Los muros separan de la otredad, de los sobrantes. De negros y hambrientos. Como la muralla que República Dominicana construye con Haití y corta por la mitad la isla La Española, ese pedacito de tierra bañada por el Caribe.
En Témperley, en Santa Fe, en la franja de Gaza, en el límite entre Estados Unidos y México, en San Isidro, en Marruecos, en la divisoria con Paraguay, en los barrios, en las fronteras humanas de una calle a la otra. La humanidad se sigue amurallando para librarse de los otros, los más pobres, los descartados, los que no tienen dónde caerse muertos y eligen una cercanía para hacerlo. Para comer, criar a sus hijos, trabajar y morir. Los muros separan de la otredad, de los sobrantes. De los negros y de los hambrientos. Como la muralla que República Dominicana construye con Haití y corta por la mitad la isla La Española, ese pedacito de tierra bañada por el Caribe y dividida por el Río Masacre.
Ahí, en las orillas de ese río de sangre, levanta el presidente dominicano Luis Abinader una reja de 54 kilómetros construida por una de las empresas que en el mundo se enriquece edificando murallas para dividir. A las orillas del río donde, en 1937, el gobierno de Trujillo mató y arrojó a cerca de 20.000 haitianos. Noventa años hace que los dominicanos tratan de sacarse de encima a la negritud haitiana (y a la propia). Casi un siglo de desprecio y de explotación de los vecinos, usados para los peores trabajos, previstos, incluso, para que construyan el mismo muro que los descartará. Como los esclavos que cavan sus propias fosas.
Haití pagó, paga y pagará con hambre y con abandono su historia gloriosa. Esa media isla castigada por todas las naturalezas y todos los poderes declaró la primera independencia de América Latina e hizo estallar la primera revolución antiesclavista y antirracista del mundo. Fue en 1804 cuando Haití se sacó de encima las cadenas de Francia, cuando nadie todavía había podido sacudirse de las espaldas a los reyes de España y al reino de Portugal.
Audaces, se dictaron una Constitución que abolía la esclavitud. Desobedientes, enfrentaron a las tropas de Napoleón que pretendía reconquistarlos. Doscientos mil haitianos se desangraron en esa tierra. Pero los echaron. Sin embargo, volvieron. Y bajo las armas les exigieron dinero, mucho dinero en concepto de “reparaciones” simplemente por insolentes. Los franceses los obligaron a tomar deuda con sus bancos… para pagarles a ellos mismos. Años después, Francia se hizo cargo de los bancos haitianos y los vació. Lo poco que quedaba terminó en manos norteamericanas cuando los invadió Estados Unidos. Nunca pudieron desenterrar aquella gloria iniciática con la que sorprendieron al mundo sometido. El poder cobra carísima la rebeldía.
Hace poco más de 20 años, Jean-Bertrand Aristide, el presidente de izquierda que eligieron los haitianos con esa dignidad indomable asomando del barro, denunció el saqueo histórico y le exigió a Francia una reparación a doscientos años de humillación y muerte. Con Estados Unidos, los dos coloniajes voraces y crueles lo echaron del poder y terminaron de un golpe con aquella primaverita caribeña.
Los mismos a quienes en el 37 los obligaban a decir perejil porque si eran haitianos autóctonos y hablaban en creola, se les dificultaba pronunciarla y entonces ésos era a los que había que matar. Los mismos que murieron de a cientos de miles en el terremoto del 2010. Que comieron galletas de barro y murieron de hambre y cólera cuando los cascos blancos de la ONU les enmerdaron el río de donde bebían. Los mismos que se quedaron sin estado, sin gobierno, administrados por las mafias y los presidentes ocasionales y corruptos. Sin casas ni edificios. Sin padres los niños. Sin niños los padres.
Los mismos son obligados hoy por el poder blanco dominicano que no soporta ni a sus propios negros. Que no quiere ni oler un haitiano de ese lado del río Masacre. Porque cruzan desesperadamente las fronteras. Porque no tienen trabajo ni alimento. “Haití se ha convertido en la principal amenaza que tiene nuestro país”, dijo el ministro del Interior y Policía de República Dominicana.
La amenaza tiene las mismas caras de los revolucionarios que en los rudimentos de 1800 ya eran independientes, libres y de brillante negritud.
Dice Gustavo Veiga que, según un informe de 2020, “seis de cada diez personas viven en países que construyeron muros en sus fronteras contra migrantes pobres, indocumentados y que huyen de las hambrunas o la guerra”. Con la complicidad funcional de las empresas multinacionales que los edifican porque el poder necesita que la indisciplina de los pueblos se estrelle contra los muros.
En estas tierras del final del mundo, lejos del Caribe y la desobediencia haitiana, se construyen muros para defenderse de los otros, de los descartes de un sistema brutalmente desigual. Son los vecinos quilmeños que hace unos años juntaron dinero y levantaron un paredón para separar su mundo de una villa vecina. Es el perpetuo intendente de San Isidro cuando en 2009 intentó un muro de tres metros de altura para impedir a la gente de Villa Jardín cruzar libremente al barrio La Horqueta. Son los vecinos de Temperley, que en 2014 juntaron 18.000 pesos para cerrar una cuadra con una pared de ladrillos, concreto y alambre de púas. Es el gobierno argentino que en 2014 levantó un muro de hormigón de cinco metros en la frontera de Misiones con el Paraguay.
Es el mundo fraccionado en partes, cortado por murallas, dividido por paredes, para que no pasen las revoluciones ni el descaro de los pobres ni la osadía de los que no tienen nada que perder. Para que no se unan las gentes y no conspiren. Porque los sueños colectivos y las conjuras de los pueblos muerden los pies del poder. Y lo pueden echar abajo. Al poder y a los muros.
Publicado originalmente en Pelota de Trapo