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No somos marionetas del sistema patriarcal: feminicidios en la Montaña

Isael Rosales Sierra

El pasado 15 de octubre fue el Día Internacional de las Mujeres Rurales, y este mes se cumple 526 años de que, supuestamente, Cristóbal Colón descubrió América. A esta antesala del colonialismo se le ha llamado el “Día de la Raza”; sin embargo, poco se reflexiona sobre la historia del despojo y de la violencia contra las mujeres, particularmente aquéllas que viven en el campo. En las últimas décadas se ha dado por conquistar o violentar los cuerpos, específicamente de las mujeres a través de la violencia patriarcal: el sistema de dominación más ancestral de la historia.

El año 1492 es el parteaguas de la historia de muchos pueblos originarios de México con el nacimiento de la modernidad. De acuerdo con Enrique Dussel, en su libro El encubrimiento del Otro: Hacia el origen del “mito de la modernidad”, “la modernidad nace en Europa cuando pudo confrontarse con ‘el Otro’, vencerlo, violentarlo; cuando pudo definirse como un ‘ego’ descubridor, conquistador, colonizador de la Alteridad constitutiva de la misma Modernidad” (Dussel: 1994, p. 8). Nada hay de descubrimiento; México siempre ha sido. Al contrario, éste fue siempre un encubrimiento de lo no europeo; siempre la distancia del Otro diferente, del rico o del colonizador al pobre o al colonizado o colonizada.

El encubrimiento, que no es descubrimiento, deja la herencia de un pensamiento colonialista que ha trascendido la oralidad generacional con la ideología del vencedor: es la conquista y el dominio de los territorios y de los cuerpos. En este sentido, el sistema patriarcal reproduce los prototipos de la dominación de los cuerpos (hombre-mujer, fuerte-débil, superior-inferior, etcétera), en este caso los de las mujeres. Es la confrontación del Otro diferente y con lo cual el hombre define su superioridad y su dominio. La destrucción, la vejación, la denigración de la dignidad y el cercenamiento de la personalidad de las mujeres en la Montaña de Guerrero tiene como fin violentar los cuerpos-territorios en el marco de la acumulación de la riqueza o del dominio en sí. No importan esas vidas. Así como se despoja de los territorios a los pueblos indígenas, también se despoja del alma, del espíritu, a las mujeres. El dolor y la desesperanza es un continuum de violencia implantada por el sistema patriarcal.

En Guerrero no hay nada que celebrar en torno al “Día de la Raza”. Sin embargo, en el Día Internacional de las Mujeres Rurales se denuncia –bajo supuestos socioculturales- una violencia desmedida, crímenes de lesa humanidad, saqueo de los recursos naturales y, especialmente, los feminicidios, la violencia castrense contra mujeres indígenas, entre otros. Porque están más desprotegidas, más alejadas de las instituciones, del auxilio de la sociedad, las mujeres rurales enfrentan una violencia que es silenciada por los perpetradores y sus comunidades.

Justicia para las vidas de las mujeres de la Montaña

La violencia perpetrada contra las mujeres va al alza día con día. Sólo de enero a junio se cuenta con 25 feminicidios en Guerrero, de acuerdo con una nota en el periódico El Sur del día 5 de agosto de 2018. Tlachinollan acompaña cinco de estos casos de feminicidio en la región de la Montaña.

Las historias de violencia contra mujeres se repiten en la región. Se trata de conquistar el cuerpo, de poseerlo, de vencerlo, de violentarlo a través de la fuerza masculina; así el agresor reafirma su ego de dominio a lo que cree que le pertenece, y se siente superior y dueño de esos cuerpos-territorios que alimentan su espíritu. Se trata de silenciar las voces de las mujeres en la Montaña, de cercenar sus vidas. A pesar de los gritos estridentes de auxilio, la muerte llega violentamente.

Las víctimas vivieron una serie de agresiones previo a su muerte, que fueron denunciadas ante instancias judiciales. Sin embargo, la voz de las mujeres sigue sin escucharse; aún peor, no se implementan medidas de protección para las mujeres que sufren violencia.

Uno de los casos de feminicidio que deja atónita a cualquier persona, pues la realidad de los detalles de una muerte anunciada es rebasada por la metáfora, es el de Rosa. Indígena Me’phaa de 24 años de edad, ella era originaria de Loma Tuza, municipio de Acatepec. Vivió cinco años con su concubino y se separaron ocho meses antes de su feminicidio, ocurrido el 24 de agosto de 2014. Ésta es la misma historia de violencia que inicia con una separación para concretar otra relación marital.

Rosa pensó que lo mejor sería caminar sola por aquellas montañas desoladas y en el olvido por parte de los gobiernos. Tomó la decisión de acudir con el síndico municipal para acordar la pensión de sus dos hijas menores. El día de la cita su ex concubino la amenazó de muerte. En los seis meses que cumplió con el acuerdo sentía que la seguían, hecho que dio a conocer al comisario municipal. Pasaron los días y la gente del pueblo escuchaba por radio que el ex concubino andaba buscando a personas que la privaran de la vida, incluso hacía alarde de la forma en que la mataría. Fue, entonces, cuando decidió ir a vivir con su madre.

Era un día nublado tornándose negro, tétrico como anunciando la funesta muerte que rondaba los pasos de una madre dulce con sus hijas. Ese día, ya al caer la tarde, Rosa, temerosa, dirigió la marcha a la casa de salud por unas papillas para la menor de sus niñas. La lluvia empezó a golpetear la tierra rojiza y los árboles se mecían al ritmo del viento. En este momento, pensó en llegar a la casa de su madre; sintió un frío penetrante que la llevó a dar pasos en cuanto paró un poco la lluvia. Creció el arroyo impidiendo llegar a la casa de su madre, lo cual le llevó a decidir ir a dormir a su antiguo domicilio conyugal.

Las sombras de la noche cayeron densas sobre su casa:: cuatro sujetos, entre ellos su ex concubino, entraron a su domicilio agrediéndola sexualmente; con una navaja en mano le cortaron varias partes del cuerpo y las orejas, ocasionándole siete lesiones. La herida mortal fue la de un martillo que le ocasionó traumatismo craneal. A su hija pequeña la aventaron contra la pared provocándole fractura paretal derecha. Cuando su madre y su hermana la encontraron, la niña abrazaba a su mamá sangrando por la nariz, la boca y las orejas.

Querer acallar las voces de las mujeres que luchan por sus derechos humanos, que exigen el derecho a una vida libre y digna es dejarlas inermes a los golpes y a los dientes de la bestia más inmunda: el patriarcado como pensamiento o como ideología. Las mujeres de las comunidades indígenas son quienes se encuentran en el sótano de esta violencia.

No es una metáfora, pero pareciera que la muerte busca a las más vulnerables. Otro caso es el de Flor, indígena Náhuatl de 31 años de edad, originaria de Ayotzinapa, municipio de Tlapa, quien vivió cinco años de concubinato. Conoció a su concubino en los campos agrícolas de Morelos. Ambos trabajaron y con sus ahorros construyeron una casa, dos hijos de por medio, pero cuando se embarazó de su segundo hijo su concubino llevó a vivir a otra mujer al domicilio conyugal y corrió a Flor, quien se fue a refugiar a su pueblo de origen. Nació su hijo y el reconocimiento de paternidad hizo que acudiera al DIF Municipal de Tlapa. Se acordó la paternidad, así como los gastos de alimentos para sus hijos. Su progenitor a menudo se llevaba al mayor, de 5 años de edad, y tardaba para regresarlo a su casa; en ocasiones, Flor tenía que ir por su niño porque tenía temor que no se lo devolviera.

El 19 de julio de 2015 fue el último día de su suspiro, de velar por sus hijos. Recibió una llamada telefónica de parte de su ex concubino para decirle que su hijo -que había tardado más de dos semanas con él- estaba enfermo y quería que los dos lo llevaran al doctor. El 20 de julio, al despuntar el alba, Flor cargó a su hijo menor y fue para atender a su hijo sin pensar que era un engaño. El 21 de julio, a unos metros del crucero de Ayotzinapa, su ex concubino la bajó y le dio el tiro de gracia en la cabeza con un arma de fuego; ella murió al instante. Quedó tirada a un lado de la carretera de terracería bajo las sombras malvadas de la noche. Las gotas del agua azotaban su cuerpo para despertarla hasta que la primera pasajera del pueblo pasó. Ahí seguía con su hijo alimentándose de su pecho.

Dos de cinco relatos de feminicidio que Tlachinollan acompaña siguen en la impunidad, como cientos en el país. Los familiares de las víctimas tienen que luchar para llegar a la justicia porque existe un sistema judicial decadente e ineficaz, además de no tomar en cuenta la perspectiva de género en los casos de violencia contra las mujeres. Más bien, figura esa insensibilidad de las autoridades para que las familias accedan a la justica; no les importa si quedan hijos e hijas para también ser presas de la violencia.

La mayoría de las mujeres víctimas de feminicidio tuvieron agresiones o amenazas previas. Después de una separación o de que las agresiones cíclicas de la cotidianidad escalaron, siguió una muerte violenta. Queda la huella de las víctimas al relatarse su historia de dolor, aunque siguen vivas porque rompieron las cadenas del silencio.

La idea de la inferioridad de las mujeres y la desesperación del hombre por tratar de imponer a toda costa su voluntad para sentir que tiene el control de sus vidas, no demuestra más que su necesidad de reafirmar su fuerza. No hay nadie que los detenga ante un vacío legaloide y de gobernabilidad: simplemente no hay autoridad que intervenga con perspectiva de género para evitar más feminicidios. ¿Qué se necesita para evitar los feminicidios ante un vacío de autoridades incapaces y sin la sensibilidad para tratar este avasallante problema? Recordemos que el patriarcado es una forma de pensar el mundo con violencia, de controlarlo, de poseerlo, de dominarlo; es un sistema económico y sociocultural que atraviesa las esferas de la vida de todas y todos.

Por lo anterior, se puede avizorar dos caminos: primero, y en el que nos encontramos, la violencia contra las mujeres, imparable y, más aún, en los espacios rurales. Silenciar las voces no es una propuesta viable cuando el mismo silencio se convierte en ruido, en escándalo como resistencia no declarada o no pública. Hasta el momento no existe un atisbo de que se detenga la violencia; al contrario, se acrecienta con los días. Hombres y mujeres mueren como si fueran desechables para este sistema capitalista-patriarcal; no hay valor para la especie humana. ¿En qué momento de la historia se perdió el rumbo de lo humano o nunca lo hubo? El otro camino, de acuerdo con Emma Goldman: “el desarrollo de la mujer, su libertad, su independencia, deben surgir de ellas mismas y ellas quienes deberán llevarlas a cabo”. Se debe dejar que las mujeres vivan, reflexionen su existencia, que piensen el mundo desde su mirada, construyan otros códigos de relaciones humanas en los cuales no intervenga la fuerza para imponer una hegemonía. En suma, se debe pensar en la subversión contra el poder patriarcal para que éste no siga viendo a las mujeres como marionetas para alimentar su ilusión de conquista a sus cuerpos-territorios. Emma Goldman plantea que las mujeres deberían “afirmar su personalidad y no como una mercancía sexual y no deben ser siervas de Dios, del Estado, de la sociedad ni de la familia, etcétera… haciendo que sus vidas sean más simples, pero también más profundas y ricas. Es decir, tratando de aprender el sentido y la sustancia de la vida en todos sus complejos aspectos, liberándose del temor a la opinión y a la condena pública. Sólo eso, … hará a la mujer libre” (Goldman: 2010, p.7)

Hasta que la justicia llegue, las voces de las mujeres asesinadas seguirán, aunque intenten acallarlas porque no son marionetas del sistema patriarcal.

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