia, degradación ambiental y menor biodiversidad

Rubén D. Quintana*

¿Por qué debería preocuparnos el estado de los ecosistemas naturales y su biodiversidad en el medio de una pandemia? Tal vez esta pregunta no nos la hubiéramos hecho hasta antes de que comenzara a dispersarse el virus que actualmente tiene en jaque a todo el planeta. La evidencia aportada por diversas investigaciones deja en claro que nuestra salud está estrechamente relacionada con la “salud ambiental”.

El paradigma “Una sola salud” (One Health) comenzó a difundirse a comienzos de la década del 2000. Este paradigma resume en pocas palabras una noción conocida desde hace más de un siglo y cuyo planteo es que la salud humana y la sanidad animal son interdependientes y están vinculadas a los ecosistemas en los cuales coexisten. Dicho en otras palabras, la salud humana está estrechamente relacionada tanto con la salud animal como con la ambiental. Actualmente, este concepto ha adquirido relevancia en el contexto de lo que se conoce como “cambio global”, el cual se manifiesta en cambios profundos en los ecosistemas naturales, en las condiciones climáticas, en el bienestar humano y en los patrones productivos. El factor demográfico es central en esta cuestión, no solo por el impacto directo sobre el ambiente, sino porque la incorporación de nuevas áreas para la producción o la extracción de recursos naturales produjo un mayor acercamiento de las personas a las especies de animales silvestres.

La intensificación productiva, a su vez, ha llevado a la existencia en algunas zonas de densidades muy altas de animales domésticos. Esto ha dado como resultado que, actualmente, existan nuevas oportunidades para que ciertas enfermedades sean transmitidas entre animales y humanos. El aumento de la conectividad entre diferentes regiones del planeta facilita esta situación ya que permite la propagación rápida de enfermedades, las cuales pueden dispersarse rápidamente por la superficie de la Tierra, tal como ha ocurre con COVID-19.

Los distintos ecosistemas del planeta mantienen un conjunto de especies típicas que son el resultado de los procesos históricos y ecológicos que tuvieron lugar a lo largo del tiempo. Esta biodiversidad ofrece a la humanidad diferentes bienes y servicios, uno de los cuales es la protección de la salud humana. Una alta biodiversidad puede amortiguar la transmisión de enfermedades porque puede reducir la densidad poblacional de un importante reservorio natural para los patógenos, por la disminución de la densidad poblacional de vectores o por una posible reducción de las tasas de encuentro entre vectores y reservorios o entre reservorios.

El fenómeno por el cual la alta diversidad reduce el riesgo a la enfermedad se denomina “efecto de dilución”. Al presente, existe evidencia de que el efecto de dilución constituye un factor positivo en el mantenimiento de la salud tanto de humanos como de animales y plantas. Por el contrario, la pérdida sin precedentes de diversidad biológica por causas antropogénicas exacerba el riesgo y la incidencia de enfermedades infecciosas a través de la transmisión desde animales a humanos (lo que se conoce como zoonosis). La relación entre degradación ambiental y propagación de virus no debe circunscribirse solamente a aquellos que pueden ser transmitidos desde los animales silvestres a los humanos. De hecho, la pérdida de biodiversidad asociada tiene un efecto directo en la irrupción en los cultivos de virus cuyos hospedadores son plantas silvestres. En efecto, las prácticas de laboreo cada vez más intensivas, conjuntamente con la pérdida de biodiversidad, pueden crear condiciones para la propagación de los mismos, propiciando la aparición de enfermedades en las plantas y, de esta manera, afectar drásticamente la productividad de las cosechas. En este sentido, los virus vegetales presentarían un patrón similar al de la transmisión de virus entre especies animales.

En general, los paisajes rurales que se encuentran en muchas zonas del planeta se caracterizan por una alta heterogeneidad ambiental (salvo en situaciones en donde el impacto de las actividades humanas es de muy alta magnitud, dando como resultado una homogeneización del ambiente), cuyo resultado es un mosaico de hábitats naturales entremezclados con ambientes antrópicos, tales como zonas peridomiciliarias, cultivos y pasturas, entre otros.

Si bien es cierto que esta degradación de los ecosistemas naturales puede llevar a la pérdida de especies, hay otras que pueden encontrar en estos neoecosistemas condiciones favorables para su establecimiento y desarrollo. Es así que para muchos grupos animales como los murciélagos y los roedores esta situación resulta propicia, generando una mayor diversidad de los mismos por presencia conjunta de especies que en la naturaleza habitarían áreas diferentes y, por ende, de virus transmitidos a los humanos. Entre las condiciones propicias para la presencia de especies silvestres en estos paisajes antropizados se pueden mencionar una mayor oferta de alimento y de sitios de refugio y descanso. La mayor concentración de especies y abundancia de individuos en dichos entornos antropizados llevará, a su vez, a la presencia de una mayor concentración y diversidad de virus. Esto aumenta el riesgo de transmisión de dichos virus por contacto directo, por infección de animales domésticos o a través de su orina o heces.

Un claro ejemplo de esto es lo que sucedió en Malasia en la década del 90 con el virus Nipah y su relación con los murciélagos comúnmente conocidos como “zorros voladores”. Estos animales se alimentan principalmente de frutos y necesitan de árboles para su descanso, ya que lo hacen colgados de sus ramas. El aumento de las tasas de deforestación llevó a que estos murciélagos buscaran nuevos hábitats entre los ambientes rurales, contagiando con este virus en primer lugar a los cerdos, los cuales, a su vez, lo transmitieron a los humanos. En el caso particular de los coronavirus –una gran familia de virus de los cuales algunos causan enfermedades en las personas–, pueden también circular entre una gran variedad de especies animales como camellos, gatos y murciélagos.

La evidencia indica que las actividades humanas juegan un papel fundamental en la propagación de enfermedades. Estudios científicos han demostrado que, desde la década de los 80, simultáneamente al rápido avance de las fronteras agropecuarias y urbanas (actualmente, solo la agricultura ocupa 1,53 billones de hectáreas y se espera una expansión del 18% a mediados de este siglo), se han cuadruplicado los brotes infecciosos, muchos de ellos procedentes de animales (gripe porcina y aviar, ébola, hantavirus, dengue, virus del Nilo Occidental y enfermedad de Lyme, por mencionar solo algunos).

En sitios con elevada diversidad de especies, la oferta de alimento para los vectores es alta ya que tienen a disposición una mayor variedad de huéspedes, la mayoría de los cuales son reservorios para determinados patógenos, resultando así en una menor prevalencia de infecciones en los humanos. Esta situación cambia a medida que los ecosistemas naturales son impactados por las actividades antropogénicas.

Bomba de tiempo

En muchas partes del planeta existen sitios de comercialización de alimentos comúnmente conocidos como “mercados húmedos”, en los que se venden animales vivos o recién sacrificados. Estos sitios han sido señalados como una importante fuente de infecciones. Esto se ha conjeturado con la aparición del SARS-CoV-2, causante de la actual pandemia, que procedería de un mercado de este tipo localizado en la ciudad china de Wuhan. En la medida en que estos mercados sigan floreciendo, la amenaza de dispersión de nuevas enfermedades se mantiene latente, razón por la cual se debería pensar en la necesidad de suprimirlos. Además, debe considerarse que, en casos como el de China, el tráfico de animales silvestres para su consumo solo apunta en la actualidad a satisfacer determinados hábitos asociados al consumo de carnes exóticas, dirigidos a públicos con buena condición económica, capaces de pagar precios importantes por platos preparados con estos animales, como es el caso de los murciélagos.

– Mercado tradicional en la isla de Jeju, Corea del Sur. Foto: R. Quintana

Esto no descarta que en mercados húmedos localizados en países pobres este tipo de productos sean aún importantes para la seguridad alimentaria de la población, aunque, en muchos casos, se mezcle con la costumbre tradicional de consumir especies silvestres.

La relación entre los mercados húmedos y las zoonosis ya fue advertida en el año 2007 por investigadores de la Universidad de Hong Kong, quienes publicaron los resultados de su estudio en la revista “Clinical Microbiology Reviews”. Los autores plantearon que la presencia de un gran reservorio de virus SARS-CoV en murciélagos del género Rhinolophus, sumada a la cultura de comer mamíferos exóticos en el sur de China, constituía una “bomba de tiempo”para la aparición de nuevos virus, como ha ocurrido con el SARS-CoV-2.

Estos sitios habrían facilitado el paso de los virus SARS-CoV de los animales a los humanos debido a la gran cantidad y diversidad de especies presentes. Por esta razón, desde la Secretaría del Convenio sobre la Diversidad Biológica de las Naciones Unidas se ha alertado sobre este problema, solicitando una prohibición mundial de dichos mercados. En palabras de Alice Latinne, de la Wildlife Conservation Society, “nos veremos obligados a cambiar algo, porque el costo de la transmisión de enfermedades de animales salvajes será mucho mayor que los beneficios económicos de nuestra explotación ambiental”.

Como se desprende de los párrafos previos, es claro que los humanos jugamos un papel decisivo en esta pandemia. La destrucción de hábitats naturales, la disminución de la biodiversidad y la alteración de los ecosistemas facilitan la propagación de virus. Muchas de estas enfermedades, como la causada por el virus del Ébola, tienen una transmisión esencialmente de persona a persona pero circulan en animales o tienen un reservorio animal identificado, con los perjuicios que esto puede traer a la salud de los humanos. Estos riesgos se incrementan con la globalización y el cambio global, y crean nuevas oportunidades para que estos patógenos colonicen nuevos territorios y evolucionen bajo nuevas formas.

En este contexto, resulta necesario controlar a los patógenos zoonóticos en su hospedador original, lo que implica mantener a los ecosistemas naturales en un buen nivel de salubridad. Por esta razón, resulta imprescindible el diseño y la aplicación de políticas públicas que apunten al ordenamiento ambiental territorial de las actividades humanas, a cambios en los hábitos de consumo y en los modos de apropiación de la naturaleza, y al mantenimiento de la integridad de los ecosistemas naturales. Esperemos que esta dura experiencia que nos atraviesa con la actual pandemia nos haga reflexionar sobre la necesidad de repensar la relación de la sociedad con la naturaleza.

*Rubén D. Quintana es investigador principal del CONICET y director del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental Regular (3iA), (CONICET-UNSAM).

Publicado originalmente en TSS – Universidad Nacional de San Martín

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