Normalizar el apartheid

María Landi

La normalización de las relaciones entre el Estado israelí y las monarquías del Golfo Pérsico se basa en intereses económicos de regímenes cuestionados por sus violaciones a los derechos humanos.

El avión de la compañía estatal israelí El Al, que aterrizó el 31 de agosto en Abu Dhabi, llevaba, además de las banderas de Estados Unidos, Israel y Emiratos Árabes Unidos (EAU) asomando por la ventanilla del piloto, la palabra “paz” inscrita en inglés, hebreo y árabe. La aeronave tenía como nombre Kiryat Gat, una ciudad israelí construida sobre los escombros de las aldeas palestinas Iraq Al Manshiyya y Al Fallujah, limpiadas étnicamente y destruidas por las milicias sionistas en 1948. Todo un símbolo de la paz, tal como la entiende el Estado de Israel.

Mientras el avión inauguraba la ruta directa Tel Aviv-Abu Dhabi, activistas en Palestina tuiteaban fotos del otrora aeropuerto de Gaza -destruido por las bombas israelíes-. Recordaban al mundo que ellos y ellas tienen que salir a Jordania o a Egipto para tomar un avión, porque Israel no les permite usar el aeropuerto de Tel Aviv ni tener el suyo propio. También el de Jerusalén, antes un aeropuerto internacional palestino, es hoy un edificio fantasma.

Necesitados de una victoria

El “acuerdo de paz” anunciado el 13 de agosto entre Israel y EAU, dos países que nunca estuvieron en guerra, es en realidad la formalización de relaciones que ya existían de manera extraoficial. Gestado e impulsado por Estados Unidos e Israel, ha sido presentado por la autocracia emiratí como beneficioso para el pueblo palestino, ya que Israel se comprometería a frenar la anunciada y controvertida anexión formal de una parte del territorio de Cisjordania (que, sin embargo, ya ocupa de facto desde 1967). De todos modos, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ya se encargó de aclarar a su frágil coalición gobernante de ultraderecha y a la opinión pública de su país que el plan de anexión sigue sobre la mesa, como explicó el 17 de agosto al diario Israel HaYom. Según el premier, el plan sólo ha sido suspendido temporalmente (¿quizás hasta después de las elecciones estadounidenses?).

Desde los años 1970, EAU ha mantenido, tras bambalinas, intercambios de cooperación militar, tecnológica y de inteligencia con Israel. Los lazos comerciales arrancaron en 1994 a partir de los Acuerdos de Oslo. Después del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de George W. Bush alentó los intercambios de inteligencia israelo-emiratíes y estos crecieron continuamente hasta que, en 2010, Israel asesinó a un líder de Hamas en Dubai. En 2011, cuando las revueltas populares en el mundo árabe aterrorizaron a las monarquías autocráticas del Golfo, los vínculos se restablecieron rápidamente, con la promesa israelí de no llevar a cabo futuros asesinatos en territorio emiratí. En 2018, la ministra de Cultura israelí, Miri Regev, visitó EAU y, en 2019, lo hicieron los ministros de Relaciones Exteriores, Israel Katz, y de Comunicación, Ayoub Kara. Actualmente, según estimaciones extraoficiales, el comercio de armamento y productos de seguridad entre Israel y los países del Golfo (incluido EAU) asciende a los 1.000 millones de dólares por año. Tras la firma del nuevo pacto, el Ministerio de Finanzas de Israel espera que el comercio bilateral con EAU ascienda a 6.500 millones de dólares.

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Imagen: Alaa Badarneh / EFE

Sin embargo, el acuerdo implica importantes riesgos para la autocracia emiratí. Según el índice de opinión árabe, realizado anualmente por el Centro Árabe para la Investigación y Estudios en Políticas Públicas, con sede en Doha, el porcentaje de árabes que se oponen al reconocimiento diplomático de Israel ha aumentado en la última década: en 2011, el 84 por ciento se oponía a establecer vínculos diplomáticos con Israel; en 2017-2018, la cifra era del 87 por ciento, siendo la opresión israelí hacia el pueblo palestino la razón principal. En EAU -donde viven 200 mil palestinos-, una red de activistas ha lanzado una campaña contra el pacto de normalización de los vínculos con Israel. A pesar de los riesgos que conlleva expresar opiniones disidentes en los emiratos y en una muestra de que el apoyo al controvertido acuerdo está lejos de ser universal, la Unión de la Resistencia Emiratí contra la Normalización ha hablado públicamente de “traición” a la causa palestina.


Entonces, ¿por qué ahora EAU se enemista con la opinión pública árabe y rompe con la iniciativa de paz de 2002, que ofrecía a Israel reconocimiento diplomático y paz con los estados de la región a cambio de que se retirara de los territorios palestinos ocupados en 1967? Como hace notar el periodista británico David Hearst en una columna del 17 de agosto para Middle East Eye, los tres líderes que suscriben el Acuerdo Abrahán están en problemas y necesitan mostrar a sus pueblos y al mundo “una victoria diplomática histórica”: Netanyahu y Trump tienen la casa revuelta como consecuencia de su pésima gestión de la crisis sanitaria y económica derivada de la COVID-19, sumada a un contexto político incierto: el primero, al frente de una coalición inestable, y el segundo, con una reelección en peligro y una nueva revuelta de la comunidad afroamericana. Y al jeque emiratí Mohammed Bin Zayed Al Nahyan no le está yendo muy bien en sus audaces aventuras diplomáticas y bélicas en Qatar, Turquía, Libia y Yemen.


Desde el punto de vista geopolítico, el acuerdo israelo-emiratí apunta a fortalecer el eje anti-Irán compuesto por las monarquías suníes aliadas a Estados Unidos, en eterna disputa por la hegemonía regional con el Irán chiita. Pero también, como señaló el periodista Ezequiel Kopel en un artículo de agosto para Nueva Sociedad, responde a la preocupación conjunta de Israel, EAU y Estados Unidos por el eje Turquía-Qatar, que, desde las revueltas árabes de 2011, ha apoyado estratégicamente a movimientos islamistas por considerar, según explica Kopel, que “era mejor tratar de conducir que repeler”.

Quién gana y quén pierde

El Acuerdo Abrahán es el primero entre Israel y un país árabe en 26 años. Hasta ahora, sólo Egipto en 1979 y Jordania en 1994 habían reconocido a Israel y firmado tratados de paz con ese Estado. En ambos casos, se trataba de países fronterizos que estuvieron en guerra con Tel Aviv y necesitaban recuperar territorio ocupado o asegurar sus fronteras.

Además, esos acuerdos anunciaban el comienzo de un proceso que, según el discurso oficial de la época, traería una solución al conflicto palestino. El de ahora, en cambio, marca el fin de ese proceso, pues no se le exige nada a cambio a Israel. De ahí que Netanyahu haya declarado que lo acordado ahora es “paz por paz” (un guiño a los entendidos, ya que la consigna del proceso de Oslo era “paz por territorio”): “Este es el enfoque que he impulsado durante años: hacer la paz es posible sin entregar territorios, sin dividir Jerusalén, sin poner en peligro nuestro futuro. En Oriente Medio, el fuerte sobrevive y un pueblo fuerte hace la paz”. Netanyahu ha conseguido lo que no logró ningún líder israelí antes que él: reconocimiento árabe sin necesidad de poner la cuestión palestina sobre la mesa de negociación.

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En una columna en Newsweek el 18 de agosto, la abogada en derechos humanos e investigadora del Fondo Carnegie para la Paz Internacional, Zaha Hassan, escribe que “el acuerdo entre Israel y EAU anunciado por el presidente Trump para la normalización de las relaciones entre ambos países (…) es frío y duro oportunismo político a expensas del pueblo palestino. Es un teatro político en donde los palestinos y lo que queda de su patria son el conveniente telón de fondo”.

Normalización es una palabra cargada de contenido político para los palestinos. Sus voceros llevan décadas pidiendo a la comunidad internacional que no trate a Israel, una potencia ocupante y violadora contumaz de tratados internacionales, como a un país normal, sino que le aplique el régimen de aislamiento y sanciones que sufrió la Sudáfrica del apartheid.

Larga historia de traición

El acuerdo entre Israel y EAU da la espalda a la iniciativa de paz de la Liga Árabe y la Confederación Islámica (57 países), presentada por Arabia Saudita en 2002, apoyada por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y nunca aceptada por Israel.

La propuesta ofrecía reconocer a Israel a cambio del establecimiento de un Estado palestino en apenas el 12 por ciento de la Palestina histórica. Este consenso fue reafirmado unánimemente por la Liga Árabe (incluido EAU) recién en febrero pasado, en respuesta al “plan de paz” de la administración Trump e Israel, el llamado Acuerdo del Siglo.

Pero la realidad es que hay una larga, velada e hipócrita historia de relaciones extraoficiales entre Israel y esos países, como historiaron estos días el profesor de Política Árabe de la Universidad de Columbia, Joseph Massad, en su última columna para Middle East Eye, o la escritora estadounidense Phyllis Bennis en un reciente artículo para Foreign Policy In Focus. Los líderes árabes han tenido reuniones con sus pares sionistas desde antes de 1948. Ya en los años 1950 y 1960, las monarquías del Golfo mantenían una alianza con el Irán del Sha, amigo a su vez de Israel y Estados Unidos. Fue a partir de la Revolución Islámica de 1979 que Irán pasó a ser el archienemigo de todos ellos y, hasta hoy, esa disputa geopolítica es la ecuación detrás de todos los entuertos en la región.

Según el británico Instituto Tony Blair para el Cambio Global, con base en cifras oficiales israelíes, las exportaciones de Israel en bienes y servicios a países de Oriente Medio y Norte de África sumaron, en 2016, unos 7.000 millones de dólares.

¿Quién sigue?

Al llegar a Jerusalén el 24 de agosto para una gira de cinco días por la región, el secretario de Estado Mike Pompeo dijo que Estados Unidos espera que más países árabes sigan los pasos de EAU y normalicen sus relaciones con Israel. La gira incluyó también Sudán, Omán y Bahrein, que podrían ser los próximos en la lista (Barhein “normalizó” las relaciones hace 10 días atrás).

Sin embargo, los gobernantes de Arabia Saudita, Pakistán, Indonesia y Marruecos (que, no obstante, mantienen relaciones informales con Israel desde hace décadas) anunciaron que no seguirán los pasos de los EAU. La monarquía saudí -que lidera el eje anti-Irán y también mantiene desde hace años relaciones extraoficiales con Israel- se limitó, hasta ahora, a anunciar que permitirá usar su espacio aéreo a los vuelos entre Israel y EAU.


Hay incertidumbre sobre el silencio de la Casa de Al Saud. El ministro de Relaciones Exteriores Faisal Bin Farhan dijo el 19 de agosto que su país está abierto a firmar pactos similares a condición de que Israel alcance un acuerdo de paz con los palestinos, basado en los parámetros reconocidos internacionalmente, incluyendo el reconocimiento de Jerusalén Este como capital del futuro Estado palestino.


Y es que albergar los dos sitios sagrados más importantes del islam y patrocinar la iniciativa de paz de 2002 obliga a Arabia Saudita a hacer cálculos políticos más finos o, al menos, a guardar las formas. Mientras el rey Salman Bin Abdulaziz es conocido en el mundo árabe como un defensor de los palestinos, su hijo, el influyente príncipe heredero Mohammed Bin Salman, ha expresado una mayor disposición a estrechar los lazos con Israel.

Sin margen de maniobra

Del lado palestino, no pocos son quienes afirman que esta nueva derrota diplomática prueba la inoperancia de la Autoridad Palestina. Su presidente, Mahmud Abbas, llamó a su embajador en EAU y pidió una reunión de emergencia de la Liga Árabe y la Organización de Cooperación Islámica para rechazar el Acuerdo Abrahán, pero todos saben que su margen de maniobra es inexistente. También afirman los críticos que esta debilidad es resultado de la impotencia de los partidos palestinos dominantes, Fatah y Hamas, para superar su división de casi 15 años, lo que les ha hecho perder credibilidad y apoyos internacionales en Oriente y Occidente.

Aun así, un efecto no deseado de esta última traición es que podría acercar a los eternos rivales palestinos. Al menos, hay señales en esa dirección, como lo sugiere la teleconferencia de prensa conjunta -la primera en siete años- brindada el 2 de julio por el segundo de Hamas en Gaza, Saleh Aruri, y el secretario general de la OLP, Jibril Rajoub.

Lo cierto es que las nuevas generaciones palestinas, que desde hace tiempo piden la renuncia y el relevo de la desprestigiada gerontocracia de la Autoridad Palestina, han redoblado en los últimos tiempos su reclamo de elecciones democráticas -en toda la Palestina histórica y en la diáspora- para reconstituir el hoy paralizado Consejo Legislativo Palestino, de donde surja una OLP que reencauce la lucha de liberación.

En ese sentido, es ilusorio pensar que los estados árabes que normalizan relaciones con Israel logren presionar al pueblo palestino para que acepte el statu quo y renuncie a sus derechos. Pese a los intentos de exterminio y expulsión, al robo y la colonización implacables de su tierra, a las muchas traiciones y a la soledad, los palestinos son hoy la mitad de la población entre el Mediterráneo y el Jordán. Desde las colinas y olivares hasta las aulas universitarias, desde los hornos de piedra donde las mujeres cuecen el pan hasta las abuelas que legan a sus nietas las llaves de las casas perdidas y los bordados ancestrales, desde los jóvenes que tocan el laúd, bailan dabke o recitan a Mahmoud Darwish en un campo de refugiados, hasta las huelgas de hambre en las prisiones israelíes, cada acción cotidiana palestina encarna, desde hace un siglo, la profunda convicción de que “existir es resistir”.

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Publicado originalmente en Brecha

Fotos La Tinta

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