No es el virus, es el capitalismo

Carlos Mariano Poó

La realidad desatada por el coronavirus nos demuestra que es la propia crisis del capitalismo tardío la que prolonga y estimula los efectos devastadores de la pandemia.

Subidos al pulpito autoritario de sus monopolios, la maniobra no disimula un intento desesperado de anteponer el carro delante del caballo. Como si el orden de los factores, en este caso, no alterara el producto. Y es que la pandemia vino a poner en primerísimo plano nuestra fragilidad de seres vivos, acechados por la enfermedad y muerte, trastocando nuestra existencia, alterando nuestros sentidos y modificando nuestra experiencia cotidiana. Todo junto, mientras vemos cómo fueron dinamitados aquellos puentes que nos unían a una “normalidad” construida a fuerza de leyes, costumbres y tradiciones.

Cruel ironía, absurdo fatal, que, de golpe, nos recordó a los seres más inteligentes del planeta, reyes absolutos de la creación -según varias religiones-, que fuimos acorralados por un organismo de estructura muy sencilla, compuesto de proteínas y ácidos nucleicos, y capaz de reproducirse solo en el seno de células vivas específicas utilizando su metabolismo. Haciéndonos retroceder, obligando a detenernos, a buscar refugio; pero, por sobre todo, a pensar y definir colectivamente tácticas y estrategias que nos permitan enfrentar una amenaza imperceptible.

Y es ahí donde la “normalidad” cruje, se quiebra, se cuestiona. Porque lo mejor que podemos hacer es dejar de hacer.Entonces, comprendemos: nada puede volver a ser igual, como antes, por el simple hecho de que casi todo dejó de serlo. Descubriendo, no sin asombro, que ya no hay dónde retroceder y solo nos queda avanzar. Intimidados, agudizamos nuestros sentidos, potenciando nuestra inteligencia y liberando nuestra imaginación. Desde la quietud, nos predisponemos a la acción, somos devueltos al movimiento que ya no es el mismo de antes, pero con un grado mayor de conciencia.

Entonces, vemos todo lo que nos falta: respiradores; unidades de cuidados intensivos; profesionales, técnicos y trabajadores de la salud; salas y centros, hospitales y clínicas; alimentos e insumos de higiene básicos; elementos de protección, etc.

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Abrumados por cifras de contagios y muertes que se multiplican por todas las latitudes, agobiados por imágenes que nos muestran desde todas las longitudes a quiénes deberían velar por nuestra seguridad atentando contra ella, abusando de su autoridad, golpeando, vejando e, incluso, asesinando a sangre fría.

Atónitos, vemos líderes incapaces de liderar. Percibiéndolos tal cual son, descarnadas marionetas de un poder capitalista que se obstina en mantener la “normalidad” de sus ganancias, dispuesto a sostenerla a punta de pistola si fuera necesario.


Entonces, comprendemos que todos podemos ser George Floyd en Minneapolis, Rayshard Brooks en Atlanta o Elsa Fernández, sus hijas e hijos, en la localidad de Fontana, Chaco. Produciéndose el quiebre que nos impide tragar la papilla masticada por los grandes grupos económicos dedicados a la comunicación. Siendo y haciéndonos conscientes de que, en el capitalismo tardío que supimos conseguir, casi todo falló.


Y los dictados que machacan sobre la responsabilidad de la pandemia en la crisis del capitalismo tardío ya no llegan como antes, cuando vivíamos en la “normalidad”, porque esos significantes expresados por y desde el poder comienzan a perder significado para nosotros.

Cabe preguntarnos: ¿Cuáles “ventajas” tendría la humanidad de continuar perpetuándose, en tiempo y espacio, el modo de producción capitalista, con su consecuente forma de organización de relaciones sociales basadas en la propiedad privada burguesa, una sociedad divida en clases y una salvaje y brutal explotación?

Ciertamente, gran parte de los seres humanos (los oprimidos) viven, en la mayoría de los casos, al límite de la subsistencia, cuando no por debajo de ella, siendo los únicos que producen incansablemente todas las riquezas para beneficio casi puro y exclusivo de una minoría (los opresores), que gozan de todos los privilegios habidos y por haber.Desde el punto de vista e interés de los oprimidos, esto no tiene nada de lógico, tampoco de razonable. Mucho menos cuando la humanidad va ingresando, por medio de la robótica e inteligencia artificial, en un mundo donde el desarrollo de las fuerzas productivas crecerá exponencialmente. Crecimiento que, a su vez, acarreará grandes contradicciones y enfrentamientos, promoviendo mayores disturbios y revueltas sociales de persistir el actual régimen de propiedad y acumulación.

Sin dudas, la pandemia del coronavirus agravó los ya endémicos problemas económicos y sociales, pero bajo ningún punto de vista podemos decir que provocó la gigantesca crisis del capitalismo tardío. Esta última se incubó, al menos, hasta el 2008, cuando se produjo la crisis financiera internacional de hipotecas subprime en Estados Unidos, que, luego, se propagó afectando y contagiando con severidad a otros países, mayormente, de la Unión Europea (UE) y, en menor medida, de Asia, América Latina y Oceanía.

En efecto, ni la “guerra comercial” entre China y Estados Unidos que mantiene al mundo en vilo ni el histórico racismo en la tierra de la “libertad”, ejerciendo una violencia consuetudinaria sobre las minorías y que ha desatado una enorme ola de repudio y rechazo en casi todo el planeta, son consecuencias de la pandemia. Más bien, son fenómenos subyacentes. Están íntimamente relacionados con el capitalismo tardío y la lógica cultural que la hegemonía y supremacía norteamericanas impusieron al mundo occidental, tanto al desarrollado como al subdesarrollado, en las últimas cuatro décadas y que han pretendido ampliar al resto del planeta, aunque infructuosamente.

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Imagen: Bill Hackwell

Por el contrario, podríamos afirmar que los estragos ocasionados por la pandemia -en general, en el mundo entero y, en particular, en los Estados Unidos- sí tienen mucho que ver y están íntimamente relacionados con la escalada y desarrollo de una “guerra comercial” que el imperio del Norte perderá más temprano que tarde, y con un racismo institucionalizado que, incluso, se manifiesta en las estadísticas de víctimas del coronavirus, donde la mayoría de infectados y muertos pertenecen a minorías segregadas, transformando el famoso sueño americano en una verdadera pesadilla.

Porque el gobierno de Donald Trump ha realizado enormes esfuerzos tratando de estigmatizar a China con argumentos tales como que es la única responsable de la pandemia o sugiriendo que el virus podría haber sido producido en un laboratorio chino. Esas ideas infundadas, ridículas e imprudentes posibilitan explotar un sentimiento antichino, exacerbando una xenofobia que sobrevive y perdura en estado de latencia en el seno de una sociedad temerosa como la norteamericana, capaz de inocular el veneno de su estigma a una parte del mundo occidental bajo la forma de un insoslayable racismo contra los amarillos, en un desesperado intento por disimular el racismo contra negros y latinos en los Estados Unidos. Pues no sería la primera vez que el imperialismo recurre a diablos foráneos -esos malignos extranjeros- con el objetivo de expiar o librar de culpa a los demonios blancos locales.

Sería bueno que los yanquis asuman, de una vez por todas, que el mundo no es unipolar como maquinaron, escasos de mejores fantasías, los predicadores del fin de la historia. Incluso, sería aconsejable que dejaran de sacrificar la cooperación internacional y el multilateralismo ante el altar erigido al dios mercado, ya que su dios demostró ser un ídolo con pies de barro, incapaz de hacer milagros.

Y eso sin contar que un fantasma recorre los Estados Unidos. El fantasma de la decadencia imperial, con su ola de descontento, desórdenes y desmanes. La historia tiene preparado un sendero y los norteamericanos deberán transitarlo durante el siglo XXI; uno muy similar al que recorrieron los ingleses en el siglo XX. Ambos caminos conducen a un destino parecido: al ocaso como potencias imperialistas de primer orden, como sucediera con tantos imperios, a lo largo del tiempo y ancho de los mapas, y de los cuales, hoy, apenas si recordamos sus nombres.

*Por Carlos Mariano Poó para La tinta / Ilustración de portada: Héctor Huaman

Publicado originalmente en La Tinta

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