Nunca he obedecido mandatos

Francesca Gargallo

Si yo acabara de reencontrarme con la amiga que dejé al salir de la secundaria pública Alessandro Manzoni de Roma, si el reencuentro fuera muy emotivo -digamos entre un vuelo mío a Bolivia y uno suyo de Haití- y si ella me pidiese que le contara en una carta qué ha sido de mi vida durante los cuarenta años en que no nos vimos, probablemente le escribiría lo siguiente:

Como sabes, yo nunca he obedecido mandatos. En un principio fue una actuación involuntaria: recuerda cómo me molestaban los vestidos que me imponía mi madre, lo poco que cuidaba la bata de la escuela, el miedo ante mis padres que me paralizaba y, a la vez, me arrojaba a enfrentarlos, los primeros cigarros al salir de la escuela y los tragos de vino que nos echábamos a la sombra de un álamo cercano a la parada del bus, a las dos de la tarde, teniendo que hacerlo de prisa porque nos esperaban de vuelta en casa. Nos sentíamos rebeldes, tú venías de Calabria y yo de Sicilia, teníamos doce años y era 1968.

Quizás más que desobedecer yo no podía evitar ver y sentir lo que los demás fingían o pretendían que no existiera. Como cuando dije en voz alta durante una comida al muy rico amigo de mi tío que dejara de molestar a mi prima. Era más chica que yo y me sentía en deber de protegerla; el viejo la dejaba llorando cuando por las noches decía que iba a “despedirse de los niños” y le pasaba la mano bajo su pijama. Mi tía, la muy pendeja, fingió no haber oído, pero yo me fui a dormir al cuarto de mi prima y cada vez que el carcamán entraba, yo armaba un escándalo tan grande que al poco tiempo él dejó de “visitar a los niños”.

Por supuesto para la cultura de disimulación de las clases altas yo resultaba insoportable, una mujer incapaz de guardar la compostura. Sin embargo, a mis abuelos maternos yo les caía bien, en particular a la abuela Gilda. Ella había quedado huérfana de madre desde muy temprana edad y había sido educada por hombres, así que buscaba en todas las mujeres algo que le recordara quien era ella misma. Y era simpática, mi abuela Gilda. Decía que todo lo que yo hiciera estaba bien, siempre y cuando lo hiciera sonriendo. Para mi abuela la sonrisa manifestaba dos cosas: la propia felicidad, lo cual era importante, pero aún más importante era el agrado de hacer algo con, frente o por las otras personas. Decía que quien sonríe está demostrando que los otros seres humanos le importan.

Aunque es difícil sonreír ante las adversidades propias y las injusticias y las discriminaciones que la mayoría de las personas sufren en el mundo. Mucho antes de ver a los militares salvadoreños apuntar a la puerta de una iglesia donde el cura había refugiado a una entera comunidad rural, mucho antes de entender cómo las autoridades mexicanas manipulaban los derechos laborales de los trabajadores para convertirlos en dádivas de partido, cuando todavía vivía en Italia, me era difícil sonreír a los profesores que, entre bromas, pero en clases y frente a mis compañeros hombres, me daban a entender que estudiaba en balde, porque mi destino era casarme y tener hijos. Apretaba duro las mandíbulas cuando agregaban: “bonita como eres, no va a ser difícil… ”. Antes de encontrarme con otras mujeres tan desobedientes como yo, no creía posible decirles que se equivocaban, que su lógica, su ética y su estética eran pedantes definiciones de quien no abría los ojos a la realidad.

Gracias a ellos y a las reglas de mis familiares nunca me casé, viajé bajo cualquier pretexto, escribí lo que quise, armé diálogos con todas las mujeres rebeldes con las que me topé en la vida y tuve una hija. Sí, el nacimiento de mi hija está ligado a la historia de cómo me liberé en México, de cómo le dije al padre de mi hija que no quería casarme, que quería vivir con él mientras durara y cómo con mis amigas construimos un mundo –un micromundo quizá, pero mundo al fin- de muchas familias posibles. Todas estas cosas acontecieron después de que saliera de la Universidad de Roma con mi título de licenciada en filosofía cum laude. Estudié mucho porque también era una forma de desobedecer los mandatos de la cultura de mis maestros.

Llegué a vivir a México con un libro de cuentos recién publicado bajo el brazo, cuando acababa de cumplir 23 años. Las burocracias italiana y mexicana se cruzaron y no pude inscribirme en una maestría de inmediato: siempre faltaba algún papel. Así que empecé a hacer diversos trabajos, daba clases de lengua, traducía documentos al italiano y al francés, y me inscribí a unos cursos en una universidad privada, la Iberoamericana, de jesuitas. Yo que en Italia me cambiaba de acera para no pasar cerca de una monja o de un cura, porque según yo traían mala suerte, en México me di cuenta que había gente involucrada en la realidad a partir de sus creencias religiosas. Y que eran muy desobedientes con los mandatos de Roma. No me convirtieron, pero me abrieron la visión del mundo. Por lo demás, recibí buenas clases de historia y de arte mesoamericano, un curso de sociología latinoamericana y mis primeras lecciones de economía política.

Mientras llegaba el papelote con el título de filosofía, la revolución sandinista que acababa de triunfar en julio de 1979 llenaba todas mis ansias y fantasías. Así que un día tomé un camión – en mexicano, un autobús y no una máquina de carga- y me fui tres mil kilómetros más al sur.

En Nicaragua todo mundo sonreía, hasta los militares, que eran muchachitos y muchachitas de ojos negros, bellos como el sol, frívolos como un día de viento y dispuestos a hacer lo que fuera para ayudar en lo que fuera a cualquiera de sus connacionales. Los nicaragüenses tenían una forma especial de manifestar a una mujer que le gustaba. Le espetaban, en la cola del bus, en medio del campo, en la oficina o mientras bailaban apretadito, la frase que más excitaba mi rebelión contra el destino manifiesto de todas las mujeres: “Quiero tener un hijo con vos”. Una noche, bastante temprano para mis horarios italomexicanos –las fiestas iban de las 4 de la tarde a las 11 de la noche, luego todos a dormir-, durante los festejos por la finalización de una cosecha colectiva de hojas de tabaco, bailaba yo bien pegadita con un comandante guapísimo, heroico como Ares, por lo menos según él y sus acólitos. Estaba fascinada, por supuesto. Cuando al muy bruto se le salió que quería tener un hijo conmigo. Entonces, repentinamente liberada de todos los miedos a decir explícitamente lo que deseaba decir desde hacía años, empecé a debatir sobre la frase: que desde que existían los condones las relaciones sexuales no estaban necesariamente vinculadas a la reproducción, que las mujeres teníamos derecho al placer libres del riesgo de quedar embarazadas y, finalmente, que aprendiera a masturbarse. En todo eso, hasta la música se había callado y mujeres y hombres me miraban con pánico unos e interés las otras. La mañana después, se organizó el primer grupo de autoconciencia feminista de Matagalpa.

Con los años me di cuenta que la necesidad de explicitar las diferencias de todo modelo impuesto, las mujeres la tenemos inscrita en el cuerpo, que es un cuerpo histórico y un cuerpo materialmente simbólico. Las mujeres podemos controvertir una norma no cuestionada sobre cómo deben ser las mujeres y los hombres (lo cual implica relaciones económicas, arreglos políticos, la organización social del trabajo, el derecho a los afectos y cualquier otra cosa), porque sólo nosotras hemos vivido en cada situación de nuestras vidas las consecuencias de haber sido excluidas de la autoridad que avala las normas. Y esas consecuencias pueden ser tanto nefastas como muy liberadoras, porque nos permiten ver a la autoridad, a su poder desde fuera. En fin, en Nicaragua aprendí a contestar a los hombres que me espetaban que todos los machos han sido educados por su madre, que esa madre no los había educado, sino que les había transmitido sin posibilidad de cambiarlas las pautas de comportamiento que el sistema le había impuesto desde niña. La educación necesita de libertad de investigación y expresión, se basa en la creatividad, pero estas acciones elementales son las desautorizadas a las mujeres.

Meses después, el calor de Nicaragua me derrotó. Era húmedo y duraba todo el año. No pude con él. No sabía que la “contra”, es decir las tropas contrarrevolucionarias financiadas por el gobierno de Reagan, según un programa de su jefe de la CÍA, George Bush padre, estaban por accionar, sembrando la muerte ahí donde antes crecía el tabaco y el café. A los comandantes de la contra, así como a Bin Laden por sus acciones terroristas contra los soviéticos en Afganistán, Reagan los llamaba “combatientes de la libertad”.

Volví a México. Escribí mi primera novela. Encontré editor. Me vinculé a la solidaridad con la lucha del pueblo salvadoreño para su liberación. Me acerqué, siempre desde una perspectiva muy independiente, a las feministas mexicanas e ingresé a un grupo de autoconciencia feminista con exiliadas chilenas, argentinas, uruguayas y guatemaltecas. De ahí fundamos un grupo de apoyo a las mujeres centroamericanas. También me enamoré de una poeta uruguaya, pero era demasiado intimista en sus expresiones y tenía novia. Yo necesitaba de la logorrea de la narrativa, estaba en un momento revolucionario y, para mis sentidos, México en esos años parecía una fiesta.

Por supuesto estaba muy equivocada. México tapaba la represión a los pueblos indígenas y campesinos, a los movimientos populares, a los sindicatos independientes, a las lesbianas, a los homosexuales y a las mujeres solas con una retórica fenomenal y su histórica solidaridad con los refugiados del mundo. Pero yo tenía 25 años y acababa de ingresar a la Universidad Nacional Autónoma de México donde estudiaba lo que quería y donde todas las estudiantes teníamos el derecho de decir, proponer lecturas, emprender análisis. Nunca había estudiado tan bien, ni con tanta pasión. Un maestro, Jorge Ruedas de la Serna, me dijo que estaba destinada a escribir en español y decidió enseñarme cómo hacerlo: durante un año, cada semana me dio un clásico de la literatura latinoamericana, desde María de Jorge Isaac hasta Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Albalucía Ángel. Cada semana debía yo llevarle mi reporte de lectura en tres hojas para que él lo corrigiera. Nunca le agradecí lo que hizo por mí. Sólo Marta Lamas, la feminista mexicana con la que más he debatido, porque tenemos algunas posiciones muy encontradas, hizo algo parecido conmigo: una tarde me explicó cuándo “aún” va acentuado y cuándo no. Y mi amigo Coquena, es decir a Rosario Galo Moya, y al enamorado traductor y poeta argentino Eduardo Molina y Vedia: con ellos y con el dibujante y cronista Luis de la Torre leíamos en voz alta los textos de narrativa que producíamos. Era una labor apasionante, a la que se sumó un gran número de mujeres y hombres jóvenes en el sótano de un club de ajedrez, El Alfil Negro. Un encuentro semanal que duró un lustro.

De esa forma tan colectiva el español se convirtió en mi lengua. La lengua en que me doy a entender, escribo, arrullo a mi hija, me sumo a redes de escritoras, les digo a mis amantes cuánto me gustan.

Terminé una maestría, publiqué una segunda y una tercera novela, me inscribí al doctorado. Siempre en Estudios Latinoamericanos, la matriz de la disciplina que en Estados Unidos adquiriría el nombre de Estudios Culturales, es decir estudios realmente interdisciplinarios, donde la filosofía tiene la posibilidad de pensar desde otros instrumentos conceptuales de acercamiento a la realidad para entablar un diálogo transformador. Tuve dos grandes maestros y una maestra: don Leopoldo Zea, con su sorprendente filosofía de la historia nacionalista-antiimperialista-latinoamericanista y algo existencialista; Horacio Cerutti, que sigue siendo mi referente intelectual más admirado; y la feminista Graciela Hierro, una filósofa de la ética utilitaria que propugnaba la superación de la discriminación de las mujeres para beneficio de la humanidad entera, cuya muerte todavía me ofende. La verdad es que los tres eran muy sonrientes; quizá de ahí su contundencia.

México me parecía una fiesta también porque por aquellos años inicié a escribir en Excélsior y a preparar una tesis sobre las transformaciones de la conducta femenina provocadas por la participación en la guerra en El Salvador. Al ir y venir de Centroamérica donde un asesino como el guatemalteco Ríos Montt pudo llevar a cabo un genocidio de más de 200 mil personas en ocho meses, y donde gobiernos y militares mataban civiles y militantes como si hacerlo fuera normal, llegar a Belice o volver a México era como alcanzar un oasis después de atravesar el desierto. Recuerdo el hambre, el miedo, la rabia, la voluntad de la gente que reporté durante esos años. Las maestras salvadoreñas me hablaban de sus estudiantes y de su voluntad de transformar la sociedad; las campesinas lencas de Honduras me relataban la historia de la represión militar en su país, donde las organizaciones ni siquiera podían levantar la cabeza porque sus dirigentes eran asesinados apenas se perfilaban; las madres de familia y las jovencitas cachiqueles y quichés de Guatemala me impresionaban porque podían narrar historias de masacres brutales de las que habían sido testigos o víctimas, con la mirada perdida de quien ya no puede llorar. Desde entonces empecé a reivindicarme mesoamericana, a sentir el territorio de la tortilla como mío, a preferir el debate con las trabajadoras de mi tierra a cualquier repetición académica.

Cuando durante la década de 1990 las guerrillas centroamericanas firmaron tratados de paz con los gobiernos de sus países, mi vida se volvió mucho más mexicana, urbana y relajada; empecé a deambular entre galerías y estudios de pintores y pintoras. Yo que no puedo dibujar ni una casita, puedo perderme tras el trazo de un brazo que se desplaza sobre el lienzo o escurre pigmentos sobre un piso. Horizontes trazados con una sola línea, en las síntesis pictóricas de Carlos Gutiérrez Angulo; la curva opacidad de un cuerpo recargado en su gesto, como la plasma en sus murales Patricia Quijano; el movimiento que se vuelve baile sobre el papel empapado de tinta china en los dibujos de Guillermo Scully; la cocina del color y las arenas para expresar una finalidad ecológica en las pesadas telas de Gabriela Arévalo: no hay pintora o pintor que en su quehacer no me haya enamorado.

Ni intento de diálogo entre pintura y literatura que no haya ensayado. Desde inventar cuentos para niñas y niños para acompañarlos de dibujos significativos, hasta recorrer biografías de la vida plástica de creadores telúricos como Carlos Gutiérrez Angulo. Yo renuncio a toda la música del mundo por un buen trazo, me quedo sorda con tal de poder seguir viendo cómo el significado del mundo se expresa en una mancha. Siempre he concebido un buen cuadro como un poema: una síntesis en cuyo equilibrio nada tiene derecho a sobrar.

De ahí a que el padre de mi hija fuera un pintor no hay sino un paso. Y la maternidad, cuestionada y rechazada durante el embarazo, se volvió un canto de alegría una vez que hube parido. Luego vinieron los viajes con mi hija, mi deseo de que conociera el mundo y sus contrastes brutales, acompañada de mí y de otras mujeres, amigas mías, tías suyas: la familia cuando no es una convención, es una red de afectos. Durante nueve años compartimos la casa con la poeta hondureña Melissa Cardoza quien le contaba a Helena unos cuentos siempre nuevos que la niña dibujaba sobre el pizarrón que le había regalado la tía Montse, es decir la editora beliceña Montserrat Casademunt, otra de las figuras entrañables de su infancia.

Las mujeres que usan la maternidad como excusa para no realizarse le hacen un gran daño a las otras mujeres, pues las empujan a rechazar una experiencia totalmente femenina, telúrica, vital, generosa, aunque no necesaria ni necesariamente deseada por todas, y a convertir la realización personal en un espacio de masculinización. Lo sé porque odié estar embarazada por el miedo que me provocaba la figura de la madre sin posibilidad de trascendencia. Desde mi infancia, yo había afirmado que no quería ser madre, que no lo sería nunca. Fue difícil luego explicarme por qué me quedé embarazada, por qué no aborté y cómo escogí un parto natural y amamantar a mi hija por año y medio. Por supuesto amamantar fue la elección más fácil: provoca el más intenso, orgásmico placer físico que he experimentado en mi vida.

Con Helena de año y medio nos fuimos a recorrer el arco de la Gran Chichimeca para que yo pudiera escribir La decisión del capitán, mi novela sobre Miguel Caldera, un personaje masculino con el que me identifiqué por sus fracasos: vivió en búsqueda de la paz y haciendo la guerra, desgarrado entre ser el hijo de un soldado castellano o de la madre chichimeca, un mestizo incapaz de elegir a un progenitor, pero en diálogo con sus hermanas, amigos y hermanos. Helena al año y medio cabalgaba mulas y burros sin cansarse jamás y si no había animal a su disposición, yo la cargaba en los hombros para andar cerros, hondonadas y zonas desérticas del Tunal Grande. Desde entonces viajar juntas nos encanta y lo que yo no percibo, ella me lo hace notar.

Luego vinieron Marcha seca, una novela ambientada en el mismo territorio 450 años después, la que he escrito con más angustia; y los cuentos de Verano con lluvia. Enseguida un gran vacío literario, una desolación de la palabra, la muerte de las ideas….

Melissa intentó consolarme; dos queridas amigas, Eli Bartra en México y Edda Gabiola en Guatemala, me exigieron largos artículos sobre la historia de las ideas feministas para impulsarme a volver a escribir; con la estrujante poesía del kosovar Xhevdet Bajraj volví a sentir la emoción de la lectura; pero, con todo, no volví a sentirme feliz. Ni siquiera cuando terminé un libro que considero muy importante, Ideas feministas latinoamericanas, que ha tenido dos ediciones en cinco países. No hay ensayo, por inteligente que sea, que provoque el placer exaltado de una buena ficción. La narrativa dice más que la filosofía.

Quizá para no sentirme derrotada, volví a un viejo amor: la enseñanza. Participé de la fundación de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México porque su rector pregonaba la enseñanza universitaria para todas y todos, sin exámenes de exclusión para quienes no tuvieran un nivel de conocimientos superior al que exige el estado al otorgar un certificado de terminación de escuela media superior. Una universidad que representaba un reto para sus maestras, el de una calidad que no se sustentara en competitividades, una universidad popular y no jerárquica. Durante la organización del programa de la carrera de Filosofía e Historia de las Ideas peleé la existencia de una materia indispensable: Filosofía Feminista. Más aún: filosofía feminista con perfil latinoamericano. Cuando los colegas me cuestionaron la existencia de una materia que “excluía el saber de los hombres”, no pude más y les espeté en la cara: “La suya, amigos míos, es una filosofía de la verga. En francés se dirá falologocentrismo, pero en México se llama filosofía de la verga”.

Ahora, después de nueve años de dar clases en la UACM, y con Helena convertida en una joven, las ganas de escribir están volviendo a mí, poco a poco, como la salud a una convaleciente. Busco espacios, tiempos vacíos en los que las fantasías puedan poblar una escena…

Por supuesto no estoy dispuesta a renunciar al diálogo con otras mujeres, sobre todo con las que viven cotidianamente el racismo de la hegemonía del pensamiento y las leyes de un occidente que se formó hace quinientos años con la invasión de las tierras de pueblos diversos por algunos países europeos. La tierra, la Madre Tierra de la mayoría de las naciones americanas, la portadora y dadora de vida, además, me parece tan brutalmente amenazada por la cultura hegemónica, que la narración -el acto de narrar, es decir de dar a conocer- se me hace cada día más urgida de contenido ecológico y agrícola. No sé dónde publicaré mis próximas novelas, ni siquiera dónde las escribiré, pero sus historias ya están en mí y las conforman muchas historias escuchadas.

Publicado también en: Francesca GARGALLO, en Silvana Serafín, Emilia Perassi, Susanna Regazzoni y Luisa Campuzano (Coords.), Más allá del umbral: autoras hispanoamericanas y el oficio de la escritura, Ed. Renacimiento, Colección Iluminaciones n. 61, Sevilla, 231 pp., pp. 294-306. ISBN 978-84-8472-587-9.

Foto: Archivo Amecopress, cedidas por Traficantes de Sueños

Tomado del blog de Francesca Gargallo

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