El deceso ocurrió este domingo en Marrakech, ciudad en la que residía desde 1997 y donde se instaló después de la muerte de su esposa, la escritora francesa Monique Lange; aunque también pasó varios años (1956-1997) en París, tras su salida de Barcelona, ciudad que lo vio nacer el 5 de enero de 1931. Tenía 86 años.
El diario El Mundo, en la muerte de Goytisolo publica: ”En el patio de esa casa marraquechí hay un árbol que da naranjas por las ramas de una mitad y limones por la de la otra. Es un árbol caprichoso, un injerto que cuajó con fortuna y convierte al frutal en un exotismo en medio de la loca medina de la ciudad. El árbol es una ceñida advertencia de lo que también fue Goytisolo. De su condición dúplex de escritor y disidente. De agitador y reflexivo. De audaz y antiacadémico. Si apartamos sus primeras novelas (‘Juegos de manos’) o ‘Duelo en el paraíso’), vinculadas al realismo social, lo que después llegó es un corpus novelístico y ensayístico donde decidió hacer carrera en solitario vinculándose a una tradición que consideró, más allá de los siglos, sus contemporáneos: Fernando de Rojas, Cervantes, Góngora, Mateo Alemán, Blanco White, Larra, Valle-Inclán, Azaña, Luis Cernuda… Juan Goytisolo quiso estar del lado de la raza de los acusados”
Su obra se desplegó entre novelas, ensayos, libros de viaje, artículos de prensa y algunos poemas. Escogió en los años 50 exiliarse a París y vivir en los barrios de la inmigración, perteneció a la escudería de la editorial Gallimard (junto a su mujer, Monique Lange), marchó después a Nueva York para dar clases en la universidad y en los años 80 comenzó a vincularse a Marrakech, ciudad donde murió a los 86 años y de la que hizo parte de sus sustancia narrativa y centro de su vida.
Entre Marrakech y Tánger pasó los últimos años, con algunos viajes a Madrid y a París. Juan Goytisolo escogió la vía del heterodoxo, con pequeñas concesiones de las que explicó algunas, como aceptar el Premio Cervantes para amortiguar el futuro de su tribu: su familia marrakechí (su compañero, sus tres sobrinos, sus cuñados…).
Y aun así Goytisolo, mantuvo hasta el final una firme conciencia crítica. Fue, junto a Susan Sontag, uno de los primeros intelectuales europeos en denunciar la matanza de Srebenica, que fue el verano más sangriento del salvaje conflicto de Bosnia. De aquello quedó un libro poderoso: ‘Cuaderno de Sarajevo’. Hablaba perfectamente árabe y el dialecto marrakechí.
Pasear con él por la ciudad era un espectáculo. La gente lo paraba por la medina, lo saludaba, le pedía un consejo, le tocaba la espalda. Y él prestó durante décadas toda la atención a entender el pulso de aquella ciudad y del islam, con algo de centinela alerta ante una realidad musulmana cada vez más desfigurada. En su novela ‘Makbara’ dejó fijada la fascinación de una riqueza: la que encierra la plaza de Xemmá El Fná, para la que consiguió, junto a otros creadores, el título de patrimonio de la Humanidad.
Pero el Goytisolo que quedará más allá de cualquier ‘excepción’ será el narrador y el ensayista que buscó la redifinición de algunos paradigmas literarios de la segunda mitad del siglo XX. Ahí están novelas como ‘Señas de identidad’, ‘Reivindicación del Conde Don Julián’, ‘Juan sin tierra’. Y crónicas de una España peor en ‘La Chanca’ o ‘Campos de Níjar’. Era, o quiso presentarse hasta el final’ como ‘El exiliado de aquí y de allá’. Un escritor que entendió el lenguaje como una exploración. Como un vigoroso aparejo que alcanza pleno interés cuando se fuerzan sus límites, pues ahí es capaz de ofrecer un algo nuevo, una nueva astronomía. Un espacio de tensión.Perdió a su madre en uno de los bombardeos contra Barcelona durante la Guerra Civil. Aquel zarpazo fue llaga perpetua. Y una herida que condicionó un desafío cívico que asoma también en la escritura de sus dos hermanos: el novelista Luis Goytisolo y el poeta José Agustín Goytisolo. Se supo solo en la aventura de las letras desde muy pronto, pero consideró ese ‘estado civil’ como un motor de explosión, como un impulso. Juan Goytisolo cierra de algún modo la tradición intelectual europea de la segunda mitad del siglo XX, en la que caben gentes como Simone Weil, José Ángel Valente, Samuel Beckett… Aquellos que optaron por una decidida capacidad desmitificadora de los conductos oficiales de la historia.
Él indagó más allá, contrastó sus impresiones hasta extenuar el debate. Y, sobre todo, decidió no claudicar, ni un paso atrás, convencido de que la literatura también es una forma de tomar conciencia de un tiempo, hacia delante y hacia atrás, configurando un relato paralelo donde la excepción es la norma. Una especie de subversión. Como el árbol aquel de su casa marraquechí.
En 2012, Goytisolo anunció que abandonaba la narrativa para siempre: “Es definitivo. No tengo nada que decir. Es mejor que me calle. No escribo para ganar dinero ni al dictado de los editores”.
Su discurso de aceptación del Premio Cervantes de 2014 fue una enmienda a la totalidad de la sociedad española
«En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo, escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, «ser noticia», como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas.
La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza.
Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.«Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria», escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él.
Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacional-católico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez.
La luz brota del subsuelo cuando menos se la espera.
Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición! Mi instintiva reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promíscuos y bajos de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dediqué unas páginas a los titulados Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que «reine la verdad y desaparezcan las sombras», obra cuya lectura me impresionó en la medida en que, pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las sombras permanecen.
Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes, celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y sus vientres sentados, pocos, muy pocos se esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos años en los que, dice en el prólogo del Quijote, «duermo en el silencio del olvido»: ese «poetón ya viejo» (más versado en desdichas que en versos) que aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo. Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa «exquisita mierda de la gloria» de la que habla Gabriel García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo.
El ameno jardín en el que transcurre la existencia de los menos no debe distraernos de la suerte de los más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre. Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote, «deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables» e imagino al hidalgo manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la moderna Santa Hermandad que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla.El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social.
Según las estadísticas que tengo a mano, más del 20 por ciento de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una causa por justa que sea sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su conciencia del tiempo «devorador y consumidor de las cosas» del que habla en el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo para construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito.
Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia.
Textos publicados en el periódico El Mundo