Noventa minutos de aplausos para Chapecoense

Juanse Molina

Nos habían dicho que venían a visitarnos, que querían alcanzar la eternidad en un pueblo seis veces menor que el nuestro. Aunque ya la habían logrado después de la hazaña de pasar de la cuarta categoría a la final de una copa internacional en menos de siete años, ellos querían pasar a la historia de una ciudad y dejar sus nombres inscritos como héroes.

Como buenos anfitriones teníamos la casa lista, durante este año nos habíamos encargado de convertirla en un fortín y queríamos mostrarle, nuevamente, a nuestros amigos brasileños, que aquí la fiesta se vivía a otro nivel. Con la ilusión de ser eternos en la memoria de su pueblo se subieron al avión, la sonrisa en el rostro y las maletas llenas de ropa, pero también de sueños. Posiblemente si hacían un buen papel en estos dos últimos partidos, podrían alcanzar el camino que se trazaron, la tan anhelada gloria.

Pero algo pasó. Algo que nos recuerda lo frágiles que somos y lo incomprensible que es la vida y también la muerte. Ese algo nos demostró que la rivalidad solo está en la cancha y que morirse, en el fútbol, nunca debe ser una opción, ni por amor, ni por odio.

Y la fiesta no se pudo realizar porque Chapecoense, que venía como visitante a silenciar a una tribuna, logró hacer que todo el mundo se silenciara en su honor. Si, hablamos de Chapecoense sin importar que con el equipo vinieran otro montón de profesionales que estaban dando lo mejor de sí y durante noventa minutos darían lo mejor de sí, cada uno tocando el cielo y la gloria a su manera: unos enseñando a poner un cinturón, otros narrando un gol y nuestro invitado saliendo campeón. El mundo se silenció porque ante la tragedia las banderas se queman y los escudos hinchan el corazón. La gloria no fue para nadie, porque en este partido ganar o perder ya no tenía sentido, no había rival y sin rival no hay fútbol y sin fútbol no hay alegría.

Las lágrimas corrieron por las mejillas de los más duros, los gritos enmudecieron al mismo tiempo a un planeta entero, las plegarias se hicieron fuertes e hicieron eco del dolor. El fútbol, que muchas veces es un paño de alegría, esta vez no pudo serlo y se convirtió en parte del dolor que siempre intentó calmar.

En los estadios de Europa, cada que un jugador muere, las hinchadas aplauden durante el minuto que llevaba en el dorsal. En Medellín, a la hora del partido entre Chapecoense y Nacional, pueden sonar noventa minutos de aplausos sin parar. Noventa minutos en los que el estadio que era fiesta, fortín, alegría y bullicio, puede guardar silencio y aplaudir sin parar. Cada aplauso será un homenaje, cada minuto una persona que no pudo llegar a contemplar este partido. Setenta y ocho personas que estaban en el avión, cuatro que no alcanzaron a abordarlo y ocho que no estaban convocados se quedaron en su casa, sin imaginar lo que iba a pasar.

Noventa aplausos que no son más que un pequeño empujón para ayudar a que los pasajeros de ese avión alcancen, como soñaban, la eternidad.

*Juanse Molina es escritor, guionista y redactor: juansemolina.com

Texto publicado en Colombia Informa 

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