En un mundo de dueños, cuando las violencias se despliegan sobre los territorios, también lo hacen sobre los cuerpos de las personas y con mayor fuerza, sobre las mujeres. Guillermina Meli Ramirez, Helena y Mónica son tres mujeres que no se conocieron entre sí, sus historias de vida son disímiles pero sus trayectorias vitales están atravesadas por la crueldad, el miedo y la desigualdad que habita Chubut, un territorio ancestral apropiado por el magnate italiano Benetton, dueño de 900.000 hectáreas en la Patagonia. Una crónica de Ana Belén Marrello, Flavia Frejman y María Laura Da Silva*.
Benetton tiene 356 mil hectáreas en la provincia de Chubut. Por estas hectáreas no aporta un solo peso al estado provincial. Desde 2004, a través de distintos instrumentos administrativos, se eximió del pago del impuesto inmobiliario rural invocando emergencias ambientales y climáticas. No obstante desde 2016 a la actualidad esta exención se da de hecho por decisión política del gobierno provincial, ya que no existe ley o decreto que la justifique. Guillermina, Helena y Mónica son tres mujeres que no se conocieron entre sí pero sus trayectorias vitales están atravesadas por la crueldad, el miedo y la desigualdad que habita Chubut.
A los 12 años Guillermina Meli Ramírez escuchaba que sus vecinos de la comunidad El Mirador de Cushamen, en Chubut, un territorio integrado por comunidades de pueblos originarios, solían repetir “Perón nos hizo gente”. Era fines de la década del 40, pero Guillermina aún no sabía ni quién era Perón ni por qué era importante. Para ella, que trabajaba de sol a sol desde los 9 años, no existían ni descansos obligatorios, ni alojamientos en mínimas condiciones de higiene, ni buena alimentación, ni provisión de ropa de trabajo, asistencia médico-farmacéutica ni vacaciones pagas. El Estatuto del peón que sancionó el entonces secretario de Trabajo y Previsión Social no había llegado ni para ella ni para sus nueve hermanos.
Su primer empleo fue en la Escuela N°9, hoy convertida en la 137° con internado, donde lavaba la ropa del director y de su familia, en pleno invierno y en un río Chubut helado. En 1960 Guillermina entró a trabajar como ‘servicio doméstico’ en una de las estancias de una gran extensión. Esos dominios tenían un dueño: Compañía Tierras del Sud Argentino (CTSA). Los territorios apropiados por el Estado luego de la denominada ‘Conquista del Desierto’, encabezada por Julio Argentino Roca entre 1878 y 1885, fueron entregados de forma gratuita a once testaferros entre los que se encontraba una compañía de capitales ingleses llamada The Argentine Southern Land Company Limited. Los testaferros pidieron 80 mil hectáreas cada uno, ante la Oficina de Tierras y Colonias, y la concesión se hizo de acuerdo con la “Ley Avellaneda”, bajo la condición de subdividir la empresa y entregarla a diferentes colonos. La empresa británica nunca cumplió con esas obligaciones, según detalla Ramón Minieri en su libro Ese Ajeno Sur. En 1974, Menéndez Hume, Ochoa y Paz Repetto compraron las tierras de la compañía y en 1982, en el marco de la Guerra de Malvinas, cambiaron su nombre por Compañía Tierras del Sud Argentino.
Guillermina. Las historias tristes de mamá
Guillermina estaba presa en manos inglesas. Trabajaba como mucama en la estancia El Maitén, propiedad de CTSA. Era casi una esclava. No podía quitarse jamás el uniforme, no había horario ni de entrada ni de salida. Todos los meses cobraba su salario en mano y nunca tuvo ningún tipo de aporte jubilatorio ni obra social.
Además de los padecimientos laborales, Guillermina vivía constantes tormentos familiares. Varios de sus nueve hermanos habían sido asesinados. El más doloroso fue el de su hermano mellizo. Nunca supieron quién lo mató ni por qué.
Conoció a su marido Luis Millán, que se dedicaba a hacer changas en el campo, con quien se casó y tuvo cuatro hijos. Tomó la decisión y se fue junto a su marido a vivir a El Maitén. Millán había conseguido trabajo como ferroviario del tren La Trochita y pudieron establecerse y comenzar a acomodarse económicamente. En 1970, ya establecidos, nacieron los mellizos Moira y Mauro. Aquellos pequeñxs que correteaban por El Maitén se convertirían años más tarde en referentes de la lucha del pueblo mapuche. Ni en sus sueños Guillermina se hubiera imaginado que sus hijxs se transformarían en luchadorxs contra los opresores de la misma estirpe que ella había padecido como patrones.
Durante sus primeros años de juventud, Mauro y Moira fundaron la Organización Mapuche Tehuelche 11 de Octubre, la fecha del último día de resistencia de los pueblos originarios, previo a la colonización española. En esta organización militaron durante varios años.
Guillermina los acompañó durante la primera recuperación territorial que Mauro y Moira hicieron contra Benetton. Ella siempre les relataba su experiencia de haber trabajado para la Compañía y de haber conocido lo que significó tener como vecino indeseado a Benetton con su tremendo latifundio. Contaba que solían ir los gobernadores y los comisarios y que hacían grandes fiestas, y ella siempre estaba en el lugar de la servidumbre. En esa época, ella ya notaba el nivel de interacción del poder político, la Policía y estos latifundistas.
“En la época en que mi mamá trabajó para la Compañía, los pobladores todavía podían gozar de ciertos derechos básicos. Como que las comunidades pudieran tener caballos para trasladarse de una distancia a otra. O, para un trabajador rural, tener cierta cantidad de animales de corral, gallinas, una huerta. Ahora con Benetton en la región, eso es imposible, no se puede”, describe a LATFEM Mauro Millán.
Guillermina falleció en el 2002 a los 67 años. Padecía osteoporosis y reuma deformante. Su hijo Mauro no duda de que la enfermedad de su madre fue una consecuencia de los padecimientos que sufrió en la infancia y juventud. Guillermina no murió triste, murió orgullosa por la lucha de sus hijxs, que fue también su lucha y la de sus antepasadxs. Sus restos hoy descansan en el territorio que la Organización Mapuche Tehuelche 11 de Octubre recuperó en la zona de Corcovado.
Helena. El temido señor Cáceres
Helena nació en una casa de barro y yuyos, rodeada de papas, cebollas, trigo, alfalfa y algunas pocas ovejas y bueyes. No había hospital. Creció como una de las hijas mayores junto a sus nueve hermanxs, en aquel pequeño campo en el Paraje La Blancura, en Cushamen, escuchando las historias de su padre sobre un árabe al que él llamaba “Señor El Khazen”.
En ese silencio rodeado de montañas, Helena imaginaba a aquel hombre poderoso como el mismísimo diablo. Como suele suceder en los relatos transmitidos oralmente “El Khazen” se transformó fonéticamente en “Cáceres”, el hombre que había sido el dueño del único comercio de provisiones que entonces había en la zona, más precisamente en Leleque, la cabecera del Departamento Cushamen, a 180 km de Bariloche. “Cáceres” era un personaje temido, mediante engaño y aprovechamiento de la población vulnerable y analfabeta de sangre originaria mapuche, se adueñaba de sus casas y campos.
Su padre no se cansaba de contarles cómo eran las artimañas del señor “Cáceres”. Les daba trabajo durante la época de esquila y les iba pagando con “vicios”, que eran los productos básicos para la vida diaria, como la yerba, el azúcar, la sal, el vino. Para eso tenían que buscar las mercaderías por la madrugada, cruzando tres horas de río rebelde, hasta llegar extenuados al comercio monopólico que “Cáceres” tenía.
Eran los ‘60 y cada fin de año las cuentas terminaban en rojo para los trabajadores, en cambio para El Khazen había siempre un saldo a favor. Así, a aquellos pobladores confiados y sin estudios, les hacía firmar unos papeles, decretando “embargos” y adueñándose de sus casas y de sus tierras, que, años más tarde, terminarían en manos de la familia Benetton.
Pero la historia de Helena dio un giro casi fantástico. El Señor “Cáceres” no había logrado robarle ni la casa ni el campo nada menos que a José, su padre, que como sabía leer y era bastante desconfiado —de eso se jactaba en sus relatos— había conseguido salvar lo suyo.
La pequeña Helena creció entonces con un único objetivo: tenía que aprender a leer y escribir y sobre todo, a ser desconfiada.
Cuando Helena cumplió diez años tuvo que salir a trabajar. Hacía la limpieza y ayudaba en las tareas de la cocina en las estancias de Leleque. La vida era muy sacrificada, cada día ella se levantaba a las cuatro y media de la madrugada y se quedaba haciendo su trabajo hasta las doce y media. Después había que ayudar en la casa, con el cultivo y los animales.
Cada noche, cuando su casa era invadida por la quietud y había que dormir, Helena recordaba como un mantra que tenía que aprender a leer y escribir, aunque para eso faltara mucho tiempo. Recién a los 19 años dejó de ser analfabeta gracias a las enseñanzas de los integrantes de la Iglesia Evangélica de Esquel, a la que aún asiste.
Ya de adolescente fue testigo de algo que muchos años después sería una escena repetida. A uno de sus tíos le tiraron la casa abajo y lo sacaron a la fuerza intervención de la policía local del lugar en que vivía. Ella no entendía por qué.
De las historias como la de su tío, escuchó cientos y a diario. Hace poco le tocó a su primo, que trabajaba como peón para Benetton. Una noche, a las tres de la madrugada un grupo de encapuchados lo atacó, dejándolo atado junto a su familia. Nunca se supo quiénes fueron. Pero hubo algo más que Helena no puede sacarse de su cabeza. Según le contó su primo, los trabajadores de las estancias deben ir armados y reciben orden de disparar a todo aquel que pise el alambrado, quiera entrar o se acerque. Su primo no aguantó y se fue asustado del pueblo, así sin nada, sin un peso.
Los años noventa marcaron un quiebre en el mapa terrateniente del pueblo cuando la familia Benetton compró la Compañía de Tierras del Sud Argentina, convirtiéndose en un hito de la acumulación de territorio y riquezas que ya no tendría retorno. El voraz emprendimiento de la familia italiana comenzó como establecimiento agropecuario para luego extender rápidamente sus horizontes a la forestación y posteriormente avanzar a las exploraciones de yacimientos de oro y plata, sumando en el año 2003 a la firma Minera Sud Argentina SA.
Helena ronda hoy los 50 años y trabaja como empleada doméstica para una familia de Esquel. Siempre vuelve al campo que la vio nacer. Hasta hace unos meses, con la ayuda de su hijo, estuvo yendo todos los fines de semana y consiguió completar la tarea de colocar un alambrado perimetral. Quedó agotada pero con sensación de misión cumplida. Su familia es una de las pocas que tienen título y siente que protegió lo que será de sus hijxs.
Cada vez que Helena vuelve a su campo se encuentra un panorama muy diferente al de su niñez. Ahora prácticamente todo es de Benetton. Todavía recuerda cuando lxs pobladores mapuches entraban con facilidad a la zona, sus animales se cruzaban a la cordillera y era todo campo abierto. Hoy los dueños de las grandes extensiones de tierras cerraron todo con candado y ya no hay pasos. Quedó sólo un callejón que debe transitar Helena cuando va. Las pocas familias que quedan, solamente alrededor de diez, viven encerradas.
Muchos se quedan trabajando para Benetton porque no tienen otra opción. Helena lo sabe bien. Tienen que trabajar como peones porque es lo único que saben hacer. Es como si el tiempo para ellos no hubiera pasado. Sus otros primos, como antaño su padre, siguen siendo peones de la Compañía, ven poco a su familia, cuidan como pueden su supervivencia acostumbrados a obedecer las normas del poderoso. Pero existe un miedo eterno que los acompaña, un miedo profundo, casi ontológico, que Helena comenzó a romper de a poco: el miedo de hablar.
Al día de hoy, Benetton continúa beneficiándose con la condonación del impuesto inmobiliario rural obtenida en el año 2004, y renovada año tras año, mediante una norma de la que jamás ha existido documentación que indique los motivos o fundamentos concretos de tamaño beneficio.
Mónica. La escuela en Benetton
En Leleque se encuentra la Escuela 90 hace más de 60 años. Fundada en el año 1956, se estableció en el interior de la Estancia Leleque, actual propiedad de la familia Benetton. Para llegar a la escuela desde Esquel, se deben realizar 90 kilómetros al norte por la ruta nacional 40 e ingresar a la derecha por un camino de ripio y recorrer unos 10 kilómetros por el interior de la estancia. A los costados del camino se ven ovejas pastando en un mar enorme de pasto verde, interrumpido solamente por cordones de álamos altísimos que cumplen la función de frenar a los fuertes vientos de la Patagonia. Lo primero que se cruza son las vías del tren La Trochita para enseguida llegar al Museo Leleque, instalación que cuenta con piezas arqueológicas del pueblo tehuelche. Luego, está el casco de la estancia, un conjunto de caserones donde se encuentra la administración de la Compañía de Tierras Sud Argentino, propiedad de los hermanos Benetton.
Al final del camino se ubica la escuela, un edificio de techo a dos aguas, de paredes gruesas, que aún conserva su fachada original. Detrás del mismo, el gobierno provincial construyó un salón de usos múltiples (SUM), en el cual se realizan los actos escolares. Desde adentro, las ventanas parecen cuadros pintados: se observan a lo lejos, las montañas nevadas de la precordillera, el suelo verde y los álamos agitados por el viento.
Allí trabajó durante más de 15 años Mónica, la cocinera de la escuela. Conoce cada rincón de esos extensos territorios porque vivió durante 42 años en la estancia, ya que su padre trabajó de puestero para la Compañía.
La escuela posee una hectárea de terreno que pertenece al estado provincial. Se instaló allí para contener a los hijos de los trabajadores del ferrocarril, que a unos 100 metros de la escuela tenía instalada la Estación Leleque. Para llegar a la escuela se deben atravesar el conjunto de propiedades de la principal estancia de los Benetton: la Estancia Leleque. “Los terrenos de la escuela son propios”, cuenta María con cierto orgullo, vislumbrando la necesidad de aclarar que esa hectárea no es pertenencia de la Compañía. Ella fue directora de la escuela durante los primeros años de 2000.
La escuela se organizaba en dos divisiones: primero, segundo, tercero y cuarto en un aula con un maestro; quinto, sexto y séptimo en otra aula con el director de la escuela. Las dos aulas en realidad eran una sola, pero los maestros se habían ingeniado para dividirla con tabiques de madera, y así poder dar clases a las dos divisiones en el mismo día.
La jornada de trabajo arrancaba a las 8 de la mañana. Mónica junto a la portera, lo primero que hacían era cortar leña para prender las estufas y la cocina. Luego se disponían a preparar el desayuno, que se servía a las 10 de la mañana. Finalmente, se cocinaba y servía el almuerzo. De este modo, los alumnos volvían a sus casas al mediodía. En esa época no llegaba el tendido eléctrico hasta la escuela ni tampoco la red de gas, por lo cual el estado provincial proveía la leña para calefaccionar las aulas y cocinar. “Hacíamos de todo para cocinar: pastel de papas, albóndigas, ¡hasta niño envuelto! Todo con la carne que nos proveía la Compañía”, cuenta.
La Compañía de Tierras Sud Argentino posee en la actualidad un plantel de 94 mil ovejas distribuidos en los cuatro establecimientos: Leleque, Maitén, Pilcañeu y Montoso. Las cuatro estancias abarcan 356.000 hectáreas, de las 924.000 que posee en todo el país. Esto representa el 1,58% de la superficie total de la provincia del Chubut. Si bien se inició como establecimiento agropecuario, ya en 1992 la empresa extendió sus horizontes a la forestación y cuatro años más tarde, comienza a realizar cateos y exploraciones de yacimientos de oro y plata, a través de la firma Minera Sud Argentina S. A.
La relación de la escuela N° 90 con la Compañía tuvo sus altos y bajos. Primó siempre una relación de cordialidad, fundamentalmente con el gerente general y el mayordomo, quienes administraban las estancias. El punto de inflexión se produce con la venta de la Compañía a la firma Benetton y la llegada del nuevo gerente general, Ronald Mc Donald. Aunque suena tentador vincularlo con la cadena de hamburguesas, hay que aclarar que según sus propios dichos es argentino, nieto de escoceses. Al igual que los anteriores gerentes Mackinnon y Weaver, Ronald Mc Donald envió a sus hijos a la escuela.
Lo primero que intentó hacer la nueva administración de la estancia fue cerrar el camino de ingreso a la escuela, con el argumento de que no ingresaran personas ajenas a su propiedad. El problema es que la ruta provincial N°15 es el único acceso que tiene la escuela, por lo que la directora tuvo que hacer gestiones ante el gobierno provincial para impedir que el camino se cierre. Ante el fracaso de este intento, la empresa optó por dejar que el camino se viniera abajo.
“El camino desde el casco de la estancia a la escuela era muy feo, muy gredoso, cuando llovía no se podía pasar en auto ni nada. Le pedimos a la empresa que nos enripie el camino con sus máquinas, le pagábamos el gasoil, todo. Nunca quiso”, cuenta Mónica. Finalmente el camino fue mejorado por el gobierno provincial.
La Compañía definió históricamente el trazado de rutas, caminos y vías férreas a través de la connivencia de un estado nacional endeble en su primigenia burocracia administrativa de fines de siglo XIX, en sus fuentes de información escasas y los rudimentarios instrumentos de medición de la época. Frente a esto, la Compañía supo aprovechar la superioridad tecnológica e informativa que traía de Europa, para beneficiarse con la selección de las mejores tierras de la Patagonia y el transporte ferroviario hacia el puerto, trazado de manera tal que pasase por cada una de sus estancias. Este contexto histórico ayuda a entender la solicitud de una escuela rural para que la empresa colabore en el mejoramiento de unos 5km de camino.
En la actualidad la relación de la escuela con la Compañía es de interdependencia y se transformó en el ámbito de encuentro de toda la comunidad de Leleque. Diariamente asisten estudiantes que provienen de las casas de la vieja estación de trenes, del casco y de los puestos de la estancia, y de la comunidad de Vuelta del Río, un conjunto de familias originarias asentadas a unos 20 kilómetros de la escuela. La totalidad de los alumnos es de origen tehuelche-mapuche. Los 23 alumnos se distribuyen entre el nivel inicial, la primaria y la secundaria. Su actual directora lamentó que con el conflicto de tierras, dejaron de asistir 4 alumnos. No obstante, afirma que siguen cumpliendo su tarea de contención y formación de los estudiantes como siempre.
A 128 años de su creación, la Compañía está impresa en la memoria de los pobladores locales. Han convivido con ella, algunos desde adentro, obteniendo su primer trabajo en la empresa, viviendo con sus familias en los puestos de estancias o dando clases para los hijos de sus trabajadores en la única institución estatal que existe en la localidad de Leleque: la Escuela 90. A otros, les tocó convivir desde afuera, soportando la imposición violenta de los límites de la propiedad, cuestionable desde la propia historia de la adquisición de las tierras de la Compañía aún en disputa con los pueblos originarios de estos territorios.
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