No me toques ese son que suena a gentrificación

Claudia C. Arruñada Sala*

La férrea batalla entre grupos de banda, empresarios turísticos y policías que se vivió hace algunos días en las playas de Mazatlán inevitablemente me transporta a mis años universitarios a principios de los dosmiles, cuando en la glorieta de insurgentes en la Ciudad de México se gestó un pleito entre tribus urbanas: emos contra punks, un fenómeno que hoy se recuerda como un meme; ambos se antojan tan peculiares como inverosímiles.

Aquí el contexto: un grupo de hoteleros mexicanos, ante los reclamos de sus huéspedes extranjeros, manifestaron a través de redes sociales que el excesivo ruido de la tuba, trompeta y acordeón característico de la muy tradicional música banda sinaloense, importunaba a los visitantes y “afeaba” el destino turístico; “que la prohíban en las calles mazatlecas”, pedían.

Más allá del surrealismo que podría acompañar a ambos eventos, tomo la anécdota de la playa sinaloense para tratar de comprender fenómenos sociales vinculados que, si me permiten un momento de su paciencia, entenderlos incluso podría llevarnos a explicar conflictos armados globales porque parten del mismo nudo: la cerrazón ante el otro.

Mazatlán, con su rica historia y arraigadas tradiciones, ha sido durante mucho tiempo un refugio para los turistas en busca de sol, mar y “autenticidad mexicana». Sin embargo, la creciente presencia de visitantes extranjeros ha traído consigo una transformación gradual pero palpable en el tejido cultural de la región.

Este descontento plantea interrogantes cruciales sobre la naturaleza misma del turismo, y abre también la puerta para hablar de migración, ya no como hasta ahora el imaginario la identifica -mexicanos o centroamericanos cruzando la frontera norte-, sino al revés: extranjeros que llegan a México buscando una mejor vida gracias al tipo de cambio en divisas.

Para entender mejor, partamos de una palabra, a mi parecer, cada vez más manoseada: gentrificación, un término que históricamente se ha asociado con la transformación de barrios urbanos a partir de la llegada de nuevos pobladores con mejor capacidad adquisitiva, pero que también encuentra eco en los cambios y exigencias de otros sectores, como el turismo.

A medida que aumenta la afluencia de extranjeros y se desarrollan infraestructuras dirigidas a satisfacer principalmente sus necesidades, se corre el riesgo de desplazar a los lugareños y diluir la autenticidad de la cultura local. En lo que tiene que ver con el turismo, claro que afecta, pero resulta pasajero; la cosa cambia cuando el visitante se queda.

La migración es una realidad tan humana y tan antigua como la sociedad misma. Cuando se decide dejar la tierra natal, por las razones que sean, en el lugar de llegada se buscará “encajar”, porque nuestro cerebro reptiliano así está condicionado: en comunidad, tienes mayores posibilidades de sobrevivir.

Así, como aprendimos en la infancia, imitando podemos ser mejor aceptados, sobre todo si nos sentimos ajenos y distintos en un entorno al que no pertenecemos por derecho de nacimiento. Al llegar a un destino nuevo, lo ideal sería cultivar una actitud de respeto y apertura hacia la cultura y las costumbres del lugar.

El enfrentamiento entre lo local y lo foráneo no solo destaca un conflicto, en este caso en torno a lo auditivo (en Mazatlán fue la banda, en la Ciudad de México fue la queja de una modelo estadounidense por el sonido de un organillero en la banqueta fuera de su departamento en la Condesa), sino que también arroja luz sobre temas más profundos. ¿Qué sucede cuando “quien llega” no se siente un forastero que busca pertenecer, sino un arrogante que desea imponer? La cosa se convierte en lo que la cultura popular identifica ahora como colonización, que puede traducirse como “tomo lo tuyo para volverlo mío”. Y, como los grandes vicios, comienza por no reconocer la situación que se vive; exige que una comunidad cambie para adaptarse a gustos personales como un acto de arrogancia que socava la esencia misma de la diversidad cultural y la riqueza de la experiencia humana.

Porque al ego le duele vivir en desventaja, sobre todo si es generacional, y ahí vamos edulcorando la realidad con términos que nos hagan sentir “mejor”, como el marketing nos ha enseñado. Así, estos individuos parecen no ser migrantes, expatriados, desplazados, más bien toman la etiqueta generada en espacios como TikTok: “nómadas digitales”, una persona que trabaja de forma remota, vive en un país distinto al suyo y se aprovecha del beneficio que ofrece un sueldo en dólares, pagando en pesos mexicanos y sin aportar a los impuestos locales.

No son personas que dejan su lugar de nacimiento conscientemente ante la imposibilidad de una mejor calidad de vida, son emprendedores que vienen a “mejorar” el espacio al que llegan con su sola presencia. Ese es el punto de partida del mal empoderamiento que da permiso a la audacia de exigirle a una cultura que se adapte a ellas o ellos.

No se trata de echarle la culpa por completo al que llega, porque quienes recibimos no estamos exentos de pecado; la gentrificación sucede porque la permitimos, la propiciamos. Al rancio capitalismo claro que le conviene el empoderamiento edulcorado del extranjero, porque se traduce en mayores intercambios comerciales sin importar que estos desplacen a las personas de sus hogares bajo la imposibilidad de sostener el costo de las condiciones de vida que sus nuevos vecinos sí podrán pagar, o que la cultura y las costumbres locales se diluyan ante una realidad acorde a los deseos de los que llegan.

Y así vemos a diario situaciones que parecen piezas cómicas pero son muestra patente del fenómeno que parece avanzar silencioso por todo el territorio nacional: menús sólo en inglés en restaurantes de zonas “trendy” de la ciudad; la campaña aséptica que una alcaldesa emprende contra la tradición gráfica de los letreros, pintando todo de blanco; las salsas que no pican y los tacos sin sabor y sin grasa; las pequeñas tiendas familiares que son reemplazadas por cadenas internacionales.

Tampoco puedo generalizar, porque no todo extranjero que se queda o visita como turista este país tiene ínfulas colonizadoras, ni se vale darnos golpes de pecho diciendo que los locales amamos con pasión la tremenda contaminación auditiva que nuestro México presenta en forma de trombones de banda, organillos desafinados, músicos callejeros que no se saben la canción, la campana del camión de la basura y más… ahora resulta que a todo el mundo le gusta la banda y da la vida por el sonsonete del acordeón, nada más por subirse al pleito. No se trata de eso.

Veamos este grupo de fenómenos, más vinculados de que creíamos, desde un panorama un poco más amplio para comprenderlo: en la actualidad, donde el algoritmo digital nos presenta lo que queremos ver, leer, escuchar, (y si no estás de acuerdo con la opinión del de junto, simplemente lo insultas y bloqueas), vamos “construyendo” falsas realidades unilaterales, pequeñas burbujas protectoras donde no hay más que espejismos con los que pensamos que nuestros gustos, intereses, deseos, sentires, son los de todas, todos, todes, como si el anhelo de un mundo mejor fuera llegar a una aburrida y robótica homogeneidad. Nublamos la compasión y le damos significados incorrectos a otra muy manoseada palabra “empatía”, usándola para justificar la aceptación forzada de nuestros caprichos.

Así, llámeme simplista si usted quiere, pero que existan clamores pidiendo que las bandas en Mazatlán se callen o que guarde silencio la grabación de los colchones y fierro viejo, tienen el mismo común denominador que conflictos bélicos desgarradores: hemos dejado de ver al otro, de escucharle, de saberle persona, pensando que el deseo y el privilegio propio van primero.

En lugar de buscar la homogeneización cultural, social, de creencia u opinión, en aras de la comodidad o la comercialización, deberíamos abrazar la posibilidad de la diversidad como un valor fundamental que nos permita reconocernos diferentes, humanos. Solo entonces, tal vez, podríamos reconstruir un mundo donde todas las voces sean escuchadas y todas las culturas sean honradas.

*Académica de tiempo completo en el departamento de comunicación de la Universidad Iberoamericana (IBERO), especialista en publicidad, comunicación digital, inteligencia artificial, y observadora de la cultura pop. 

Publicado originalmente en la IBERO

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