Asistí a la entrega de armas en una de las llamadas —por ahora— Zonas Veredales Transitorias de Normalización, en Cesar; para más señas, en una loma desde donde se mira Valledupar y toda esa riqueza asentada al sur del puente Salguero: tierras ganaderas con tres vacas y un hipódromo sin caballos. El día estaba claro y húmedo. Cuando comenzó el acto, unos 25 guerrilleros se asfixiaban bajo el techo de fuego de uno de los campamentos donde se alojan otros 250.
Sentados de cualquier manera —más abúlicos que interesados—, miraban el evento en un aparato de televisión desvencijado de imágenes borrosas. Al finalizar almorzaron lentejas con arroz y agua de panela, como siempre. El silencio andaba de lado a lado. Algunos miraban hacia la Serranía del Perijá donde habían vivido y combatido. Otros deambulaban. Para nosotros, me dijo el comandante Solís Almeida, “esta joda no es una fiesta”.
Aquellas armas que habían conseguido durante más de medio siglo y que habían costado tanta sangre y tantos muertos quedaban depositadas en los contenedores de la ONU. En realidad dejaban ahí, inertes como los fusiles, sus propios muertos. El saldo pírrico de la guerra. La entrega de las armas no fue ni el primero ni el último hecho del camino que tomaron.
El primero fue la inédita experiencia del cese bilateral del fuego. Entonces aunque no podían dormir a pierna suelta, los sobresaltos de un bombardeo eran menores y poco a poco la prevención disminuyó. Al mismo tiempo, mermaron también los recorridos de vigilancia sobre el Ejército, hasta que, desde hace un par de meses, las guerrillas se concentraron. La inmovilidad era para ellas una experiencia desconocida que implicó, de por sí, la pérdida de libertad de movimiento. Y con la inmovilidad también el criterio del tiempo cambió: ahora, la rutina dejó de tener ese sabor de aventura que tan intensos vínculos crea entre la guerrillerada y que la hace ser, de verdad, un solo cuerpo. Los menús también variaron. El Gobierno les envió alimentos a los que no estaban acostumbrados —granola con yogur, por ejemplo— y que a muchos les descompusieron el genio y el estómago.
Cambio trascendental fue dejar de usar el uniforme camuflado, que, por lo demás, era idéntico a los del Ejército. Era su identidad frente a los otros, los que están fuera del monte. Con uniforme se sentían parte de una colmena; sin él, las diferencias de matiz se instalaron. Fue sin duda una medida para aclimatarse a la vida civil, complicada para la mayoría. En la guerra la presencia de la muerte era diaria y el uniforme lo recordaba; en la cotidianidad civil el valor de la vida se diluye y la rutina se apodera del tiempo.
La entrega del arma personal, con la que habían defendido su vida en los combates, con la que pensaban estar contribuyendo a fundar un mundo nuevo de justicia y paz, fue triste. Fue un acto íntimo y silencioso de cada guerrillero y cada guerrillera, que no pocas lágrimas costó. Las guerrilleras tenían un apego emocional a su arma; para las jóvenes eran como muñecas que había que cuidar, limpiar, consentir y tener a mano. Eran el osito de dormir que tanta seguridad da frente a la noche. Los fríos funcionarios de la ONU les arrancaron cintas, collares, pines, manillas y hasta los dibujos con que las muchachas adornaban el cañón o la culata de su fusil, y se los reemplazaron por un número.
Un comandante medio, que había salido a una misión civil, al regresar buscó su fusil en la caleta. Encontró un vacío doloroso. Le pidió a la ONU que le permitiera despedirse de su fierro y tomarse una fotografía “juntos”. El funcionario convino. Fue —recuerda— como cuando uno se despide de un ser querido antes de enterrarlo: quiere verle la cara por última vez.