Se decía que eran estoicos; que eran enigmáticos. Una y otra vez se afirmó que no se cansaban; o bien, que tenían una resistencia propia de animales. Tales afirmaciones se repetían en la prensa sin ambages y con ellas se buscaba mostrar a propios y extraños que México contaba con hombres superdotados que ganarían el maratón o las carreras de distancia en los Juegos Olímpicos. En particular, se hacía referencia a los tarahumaras cuyas habilidades para correr supuestamente llevarían el nombre del país a la cima olímpica.
La certeza, sin embargo, provenía más de las ansias nacionalistas de la posrevolución que de la realidad. Una especie de idea fija que nació en la década de 1920 cuando el país había ingresado formalmente al movimiento olímpico con la conformación de un comité nacional y había enviado a una primera delegación a competir a París 1924 con muy pobres resultados. Cuatro años después, se buscaba dar una sorpresa mundial y para ello se eligió a los tarahumaras como protagonistas.
En efecto, durante esos años cristalizó una especie de obsesión por ver triunfar a los rarámuris en las pistas atléticas. Incluso, las autoridades mexicanas tenían la aspiración de proponer una prueba de 100 km en los Juegos Olímpicos porque estaban convencidas que la ganarían los tarahumaras. Los estadounidenses se sumaron al furor por ver correr a esos nativos americanos, aunque en el fondo dudaban que se pudiesen convertir en campeones olímpicos. Así, en 1926 se organizó una carrera de 100 km, de Pachuca a la Ciudad de México, y posteriormente otra de 84 millas de Austin a San Antonio en Texas protagonizada por corredores rarámuris. El mito se había echado a andar.
En los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928 se integró a Aurelio Terrazas y José Torres al equipo mexicano que asistió a las justas. Se decía que ganarían porque estos tarahumaras estaban acostumbrados a correr hasta cincuenta horas sin mostrar cansancio. Nadie los entrenó debidamente para competir con las exigencias que las carreras de distancia ya exigían a los atletas de la época. Por otro lado, no queda claro que estos jóvenes aspiraran a la gloria olímpica pero ya se había creado toda una mitología en torno a sus habilidades. Sus compañeros de viaje no los integraron, ni los rarámuris se unieron a una delegación que los veía con dosis de desconfianza y condescendencia.
La prensa afirmaba que eran la gran esperanza de México. El equipo mexicano hizo una parada en Nueva York donde compitieron contra deportistas estadounidenses. Los únicos que ganaron fueron los tarahumaras; eso hizo callar a sus compañeros de viaje que se burlaban de ellos. Sin embargo, al llegar a la capital holandesa y ver entrenar a las estrellas de distancia de la época, Terrazas y Torres se dieron cuenta que no serían campeones. Entonces, los grandes corredores mundiales eran los finlandeses que de hecho ya entrenaban prácticamente de tiempo completo. El jefe de la delegación mexicana, además, torpemente obligó a los rarámuris a correr la distancia de maratón antes de la competencia. Llegaron a la meta en los últimos lugares.
Cuatro años después, en Los Ángeles 1932, se repitió esta historia. A esos juegos llevaron a cuatro tarahumaras -Margarito Pomposo, Santiago Hernández, Juan Morales y Valentín Gómez. El viaje fue pagado por el Partido Nacional Revolucionario que buscaba coronarse como el gran patrocinador de los corredores. Los dos primeros compitieron en la carrera de maratón, mientras que Morales en la prueba de 10,000 metros y Gómez en la de 5,000 metros. Ninguno logró acercarse al triunfo, incluso dos de ellos llegaron en último lugar. Morales, por ejemplo, enfermó al llegar a la sede olímpica, no aguantó los contratiempos respiratorios causados por el nivel del mar y además sufrió cortadas al correr descalzo. Los otros corredores quisieron competir sin zapatos y no se los permitieron porque se juzgó indecoroso que corrieran así.
La obsesión por convertirlos en atletas olímpicos no cesó en la década de 1930. En distintos momentos, se repitió que los miembros de las comunidades indígenas eran una especie de diamantes en bruto que si se pulían darían buenos resultados. No sólo se buscó que fueran corredores, también se les asignaron capacidades deportivas modernas en función de su vida cotidiana. Así, por ejemplo, en 1938 el que era entonces dirigente del Departamento Autónomo de Educación Física, el general Ignacio Beteta, promovió las habilidades deportivas de las comunidades de Pátzcuaro que dijo se destacarían en el remo. Afirmó también que podrían convertirse en grandes productores de redes para deportes como volibol o bádminton toda vez que tenían amplia experiencia en la elaboración de redes para pesca.
Asimismo, se tuvo por objetivo domesticar al ánimo belicoso de los yaquis con deportes. Desde la revista Educación Física se afirmó en 1939 que era posible encaminar las energías bélicas de esta comunidad a través de la lucha o el pugilato. De esa manera, los niños ya no usarían sus energías en “correrías revolucionarias” sino que devendrían en héroes atléticos. De igual manera se repetía que estaban naturalmente dotados de capacidades físicas y que sólo había que entrenarlos bien para ser, por ejemplo, beisbolistas.
En resumen, las élites posrevolucionarias exhibieron un singular colonialismo y racismo al buscar integrar a distintas comunidades a una retórica nacionalista ligada al deporte. El paternalismo y la condescendencia nunca se eliminaron aún cuando supuestamente se les trataba de reconocer cualidades. En ese período ningún otro deportista recibió tanta presión por ganar en unos Juegos Olímpicos como los tarahumaras a quienes, por otro lado, nunca se les aceptó tal cual eran. En el fondo había también fuertes ansías de transformarlos, convertirlos en algo que no eran: deportistas modernos de acuerdo con los paradigmas de las potencias de la época.
Forjar héroes deportivos en el marco de los Juegos Olímpicos modernos ha sido una tarea ardua para México. La mejor actuación de los atletas en unas justas ha sido la de México 68 con nueve preseas en total. Tendrían que pasar 44 años para que una delegación se acercara a ese resultado, que sin embargo no se pudo igualar o superar. En 2012, se obtuvieron 8 medallas; incluida la primera en futbol.
Los triunfos de México en los Juegos Olímpicos han despertado nociones esencialistas de las cualidades “naturales” que supuestamente poseen los mexicanos. Los éxitos obtenidos en la marcha desde las justas de 1968 inspiraron a diversas voces a afirmar que los mexicanos eran marchistas natos. Mientras que las victorias conseguidas desde 1932 en la disciplina del box llevaron a otros a alabar la supuesta predisposición connatural al combate. De igual forma, las derrotas han colocado el ánimo nacional muy abajo y han motivado visiones fatalistas sobre la carencia de atributos atléticos. Quizá la expresión más famosa en ese sentido sea la de los “ratones verdes” con la que se designó durante décadas a los futbolistas.
El fatalismo o el triunfalismo reviven cada tanto hay competencias globales. No es un fenómeno privativo de México. El nacionalismo deportivo tiene esa singularidad. Los estudios sobre el deporte exigen analizar esos resortes que se activan cada ciclo olímpico.
Ana Laura de la Torre es doctora en historia por el Colegio de México, es la primera mexicana en obtener una beca del Centro de Estudios del Comité Olímpico Internacional. @Torreolimpica